jueves, 20 de octubre de 2016

Un par de cuestiones


            Cuando a veces me pongo trágico, o melodramático, o directamente conspiranoico, me lanzo sin freno por una brecha complicada: ¿cuáles son los principales enemigos a los que nos enfrentamos en una actualidad como la nuestra? Es decir, ¿qué circunstancias juegan en contra nuestra en esta realidad que parece tan compleja, y en realidad es de una simplicidad absoluta?

            No hablo de los problemas que están en los hechos objetivos, en los objetos, en las tecnologías en sí mismas. De lo que voy a hablar no está en lo que sucede, sino en cómo lo interpretamos. NO hablo tampoco de cómo solucionamos unos u otros problemas, sino en la perspectiva con que vemos la casuística que se nos plantea. La cuestión no está en qué vemos, sino en cómo lo vemos, qué uso hacemos de ello, cómo afrontamos las incertidumbres y las decisiones que hemos de adoptar.

            Hay múltiples ejemplos al respecto, y siempre se nos viene a la cabeza uno especialmente melodramático: la energía nuclear puede ser utilizada para generar una energía altamente eficiente, o para arrasar una ciudad entera. Sin embargo, hay cuestiones aparentemente más prosaicas pero que contienen preguntas mucho más inquietantes. No en vano, a nadie le gustaría estar presente en mitad de una explosión nuclear, pero tampoco en un escape como el de Chernobyl.

            Últimamente, con la presentación de los últimos móviles, y también de las últimas tecnologías, pujan con enorme fuerza dos fundamentales: la inteligencia artificial y la realidad virtual, dos cuestiones sobre las que se han realizado películas de las que Matrix o Terminator pueden ser buenos ejemplos, pero también se han escrito libros, y se han planteado cuestiones sobre moralidad y seguridad ante los problemas que pueden derivar al respecto. Sobre esto, campo de la ciencia ficción y sobre lo que hay tanto material no pretendo decir nada.

            Sin embargo, hay otra vertiente que se desgaja de la problemática principal. Todo empezó con aquellos enfrentamientos entre la máquina y el hombre en el campo de las batallas ajedrecísticas, con Kasparov jugándose los cuartos contra Deep Blue. Hoy en día, el campo de la inteligencia artificial viene instalado en vuestros teléfonos móviles a través de los asistentes de voz, se utiliza por parte de Google a la hora de ofreceros resultados en su buscador, y si alguna vez os habéis fijado, la publicidad que os aparece en las páginas web que visitáis, a veces está personalizada según lo que hayáis buscado anteriormente. Hace unos días, leí un artículo que describía como la inteligencia artificial había conseguido crear canciones. No conozco el proceso detallado, ni tampoco me interesa, pero indica el camino hacia donde nos lleva este progreso tecnológico.

            Hoy en día tenemos al alcance de la mano posibilidades de aparecían en películas como Desafío Total, en donde una aparente ventana que ofrecía una imagen relajante, en realidad se convertía en un televisor en donde daban las noticias. Podemos conectar la calefacción con nuestro móvil a trescientos o a tres mil kilómetros de distancia, antes de llegar después de un viaje de tres semanas en que te encontrarías la casa helada. Pero también puede localizar tu posición y encender las luces de entrada según llegas, puede conocer tus gustos musicales en función de la hora del día y ponerte un poco de clásica tranquila cuando llegas del trabajo, o un poco de funk cuando estás cocinando. Hay frigoríficos que te hacen la lista de la compra si empieza a escasear tal o cual producto y hace el pedido por ti al supermercado para que te lo lleven a casa.

            Todo en aras de facilitarte la vida y que puedas dedicarte a lo que te gusta.

            Esto puede parecer estupendo, pero plantea dos cuestiones que creo que son fundamentales. Con respecto a que una máquina, procesador o programa pueda componer una canción de pop, o una sinfonía de música, plantea una visión del arte muy apartada de mi visión particular. La lleva a un terreno de consumismo absoluto y despersonalizado en el que la comunicación entre el artista y el oyente queda completamente destruida. Ya no oirías una canción para saber qué quería decirte tal o cual compositor. El sentido del arte como divulgador de una cultura, de una idea, de un trozo de belleza transmitida de un humano para otro humano se habría roto definitivamente, y no sé si ése es un precio que, al menos yo, quiera pagar.

            También plantea otra segunda cuestión y es el sentido que damos a nuestro tiempo. El hombre ha quedado liberado de obligaciones de manera paulatina y tiene cada vez más tiempo para sí. La tecnología nos ha ofrecido ese regalo, pero también nos ha arrojado a un mundo nuevo en el que tenemos que elegir qué hacer con ese tiempo.

            Además, de regalo, se plantea una nueva pregunta: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llevar esa pretensión por la comodidad? Parece que incluso hacer el esfuerzo de encender las luces al llegar es algo tedioso, de lo que debemos prescindir, y así, la cultura del esfuerzo se pierde. La tecnología nos ha dado el tiempo libre que queríamos, pero en lugar de usarlo en algo que nos apasiona, en eso que daría sentido a nuestra existencia, quizá lo malgastamos en naderías que no nos ofrecen la más mínima satisfacción.

 

Alberto Martínez Urueña 20-10-2016

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