miércoles, 26 de octubre de 2016

Tal como somos

            Tal como somos

            No voy a engañar a nadie si digo que la investidura de Mariano Rajoy es algo que me produce algo más que tristeza. Al margen de que no comparta con el PP prácticamente nada, la principal de mis cuestiones discurre hacia qué tipo de país somos. Un país en el que los escándalos de todo tipo de corrupción, nepotismo, despotismo, delincuencia fiscal, arribismos, guerras cainitas, puñaladas bajo capa o al descubierto, desplantes a las Cortes Generales y un largo etcétera, un suma y sigue interminable, no pasa factura. La impunidad es absoluta. Es un escenario en donde se dan cita todas las tragedias griegas, todas las soflamas shakespirianas y, por supuesto, todas las miserias quijotescas. No es que en el resto de países suceda lo contrario, pero el número de fieles votantes al partido, independientemente de los delitos supuestamente cometidos, es porcentualmente más bajo. O eso pensábamos hasta estas últimas rondas electorales en que la aparición de nuevos actores en las tablas pareció dar nuevos aires de renovación a esta farándula. Pero era falso, y la única diferencia actual no viene del comportarse; la única viene de que dos de los principales partidos sí que están salpicados por supuestos actos delictivos, mientras que a los dos nuevos no se les puede encontrar nada jurídicamente punible. Por ahora. Por mucho que nos saquen al millonetis financiero detrás de los de Rivera, o lo de Venezuela, de la que ya no se acuerda nadie. Sin que nadie nos explique además, que habría de delictivo en eso.
            Pero no voy a entrar en lo que todos sabemos. O al menos lo que sabemos los que miramos sin prejuicios partidistas. A mí me da igual lo que le pase a cualquiera de ellos, y no entiendo la defensa feroz, agresiva, casi bélica, con que empeñan su conciencia los que se interponen de escudo humano entre Mariano, Felipe, Ansar, o el que sea, y sus detractores. ¿Qué sentido tiene? ¿La lógica del mal menor? Esa lógica es la del corto plazo que hipoteca el futuro de nuestros hijos.
            Pero, ¿qué sucede en España, que esas cosas no se pagan? Hay quien argumenta que defender a los partidos tradicionales es una postura de responsabilidad, una visión de Estado, ya que, a pesar de todo, son los más preparados para llevar las riendas de nuestro país. Y esa sí que sería una visión triste. Tener que pagar tales peajes para ser gestionados, más o menos, por los que serían los mejores. Estos serían los mejores. Es una visión para largarse de España sin echar la vista atrás ni derramar una lagrimita.
            Y es que hay que tener en cuenta que todo esto no es consecuencia de nuestros políticos. Los políticos de esta piel de toro son consecuencia de los españoles. Y aquí hay culpas para todos. La pista sobre la principal de todas ellas me la dio Arturo Pérez Reverte, que salía el otro día hablando en la televisión. Con su habitual facilidad de palabra no exenta de mordaz elocuencia, indicó que en España los rivales, en las disputas, ya sean dialécticas o de las otras, no se conforman con convencer; aspiran a silenciar como poco, cuando no a aniquilar, a destruir, a condenar al ostracismo y al olvido. Como hacía el faraón Yul Brynner a Charlton Heston en la fantástica película de “Los diez mandamientos”.
            Nuestro problema no está en que corriente económica hemos de aplicar, como siempre he defendido. Es un problema de los políticos a los que premiamos, a los que elegimos, y por los que nos dejamos engañar. El problema de España es esa elegía que muchos hacen de la incultura y la ignorancia, ese desencanto del que nos autodotamos cuando decimos que no merece la pena hacer nada, porque nada va a cambiar. Esa desesperanza histórica, quizá fruto de haber sido la nación más grande del mundo gracias a nuestros líderes a costa de un precio tal que lo perdimos todo siglos más tarde. Porque entendimos que nuestros líderes nos usaron como peones, aunque muchos se nieguen a aceptar esta gran verdad, que dilapidaron el dinero que llegó de las colonias en su propio beneficio, para su gloria como reyes de un imperio donde no se ponía el sol, mientras los españoles no podían alimentarse o vivir dignamente por mucho pecho que sacarán aquellos hijosdalgos que dejó aquella patraña. Leed libros de aquella época. Salen en todos. E igual que hoy en día, eran capaces de matar o dejarse arrancar el pellejo, según tocase, por una entelequia que llenaba los bolsillos a otros mientras que a ellos no les dejaba ni una mísera tumba donde enterrar sus huesos. Las tierras de Flandes o el Canal de la Mancha están repletos de cadáveres orgullosos. Ni siquiera cuando pudimos elegir, elegimos la libertad: nos postramos como ganado ante Fernando VII igual que un siglo más tarde nos postraríamos ante el único dictador europeo que tuvo la suerte de morir en su cama, tranquilo, y al que se le siguen dedicando misas.
            España es un país anómalo en su entorno. Tiene más miedo a bajarse del burro que a que le robe un trilero con traje y corbata. España vive del orgullo que siente por sus colores –el fútbol será el ejemplo perpetuo–, no de la razón que le permita mirar más allá, y cuando ve su orgullo amenazado, saca la espada y con el cuchillo entre los dientes se lanza con fe ciega a romperse la crisma contra sus propios hermanos. España es, en todas sus facetas, como son los españoles.

Alberto Martínez Urueña 26-10-2016

PD.: Escribo este artículo generalizando. Ya sé que no todos somos iguales, no todos somos esa clase de persona despreciable que describo. Pero no haríamos mal en mirar hacia nosotros en lugar de hacía los demás, por si adolecemos de tales miserias.

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