martes, 5 de julio de 2016

La importancia de la idiosincrasia


            Es una cuestión de una relevancia fundamental, pero que además aquí en España, con esa tendencia tan imbécil de politizar hasta el tiempo razonable que pasar en el retrete, tiene implicaciones notables. Hemos visto como nuestros responsables políticos han hecho una campaña electoral capaz de sonrojarles incluso a ellos –aunque no lo reconozcan en público– en la que no se ha tocado ninguno de los temas relevantes para nuestro futuro. De la cuestión acerca del sistema de pensiones con el que este fin de semana nos han sacudido en toda la testa hablaremos con cuidado. Igualmente, de la cuestión energética y toda la oscuridad transilvana que lo rodea, conectada con la necesidad de evolución tecnológica de mi texto anterior. Hoy empiezo con una historia que me ha sucedido y que me provocó una sincera y profunda necesidad de cometer algún acto del que luego me arrepentiría.

            Por no poner nombres como acostumbro, pues no es misión mía la de juzgar a nadie, mantuve hace unos días una paradigmática conversación con un conocido bien relacionado. Comentamos como iba la vida, la familia, los negocios, esas cosas… Entre esas buenas conexiones que le atribuyo está la de un arquitecto que se mantiene a flote después del boom inmobiliario. Entre otras explicaciones, la bonanza venía de los contratos de obras en cierto sector fundamental de la economía, ya que eran expertos en ese tipo de construcciones –nada en contra– y que además, se solía saber a quién le iba a corresponder cada contrato. Eso último, lo dijo con una sonrisa. Y os juro que tuve que realizar ímprobos esfuerzos para no cagarme en sus muertos.

            Seguidamente, sigo por otra “conversación” vía Facebook con un tipo excelente por cierto, al respecto del fútbol español. Genéricamente, podemos hablar de las deudas que la Agencia Tributaria y la Seguridad Social permiten a los clubes y la manga ancha que aplica a sus trabajadores, los deportistas. En concreto, la conversación versaba sobre la condena europea a determinada entidad por recibir ayudas de Estado ilegales. Y en la conversación se mezclaban los amores por tal club deportivo y cómo, a mi modo de ver, estos clubes –lo hacen todos– se aprovechan de las prístinas emociones que recubren las tripas de los aficionados para obtener estas prebendas. Por supuesto que respeto absolutamente esas emociones y jamás se me ocurriría juzgarlas. Sin embargo, en ciertos casos, estamos llegando al punto de que consideramos denunciable el fraude fiscal, pero no aplicamos esa denuncia con la misma contundencia que lo haríamos de ser, por ejemplo, un político de una formación política con la que no comulgamos. Creo que me explico.

            Un caso paradigmático es el tema de la cultura. Nadie en su sano juicio denuesta la Cultura con mayúsculas, pero sí que se cuestiona que tal o cual acto cultural deba recibir ese apelativo si acaso la orientación ideológica del artista no nos cuadra. Un nuevo ejemplo de cómo la escala de valores puede estar pervertida. En este campo, hay que mencionar la confusión que generan dos conceptos: por un lado el acceso libre a la cultura, y por otro, que ésta sea gratuita, imbricándose de manera ineludible con la cuestión por antonomasia de nuestra era digital, la piratería. Si bien hay que apostar por las fórmulas necesarias para que la cultura, en todas sus manifestaciones, esté al alcance de cualquiera que pretenda disfrutar de ella, no es menos cierto que los artistas también tienen la mala costumbre de alimentarse para vivir, y eso sólo se hace con dinero en la cartera. Por otro lado, la crítica hacia los multimillonarios que han conseguido sobresalir en su campo habla más del crítico que del criticado: no deja de ser un mensaje preñado de envidia. El debate respecto a la piratería se introduce en la segunda cuestión, en la de si la cultura ha de ser gratis, y mi postura está a favor de quien ocupa su tiempo en crear obras de arte que me alimentan el alma. Si le obligo a tener un trabajo de siete a tres, o incluso de los peores que circulan por ahí, probablemente la calidad de su trabajo se resienta, o acabe siendo inexistente.

            Una de las cuestiones acerca de la idiosincrasia ibérica que siempre me ha perturbado es la facilidad que tenemos para creernos con firmes principios y valores honestos que, sin embargo, cuando perjudican a nuestras emociones y querencias, se diluyen como un terroncillo de azúcar. Esto habla de una gran capacidad empática, pero igualmente nos expone a ser víctimas de nosotros mismos, demostrando, de hecho, una habilidad dialéctica reseñable para justificar semejante laxitud de nuestro juicio según el caso. Pienso que para que España pueda llegar a ser un país apto para nuestros hijos, deberíamos vacunarnos de nosotros mismos, en lugar de delegar una y otra vez en los poderes públicos la exigencia de ejemplaridad que muchos no somos capaces de mantener si siquiera en lo más básico. Amen de una terrible prepotencia que, por un lado, nos impide ver nuestras propias miserias, y por otro, nos convierte en los mejores seleccionadores nacionales, médicos de nuestras enfermedades, expertos fiscales y sabiondos de los cojones en cualquier materia que nos pongan por delante, sin que admitamos la más nimia discrepancia por muy razonada que esta sea. En definitiva, gobernadores caprichosos de nuestra propia ínsula de Barataria representada fielmente por nuestras volátiles prioridades, adalides de pacotilla de la cultura que sólo enarbolamos como bandera cuando obedece a nuestros intereses. 

Alberto Martínez Urueña 5-07-2016

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