martes, 4 de octubre de 2016

Mediocres. Parte II



            Todo lo dicho anteriormente sería más que suficiente como argumento, pero entonces nos quedaríamos sin mencionar todo lo sucedido este último año. Final apoteósico de esta obra de teatro, donde los actores se están empleando al máximo. Son ya dos elecciones y cada vez está más cerca otra para las Navidades. Un folletín con Mariano haciendo su particular soliloquio en donde interpreta la democracia y sus reglas de acuerdo a sus propios criterios, en donde se niega a rendir cuentas al Parlamento, pasa del Jefe del Estado primero y después, exige contratos de adhesión a sus rivales naturales. Y sus rivales naturales, múltiples como siempre en nuestra dividida y cainita izquierda, con Pedro a la cabeza, incapaces de articular el más mínimo discurso explicativo de nada, sin más argumentos que las soflamas incendiarias de los mítines electorales en donde los aplausos están estratégicamente dirigidos, con mensajes para burros y analfabetos, sin el más mínimo atisbo de profundidad o matiz, salvo el que les permite partirse la cara entre ellos. Todos ellos por último, derechas e izquierdas sobre el escenario, incapaces de negociar un solo punto de ningún tipo, incapaces incluso de la mínima cortesía que tendrías con tus muy odiados cuñados el día de Nochebuena en casa de los suegros comunes.


            Seamos sinceros, no como ellos, incapaces de hablar claro. Bocas perfumadas por el eufemismo más practicado que no puede ocultar el aliento a podredumbre que revela su naturaleza vampírica. En cualquier sistema mínimamente organizado, jerarquizado y estandarizado, hace tiempo que habrían sido cesados. Habrían buscado a tácticos de los de verdad, esos estadistas capaces de arañar cualquier miguilla de la mesa de las negociaciones y batirse el cobre si hace falta con el mismísimo diablo para luego salir sonriendo en la foto sin torcer un ápice el gesto. Mariano, Pedro y sus adláteres, lo verían todos desde la máquina de las fotocopias, donde estarían a jornada completa bien vigilados para que no se lleven los folios a casa.


            En cuestiones de liderazgos, no hablo de dejarlo todo en manos de pirañas de río, capaces de vender a su madre por incrementar su posición de poder dentro de un accionariado. Dentro de lo público y sus liderazgos, como decía en la primera parte del texto, harían falta otros dos puntos. El segundo –mis amigos neoliberales van a frotarse los ojos, pero cuidado con los matices– consistiría en reducir de manera drástica el tamaño de la Administración Pública, pero no de cualquier manera. Con criterios lógicos, económicos, pero también de justicia. Primero definir claramente los objetivos, y después adecuar los mejores criterios económicos a éstos. No hacen falta muchos: sanidad universal, un mercado laboral dinámico, un tejido industrial diverso y competente, pensiones, educación pública de calidad, investigación, infraestructuras… Eliminar de una vez por todas ese lastre que llevamos a cuestas derivado de un aparato obsoleto que bebe de las fuentes conceptuales del estado moderno tal y como se concibió en el siglo dieciocho: diputaciones, ayuntamientos en pueblos de dieciséis habitantes y, por supuesto, duplicidades autonómicas fruto de un título VIII de la Constitución escrito en una noche de desvaríos legislativos en donde más que la sensatez académica, los que debieron de reinar fueron el alcohol, los ácidos y la esquizofrenia histórica.


            Y el tercer punto sería dotar a esta estructura de liderazgos de unos incentivos eficaces para evitar que los dirigentes caigan en la tentación de estar a otras cosas. Si en las empresas hay bonus por objetivos, igualmente un Consejo de Ministros podría verse remunerado en caso de conseguir determinados hitos, como unos marcadores que indicasen un sistema fiscal racional y sencillo, unos porcentajes de paro y de actividad registrada que no fuesen el hazmerreír de la comunidad internacional y sujetar su actividad al control de unos organismos que fuesen verdaderamente independientes, es decir, que lo fueran y lo parecieran.


            La madurez, en las personas, implica en gran medida bajar los pies a la tierra desde los ideales infantiles y adolescentes y, sin perder la identidad que te hayas currado, ver cuál es la mejor manera de llevarla a la práctica. La forma menos traumática de vivir dentro de una sociedad que en gran medida pena las divergencias y las excentricidades. Una sociedad en donde hay que aprender a moverse. La madurez de los sistemas sociales también viene determinada por una evolución desde ideas diversas que conllevan la síntesis de posibles modelos organizativos hacia la mejor manera para ser llevadas a la práctica. La necesaria existencia de líderes y también de gestores obliga al establecimiento de mecanismos y estructuras que permitan su funcionamiento sin que los ciudadanos acabemos siendo rehenes, como lo estamos siendo hoy en día, de personajes de naturaleza mediocre, incapaces de gestionar y de liderar a una sociedad en su conjunto a través de la negociación y el entendimiento, sin crear bandos irreconciliables y cicatrices fratricidas muy difíciles de cerrar.


 


Alberto Martínez Urueña 1-10-2016

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