Todo lo dicho
anteriormente sería más que suficiente como argumento, pero entonces nos
quedaríamos sin mencionar todo lo sucedido este último año. Final apoteósico de
esta obra de teatro, donde los actores se están empleando al máximo. Son ya dos
elecciones y cada vez está más cerca otra para las Navidades. Un folletín con
Mariano haciendo su particular soliloquio en donde interpreta la democracia y
sus reglas de acuerdo a sus propios criterios, en donde se niega a rendir
cuentas al Parlamento, pasa del Jefe del Estado primero y después, exige
contratos de adhesión a sus rivales naturales. Y sus rivales naturales, múltiples
como siempre en nuestra dividida y cainita izquierda, con Pedro a la cabeza, incapaces
de articular el más mínimo discurso explicativo de nada, sin más argumentos que
las soflamas incendiarias de los mítines electorales en donde los aplausos
están estratégicamente dirigidos, con mensajes para burros y analfabetos, sin
el más mínimo atisbo de profundidad o matiz, salvo el que les permite partirse
la cara entre ellos. Todos ellos por último, derechas e izquierdas sobre el
escenario, incapaces de negociar un solo punto de ningún tipo, incapaces
incluso de la mínima cortesía que tendrías con tus muy odiados cuñados el día de
Nochebuena en casa de los suegros comunes.
Seamos
sinceros, no como ellos, incapaces de hablar claro. Bocas perfumadas por el
eufemismo más practicado que no puede ocultar el aliento a podredumbre que
revela su naturaleza vampírica. En cualquier sistema mínimamente organizado,
jerarquizado y estandarizado, hace tiempo que habrían sido cesados. Habrían
buscado a tácticos de los de verdad, esos estadistas capaces de arañar
cualquier miguilla de la mesa de las negociaciones y batirse el cobre si hace
falta con el mismísimo diablo para luego salir sonriendo en la foto sin torcer
un ápice el gesto. Mariano, Pedro y sus adláteres, lo verían todos desde la
máquina de las fotocopias, donde estarían a jornada completa bien vigilados para
que no se lleven los folios a casa.
En cuestiones
de liderazgos, no hablo de dejarlo todo en manos de pirañas de río, capaces de
vender a su madre por incrementar su posición de poder dentro de un
accionariado. Dentro de lo público y sus liderazgos, como decía en la primera
parte del texto, harían falta otros dos puntos. El segundo –mis amigos
neoliberales van a frotarse los ojos, pero cuidado con los matices– consistiría
en reducir de manera drástica el tamaño de la Administración Pública, pero no
de cualquier manera. Con criterios lógicos, económicos, pero también de
justicia. Primero definir claramente los objetivos, y después adecuar los
mejores criterios económicos a éstos. No hacen falta muchos: sanidad universal,
un mercado laboral dinámico, un tejido industrial diverso y competente, pensiones,
educación pública de calidad, investigación, infraestructuras… Eliminar de una
vez por todas ese lastre que llevamos a cuestas derivado de un aparato obsoleto
que bebe de las fuentes conceptuales del estado moderno tal y como se concibió
en el siglo dieciocho: diputaciones, ayuntamientos en pueblos de dieciséis
habitantes y, por supuesto, duplicidades autonómicas fruto de un título VIII de
la Constitución escrito en una noche de desvaríos legislativos en donde más que
la sensatez académica, los que debieron de reinar fueron el alcohol, los ácidos
y la esquizofrenia histórica.
Y el tercer punto
sería dotar a esta estructura de liderazgos de unos incentivos eficaces para
evitar que los dirigentes caigan en la tentación de estar a otras cosas. Si en
las empresas hay bonus por objetivos, igualmente un Consejo de Ministros podría
verse remunerado en caso de conseguir determinados hitos, como unos marcadores
que indicasen un sistema fiscal racional y sencillo, unos porcentajes de paro y
de actividad registrada que no fuesen el hazmerreír de la comunidad
internacional y sujetar su actividad al control de unos organismos que fuesen
verdaderamente independientes, es decir, que lo fueran y lo parecieran.
La madurez,
en las personas, implica en gran medida bajar los pies a la tierra desde los
ideales infantiles y adolescentes y, sin perder la identidad que te hayas
currado, ver cuál es la mejor manera de llevarla a la práctica. La forma menos
traumática de vivir dentro de una sociedad que en gran medida pena las
divergencias y las excentricidades. Una sociedad en donde hay que aprender a
moverse. La madurez de los sistemas sociales también viene determinada por una
evolución desde ideas diversas que conllevan la síntesis de posibles modelos
organizativos hacia la mejor manera para ser llevadas a la práctica. La
necesaria existencia de líderes y también de gestores obliga al establecimiento
de mecanismos y estructuras que permitan su funcionamiento sin que los
ciudadanos acabemos siendo rehenes, como lo estamos siendo hoy en día, de
personajes de naturaleza mediocre, incapaces de gestionar y de liderar a una
sociedad en su conjunto a través de la negociación y el entendimiento, sin
crear bandos irreconciliables y cicatrices fratricidas muy difíciles de cerrar.
Alberto Martínez Urueña
1-10-2016
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