Cuando los
frikis de la economía nos ponemos a charlar, como solemos hacer mis amigos
Alfredo, Franky y yo mismo, y hacemos análisis sesudos sobre tal o cual medida
para intentar salvar el mundo, no acabamos de ponernos de acuerdo. Cada cual
entiende causas y efectos, motivaciones de los agentes y sus incentivos
económicos de una manera o de otra, más neoliberal o más keynesiana. Al final
son dos maneras de entender la realidad, y como en cualquier ciencia social que
se precie, la respuesta nunca está demasiado clara. Y es que esto no es una
ciencia exacta, por mucho que los pseudocientíficos de la Comisión Europea, del
Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial pretendan vendernos una
verdad unívoca que no existe.
Sin embargo, cuando
estudias en la facultad todas esas ecuaciones maravillosas que funcionan tan
bien sobre el papel, ninguna de ellas incluye una problemática específica, o al
menos, no las que me explicaron a mí en las clases de teoría económica. Ninguna
de esas ecuaciones considera la avaricia desmedida de los poderes fácticos y la
detracción de recursos de la economía que provocan con unas acciones tan
sencillas como son las de evasión y elusión fiscal a través de los paraísos
fiscales.
Es más, gran
cantidad de los debates públicos, desde hace años, tales como los problemas de
financiación de la Sanidad, la Educación, los servicios públicos, las
pensiones, se basan en la incapacidad del sistema para financiarlos debido al
creciente coste que suponen, al envejecimiento de la población, a la falta de
crecimiento económico sostenible en el medio y largo plazo, a la crisis de los
países emergentes… Y todas las teorizaciones creadas ad hoc intentan explicar
esta problemática en base a sesudos estudios repletos de datos recopilados mediante
procedimientos estadísticos arduamente elaborados, encuestas, estudios macroeconómicos
de medición del PIB que tratan de contarnos cómo el ratio entre ingresos que
tenemos y costes que suponen estos servicios cada vez es más desfavorable. Cada
universidad con sus expertos y con sus enfoques, por supuesto.
Y luego
resulta que no va de esto. No va de que cada vez haya menos cotizantes a la
seguridad social en función del número de jubilados. No va de que cada vez haya
más parados en relación con el número de afiliados, ni ratios y correlaciones
casuales entre la tasa vegetativa de la población y su relación con el
porcentaje de personas mayores de setenta y cinco años. O al menos no va
fundamentalmente de esto. No, no, es una cuestión relacionada con los nuevos
bucaneros del siglo XXI, o más bien, es la misma cuestión de siempre, la de
todos los siglos, la de los que se lo llevan crudo. Y la de los que lo permiten.
Esos que crean sistemas fiscales y judiciales llenos de boquetes por la que se van
escapando los millones que no se dedican a pagar impuestos y a inversión
productiva. Y creando una red de desinformación suficiente que despiste las
atenciones para que el tinglado no cante demasiado. No es una cuestión de
ideología, como siempre defiendo; tiene más que ver con una estructura criminal
con dos ramas, una encargada de llevarse la pasta y otra encargada de crear las
estructuras que lo permiten. Y luego se lo reparten, lo mandan a sus cuentas
opacas con la que financian sus lujos. Mientras, el discurso oficial argumenta
que no pueden subir los impuestos a los ricos porque se llevarían el dinero a
otros lugares. Manda huevos… Esto lo hacen sin necesidad de subírselos.
Y no voy a
entrar en los conglomerados de empresas que, de una forma u otra, se relacionan
con nuestros dirigentes públicos. Unos tienen participaciones directas en
empresas y otros las fundan y después les adjudican contratos; o primero
legislan a su favor y después pasan a formar parte de su plantilla, ya sea como
consejeros delegados, ya sea como asesores externos. A todos ellos les interesa
la existencia de los paraísos fiscales. A todos ellos les beneficia.
En el año dos
mil ocho, con la brutal crisis económica, la caída de Lehman Brothers y los
ciudadanos pidiendo cabezas que cortar, los dirigentes mundiales clamaron al
cielo contra estos lugares. Igual que durante los siglos XVI y XVII, cuando una
de esas ramas de la estructura mafiosa decían perseguir a la otra al tiempo que
firmaban patentes de corso a gente de dudosa honorabilidad como el capitán Drake,
que tenían sus refugios tanto en el Caribe como bien cerquita de sus reyes, los
antiguos políticos. Nada nuevo bajo el sol, salvo que hoy en día nos han
vendido la aparente libertad de poder elegir cada cuatro años quién va a ser el
encargado de seguir permitiendo que este latrocinio se perpetúe.
No os preocupéis:
la furibunda velocidad mediática sepultará esos papeles de Panamá con la misma
eficacia que las canciones del verano se suceden una tras otra inhumando bajo
sucesivas capas de mediocridad a la cultura musical de nuestro tiempo. Y nos
quedará, dentro de otros tres o cuatro años, que alguien vuelva a descubrir el
dorado: una nueva filtración en la que, cambiando el nombre de Panamá por otro
distinto, asistiremos anonadados a un listado de nombres y apellidos que
aglutine, como ha sucedido esta semana, una desvergüenza contra la que no sabremos
cómo luchar.
Alberto Martínez Urueña 7-04-2016
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