Si abres la
página de San Google e introduces la búsqueda de reino, o reinado, y lo
acompañas de mediocres, te encuentras con multitud de páginas, ensayos,
comentarios de todo tipo, estudios y otros textos de gran variedad y calidad.
Fundamentalmente, esto sirve para entender, a éste que os escribe, que la idea
no es novedosa, pero no por ello, es menos válida. La Real Academia de la
Lengua define mediocre, en su primera acepción, como de calidad media. Pero lo que pone en la segunda, en la que indica
que también se puede utilizar para clasificar algo como de poco mérito, tirando a malo, me viene a pelo para explayarme en las
siguientes páginas.
Al margen de
la ideología que cada uno tenga, el pragmatismo es un valor a tener en cuenta.
Lo dije en uno de mis pasados textos, y sigo defendiéndolo. No es ningún
secreto que, si bien mis intereses personales deberían ir encaminados a que me
bajasen los impuestos, prefiero la opción contraria y que los menos favorecidos
de la sociedad puedan recibir sus ayudas sociales. Imagino que como todos. Según
a quien preguntes, esto puede ser un ejercicio de estupidez o un ejemplo de
caridad. A cada uno lo suyo. El problema subsiguiente en este sistema es que la
inocencia corre el riesgo de romperse y descubrir, oh tragedia, que eso que te
gustaría dedicar a la sanidad, la educación, la investigación y el desarrollo y
la construcción y mantenimiento de infraestructuras, se lo llevan crudo los
asesores, las duplicidades, los cargos de competencias difusas y los
coordinadores-de-nada. Eso, sin entrar en los contratos que se adjudican a la
baja y luego sufren extraños e imprevistos sobrecostes que disparan el
presupuesto hasta el infinito y más allá, las tarjetas opacas de las cajas de
ahorro y un sinfín de actividades propias de la fauna y flora ibéricas más
representativas.
Al margen de
las ideologías, decía, está la práctica, o dicho de otra manera, la gestión, y
es aquí donde entra directo al corazón, como la daga que Bruto le ensartó a
Julio César, el adjetivo calificativo que titula mi escrito. Mediocres. Los
dirigentes que están al frente de lo público, aquellos que han sido elegidos
por sus partidos políticos, los que han subido a base de colegueos,
mamandurrías, chupeteos y toda una larga variedad de epítetos dignos de esos reptadores
de la escoria. Los últimos en liza, por no retrotraernos demasiado, han
demostrado que, además de obedecer a intereses que nada afectan al bien común y
los intereses generales del Estado, han realizado una gestión económica,
patrimonial y directiva que habría supuesto la quiebra en bloque de cada una de
las secciones en que se dividiese cualquier multinacional, incluida su matriz.
De hecho, cuando se les ha dejado al cargo de algo parecido, como es el
mencionado caso de las cajas de ahorros, han conseguido no ya solamente
llevarlas a la quiebra, extremo admisible en el sistema llamado capitalismo,
sino que además lo han ejecutado con desvergüenza, delincuencia y soberbia. Las
tres Marías. Las Administraciones Públicas no pueden quebrar, pero lo harían en
cualquier otro sistema. Han instaurado, como bien creo que demuestran los
hechos, el reinado de los mediocres.
Por eso, por
aquello de ser pragmático, cada vez estoy más convencido de que la
Administración española, tal y como funciona –y yo, trabajando donde trabajo,
conozco un poco el asunto– está condenada al ostracismo económico. Necesitaría,
visto desde esta particular perspectiva, de tres puntos que por desgracia creo
imposibles de alcanzar. En primer lugar, y esto lo defenderé donde sea, equiparar
el salario del Consejo de Ministros a los salarios que perciben los directores
y consejeros delegados de las empresas más punteras de nuestro país. Si nos han
de dirigir tiburones amantes de la pasta y el lujo, prefiero que lo hagan los
más preparados, los que se partirán los cuernos por llegar a esos cargos y
permanecer en ellos. Que el señor Presidente del Gobierno gane 78.966,96 euros,
y un Ministro 69.671,76 es un río en donde únicamente van a querer pescar los trileros
de baja estofa, los estafadores del tocomocho. Así nos va. Si queremos alguien
que sea capaz de hacerlo aceptablemente bien, quizá deberíamos estar dispuestos
a fichar jugadores de otras ligas.
Pero ya no es
únicamente la cuestión con respecto a los liderazgos en el Consejo de
Ministros, que por supuesto. El espectáculo a que nos tienen acostumbrados los
partidos políticos en los últimos tiempos tiene que acabar de una vez por
todas. La historia del PP, la de los últimos tiempos desde luego, y la de los dudosos
primeros también –Naseiro se libró por uno de esos defectos procedimentales que
insultan al sentido común, no por su inocencia– se asemeja peligrosamente a lo
que podríamos considerar el guion de una película de cine negro. Dirigentes que
se salvan porque no aparecen firmando los papeles, y en su lugar, los
lugartenientes pagan el pato con cárcel y paseíllo público ante la atónita y
ensayada mirada de sus jefes, que no
sabían nada. No me consta, decía Cospe. Y la última de los socialistas es
de traca. Acostumbrados a un más-difícil-todavía, como si vivieran acomplejados
por la falta de atención mediática, más centrada en los peperos, han preparado
una fiesta de traición, sangre e incesto digna de los mejores Borgia. Y es que
los dirigentes de ambos partidos son dos personas que serían buenas en otras
cosas, pero no tienen carisma, les falta discurso, no generan la más mínima
empatía, y el entusiasmo de sus filas hace tiempo que merece una muy inspirada necrológica.
Alberto Martínez Urueña
1-10-2016
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