lunes, 3 de octubre de 2016

Mediocres. Parte I


            Si abres la página de San Google e introduces la búsqueda de reino, o reinado, y lo acompañas de mediocres, te encuentras con multitud de páginas, ensayos, comentarios de todo tipo, estudios y otros textos de gran variedad y calidad. Fundamentalmente, esto sirve para entender, a éste que os escribe, que la idea no es novedosa, pero no por ello, es menos válida. La Real Academia de la Lengua define mediocre, en su primera acepción, como de calidad media. Pero lo que pone en la segunda, en la que indica que también se puede utilizar para clasificar algo como de poco mérito, tirando a malo, me viene a pelo para explayarme en las siguientes páginas.

            Al margen de la ideología que cada uno tenga, el pragmatismo es un valor a tener en cuenta. Lo dije en uno de mis pasados textos, y sigo defendiéndolo. No es ningún secreto que, si bien mis intereses personales deberían ir encaminados a que me bajasen los impuestos, prefiero la opción contraria y que los menos favorecidos de la sociedad puedan recibir sus ayudas sociales. Imagino que como todos. Según a quien preguntes, esto puede ser un ejercicio de estupidez o un ejemplo de caridad. A cada uno lo suyo. El problema subsiguiente en este sistema es que la inocencia corre el riesgo de romperse y descubrir, oh tragedia, que eso que te gustaría dedicar a la sanidad, la educación, la investigación y el desarrollo y la construcción y mantenimiento de infraestructuras, se lo llevan crudo los asesores, las duplicidades, los cargos de competencias difusas y los coordinadores-de-nada. Eso, sin entrar en los contratos que se adjudican a la baja y luego sufren extraños e imprevistos sobrecostes que disparan el presupuesto hasta el infinito y más allá, las tarjetas opacas de las cajas de ahorro y un sinfín de actividades propias de la fauna y flora ibéricas más representativas.

            Al margen de las ideologías, decía, está la práctica, o dicho de otra manera, la gestión, y es aquí donde entra directo al corazón, como la daga que Bruto le ensartó a Julio César, el adjetivo calificativo que titula mi escrito. Mediocres. Los dirigentes que están al frente de lo público, aquellos que han sido elegidos por sus partidos políticos, los que han subido a base de colegueos, mamandurrías, chupeteos y toda una larga variedad de epítetos dignos de esos reptadores de la escoria. Los últimos en liza, por no retrotraernos demasiado, han demostrado que, además de obedecer a intereses que nada afectan al bien común y los intereses generales del Estado, han realizado una gestión económica, patrimonial y directiva que habría supuesto la quiebra en bloque de cada una de las secciones en que se dividiese cualquier multinacional, incluida su matriz. De hecho, cuando se les ha dejado al cargo de algo parecido, como es el mencionado caso de las cajas de ahorros, han conseguido no ya solamente llevarlas a la quiebra, extremo admisible en el sistema llamado capitalismo, sino que además lo han ejecutado con desvergüenza, delincuencia y soberbia. Las tres Marías. Las Administraciones Públicas no pueden quebrar, pero lo harían en cualquier otro sistema. Han instaurado, como bien creo que demuestran los hechos, el reinado de los mediocres.

            Por eso, por aquello de ser pragmático, cada vez estoy más convencido de que la Administración española, tal y como funciona –y yo, trabajando donde trabajo, conozco un poco el asunto– está condenada al ostracismo económico. Necesitaría, visto desde esta particular perspectiva, de tres puntos que por desgracia creo imposibles de alcanzar. En primer lugar, y esto lo defenderé donde sea, equiparar el salario del Consejo de Ministros a los salarios que perciben los directores y consejeros delegados de las empresas más punteras de nuestro país. Si nos han de dirigir tiburones amantes de la pasta y el lujo, prefiero que lo hagan los más preparados, los que se partirán los cuernos por llegar a esos cargos y permanecer en ellos. Que el señor Presidente del Gobierno gane 78.966,96 euros, y un Ministro 69.671,76 es un río en donde únicamente van a querer pescar los trileros de baja estofa, los estafadores del tocomocho. Así nos va. Si queremos alguien que sea capaz de hacerlo aceptablemente bien, quizá deberíamos estar dispuestos a fichar jugadores de otras ligas.

            Pero ya no es únicamente la cuestión con respecto a los liderazgos en el Consejo de Ministros, que por supuesto. El espectáculo a que nos tienen acostumbrados los partidos políticos en los últimos tiempos tiene que acabar de una vez por todas. La historia del PP, la de los últimos tiempos desde luego, y la de los dudosos primeros también –Naseiro se libró por uno de esos defectos procedimentales que insultan al sentido común, no por su inocencia– se asemeja peligrosamente a lo que podríamos considerar el guion de una película de cine negro. Dirigentes que se salvan porque no aparecen firmando los papeles, y en su lugar, los lugartenientes pagan el pato con cárcel y paseíllo público ante la atónita y ensayada mirada de sus jefes, que no sabían nada. No me consta, decía Cospe. Y la última de los socialistas es de traca. Acostumbrados a un más-difícil-todavía, como si vivieran acomplejados por la falta de atención mediática, más centrada en los peperos, han preparado una fiesta de traición, sangre e incesto digna de los mejores Borgia. Y es que los dirigentes de ambos partidos son dos personas que serían buenas en otras cosas, pero no tienen carisma, les falta discurso, no generan la más mínima empatía, y el entusiasmo de sus filas hace tiempo que merece una muy inspirada necrológica.

 

Alberto Martínez Urueña 1-10-2016

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