Cuando a
veces me pongo trágico, o melodramático, o directamente conspiranoico, me lanzo
sin freno por una brecha complicada: ¿cuáles son los principales enemigos a los
que nos enfrentamos en una actualidad como la nuestra? Es decir, ¿qué
circunstancias juegan en contra nuestra en esta realidad que parece tan
compleja, y en realidad es de una simplicidad absoluta?
No hablo de
los problemas que están en los hechos objetivos, en los objetos, en las
tecnologías en sí mismas. De lo que voy a hablar no está en lo que sucede, sino
en cómo lo interpretamos. NO hablo tampoco de cómo solucionamos unos u otros
problemas, sino en la perspectiva con que vemos la casuística que se nos
plantea. La cuestión no está en qué vemos, sino en cómo lo vemos, qué uso
hacemos de ello, cómo afrontamos las incertidumbres y las decisiones que hemos
de adoptar.
Hay múltiples
ejemplos al respecto, y siempre se nos viene a la cabeza uno especialmente
melodramático: la energía nuclear puede ser utilizada para generar una energía
altamente eficiente, o para arrasar una ciudad entera. Sin embargo, hay
cuestiones aparentemente más prosaicas pero que contienen preguntas mucho más
inquietantes. No en vano, a nadie le gustaría estar presente en mitad de una
explosión nuclear, pero tampoco en un escape como el de Chernobyl.
Últimamente,
con la presentación de los últimos móviles, y también de las últimas
tecnologías, pujan con enorme fuerza dos fundamentales: la inteligencia
artificial y la realidad virtual, dos cuestiones sobre las que se han realizado
películas de las que Matrix o Terminator pueden ser buenos ejemplos, pero
también se han escrito libros, y se han planteado cuestiones sobre moralidad y
seguridad ante los problemas que pueden derivar al respecto. Sobre esto, campo
de la ciencia ficción y sobre lo que hay tanto material no pretendo decir nada.
Sin embargo,
hay otra vertiente que se desgaja de la problemática principal. Todo empezó con
aquellos enfrentamientos entre la máquina y el hombre en el campo de las
batallas ajedrecísticas, con Kasparov jugándose los cuartos contra Deep Blue.
Hoy en día, el campo de la inteligencia artificial viene instalado en vuestros
teléfonos móviles a través de los asistentes de voz, se utiliza por parte de
Google a la hora de ofreceros resultados en su buscador, y si alguna vez os
habéis fijado, la publicidad que os aparece en las páginas web que visitáis, a
veces está personalizada según lo que hayáis buscado anteriormente. Hace unos
días, leí un artículo que describía como la inteligencia artificial había
conseguido crear canciones. No conozco el proceso detallado, ni tampoco me
interesa, pero indica el camino hacia donde nos lleva este progreso
tecnológico.
Hoy en día
tenemos al alcance de la mano posibilidades de aparecían en películas como
Desafío Total, en donde una aparente ventana que ofrecía una imagen relajante,
en realidad se convertía en un televisor en donde daban las noticias. Podemos
conectar la calefacción con nuestro móvil a trescientos o a tres mil kilómetros
de distancia, antes de llegar después de un viaje de tres semanas en que te
encontrarías la casa helada. Pero también puede localizar tu posición y
encender las luces de entrada según llegas, puede conocer tus gustos musicales
en función de la hora del día y ponerte un poco de clásica tranquila cuando
llegas del trabajo, o un poco de funk cuando estás cocinando. Hay frigoríficos
que te hacen la lista de la compra si empieza a escasear tal o cual producto y
hace el pedido por ti al supermercado para que te lo lleven a casa.
Todo en aras
de facilitarte la vida y que puedas dedicarte a lo que te gusta.
Esto puede
parecer estupendo, pero plantea dos cuestiones que creo que son fundamentales.
Con respecto a que una máquina, procesador o programa pueda componer una
canción de pop, o una sinfonía de música, plantea una visión del arte muy
apartada de mi visión particular. La lleva a un terreno de consumismo absoluto
y despersonalizado en el que la comunicación entre el artista y el oyente queda
completamente destruida. Ya no oirías una canción para saber qué quería decirte
tal o cual compositor. El sentido del arte como divulgador de una cultura, de
una idea, de un trozo de belleza transmitida de un humano para otro humano se
habría roto definitivamente, y no sé si ése es un precio que, al menos yo,
quiera pagar.
También
plantea otra segunda cuestión y es el sentido que damos a nuestro tiempo. El
hombre ha quedado liberado de obligaciones de manera paulatina y tiene cada vez
más tiempo para sí. La tecnología nos ha ofrecido ese regalo, pero también nos
ha arrojado a un mundo nuevo en el que tenemos que elegir qué hacer con ese
tiempo.
Además, de
regalo, se plantea una nueva pregunta: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llevar
esa pretensión por la comodidad? Parece que incluso hacer el esfuerzo de
encender las luces al llegar es algo tedioso, de lo que debemos prescindir, y
así, la cultura del esfuerzo se pierde. La tecnología nos ha dado el tiempo
libre que queríamos, pero en lugar de usarlo en algo que nos apasiona, en eso
que daría sentido a nuestra existencia, quizá lo malgastamos en naderías que no
nos ofrecen la más mínima satisfacción.
Alberto Martínez Urueña
20-10-2016
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