Hoy
es uno de esos días tristes en que los españoles nos volveremos a dividir en
posturas irreconciliables. Quizá no tanto en la forma como en el fondo, pero al
final lo que queda es que habrá dos bandos, y ambos quedarán, una vez más,
irreconciliables.
Hay
un hecho objetivo que no puede soslayarse: el día seis de junio de este año
cientos de miles de causas judiciales abiertas quedaran sujetas a una difícil e
inexorable decisión de trascendencia imposible de calcular a priori. El día
seis de Diciembre, en vísperas de la campaña electoral y de una forma dudosa, el
Gobierno aprobó la reforma de nuestro sistema judicial según la cual el periodo
de instrucción no puede durar más de seis meses. Llegado ese punto, el fiscal
debe decidir si llevar el caso a juicio, si sobreseerlo, o si se han de ampliar
las actuaciones otros dieciocho meses. Habrá quien opine que entre esas
opciones están perfectamente comprendidas todas las posibilidades y que es
razonable que sean los expertos quienes decidan tales extremos. Pudiera ser.
Pero hablamos de cientos de miles de causas para dos mil quinientos fiscales.
Echad cuentas, y comprobaréis que lo que el papel soporta sin problemas, se
convierte en un absoluto disparate únicamente digno de quien no entiende de qué
hablan los expertos cuando hablan del colapso de la justicia.
No
quiero entrar en cuestiones superfluas con este tema. Además, de hacerlo, me
iría a varias páginas de soflamas incendiarias contra este Gobierno al que, en
todo caso, me cuidaré de definir más adelante en base a los hechos, y no
únicamente a mis preferencias políticas o económicas. Llamo cuestiones
superfluas a todos los escándalos de corrupción que embadurnan al mismo partido
que dictó esta modificación. Si hablo de que son evidentes las intenciones, lo
más sencillo será matar al mensajero, acusándole de demagogia. Y no estoy por
la labor de ponerlo tan fácil.
Más
allá de la delincuencia rampante que ha caracterizado a muchos gobiernos
populares, hay cuestiones muy preocupantes por otros motivos. Y es que
determinadas medidas y orientaciones en las decisiones políticas son igualmente
esperpénticas. Como lo de la reforma que os contaba en el primer párrafo. Es
cierto que la justicia lenta y a destiempo no es justicia, pero hay otras
formas de intentar solucionar el problema que no condenan a una mala
instrucción los casos que, precisamente por su complejidad no son capaces de
cumplir un plazo de seis meses, ridículo a toda vista. En España, estos y otros
problemas relevantes siempre han seguido el mismo proceso. Primero se calcula
si se van a poder solucionar en menos de cuatro años, y en caso de que la
respuesta sea negativa, se olvida y punto. No sería justo ni decente que de los
esfuerzos de un gobierno de una determinada orientación, se beneficiase otro
partido político que llegase al cargo. Eso sí, mientras tanto, los ciudadanos
seguiremos puteados durante siglos. Sin recursos para casos graves y flagrantes
como es el de la Justicia, pero también sin ellos para las listas de espera
sanitarias, la falta de efectivos en la lucha contra el fraude fiscal, la
saturación de las aulas –al señor Wert cuarenta alumnos por clase le parecía
razonable– o la falta de inversión en I+D+i.
Pero
en el caso de que el problema pueda solventarse en menos de cuatro años, la
cosa se complica. Aquí, se verificarán parámetros tales como en qué momento se
acabarán las obras para que el ciudadano vea las calles bonitas, en qué momento
nos marcamos una rebaja fiscal que nos haga quedar como a los buenos –aunque
desde Europa tengan la sensación de que alguien del Gobierno se haya tomado un
ácido–, en qué momento aumentamos el gasto público para falsear las cifras del
PIB y aumentamos el empleo o en qué momento aumentamos la oferta pública de
empleo para que nos vean gente comprometida con el servicio público.
Herramientas de marketing. Pero ninguna buena para el ciudadano. Nuevamente
puteado.
Pero
no rompo ninguna lanza por nadie, porque luego estas herramientas cuelan. Por
un lado suavizan la hostia que se llevarían los criminales en las urnas, y por
otro, dan las suficientes excusas para que los votantes de la organización
criminal puedan justificar el sentido de su voto. Cuando llegue el veintiséis
de Junio, ninguno de ellos se acordará de que no ha sido ningún partido comunista
el que no ha cumplido con el déficit, pero que además, adoptó medidas electoralistas
que lo castraron. No fue un partido de los heterodoxos los que aprobaron una
amnistía fiscal con la que flipamos todos, ni los que impusieron un impuesto al
sol que nos ha convertido nuevamente en un hazmerreir internacional, además de
condenarnos al ostracismo tecnológico en materia energética. Y se habrán
olvidado de que no fue un antisistema el que se olvidó de que su obligación era
dar cuentas de lo que hacía al único órgano en donde reside la soberanía
nacional, las Cortes Generales.
Cuando
te empapas de las noticias de corrupción que empantanan el panorama nacional, y
también de la escasez de recursos para luchar contra ella, comprendes muchas
cosas. Que esto no es cuestión de la globalización, de un sistema económico
injusto o del G-300. Esto va de organizaciones criminales que por un lado
deciden las leyes y los euros dedicados a luchar contra ello, y por el otro
aprovechan los huecos para drenar los recursos económicos de la ciudadanía para
llevárselos a Suiza, a Panamá y a todos esos territorios que nada tienen que
ver con el orgullo patrio que enarbolan. Y también va de los que se lo
permiten.
Alberto Martínez
Urueña 18-05-2016
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