La economía
se podría definir como el arte de crear problemas donde antes no había para generar
soluciones que posteriormente se vendan en el mercado, soluciones que, a ser
posible, produzcan nuevos problemas que deban ser solucionados por nuevos
avances que permitan ir aumentando el círculo de influencia para, de esa forma,
crear progresivamente una sociedad en la que las interconexiones sean tan
fuertes que no haya manera de deshacer ninguno de estos nudos gordianos.
Hay un punto
en la evolución del hombre en que la naturaleza pasó de ser una más de nuestro
grupo social a ser una herramienta de la que sacar partido a través de
ecuaciones más o menos complejas de producción en donde ella sería un input o
factor de producción cuya productividad habría que maximizar. De esta
naturaleza ya pervertida, como si de un truco de magia se tratase, se escindió una
de sus partes fundamentales: la encargada de protegerla. Y se trató como si
fuese algo apartado, se le denominó factor trabajo, fuerza trabajadora o labor.
En definitiva, el hombre.
El objetivo:
la producción de bienes y servicios. Unos para el consumo, convirtiendo a éste
en un fin en sí mismo con el que alimentar la maquinaria a través de los
ingresos generados por sus ventas. Otros como bienes de equipo o inversión que
incorporar directamente al proceso productivo, convertidos en el factor capital.
Esta subsiguiente
producción de bienes y servicios cierra el círculo y convierte el proceso
económico capitalista en un fin en sí mismo. Un proceso en teoría pensado para
el hombre, para facilitar su vida a través del consumo de bienes y servicios
producidos por el sistema, partiendo de la premisa de que el ése es el objetivo
del ser humano, su finalidad última: el consumo, identificado tautológicamente
con la felicidad. Básicamente, nos dice que la felicidad del hombre viene
determinada cualitativamente por una función matemática de utilidad que
sintetiza un alma productora de deseos que han de ser satisfechos, deseos que únicamente
se sacian a través de tal consumo. Está es la definición que de nosotros hace
la economía, convirtiéndonos en un ser conocido como homo economicus, vendiéndonos
la falsa sensación de que somos el centro del sistema, cuando en realidad lo
único que somos es una herramienta más del mismo al servicio de alguien que no
conocemos. Y, ojo, gracias al proceso tecnológico que permite la sustitución de
factor trabajo por factor capital, somos una herramienta cada vez más
prescindible en términos numéricos. Cada vez le sobran más seres humanos al
sistema, y si el equilibrio de precios entre factores nos convierte en el factor
más barato, vamos de cabeza hacia un modelo de sistema en que los trabajadores
menos cualificados cada vez cobrarán menos y serán más los marginados y
excluidos de ese sistema por la vía de la obsolescencia.
En realidad,
el ser humano es en sí mismo un sistema en continuo desequilibrio. Nadie es
perfectamente estable, y las pulsiones que nos mueven son evidentes y nos
llevan de un lugar a otro, haciéndonos evolucionar. Impidiéndonos esa supuesta
estabilidad que la mente, en su espejismo, persigue. El simple paso del tiempo,
el envejecimiento, hace que la percepción del mundo que nos rodea sea
diferente, y por lo tanto nuestra realidad interna, continuamente cambiante. Y por
lo tanto, necesitemos de adaptación constante.
En esos
procesos, podemos mejorarnos o deteriorarnos. No es posible, salvo en cortos periodos
de tiempos, permanecer inalterable. Incluso las montañas que parecen eternas
sufren la erosión del tiempo. Por desgracia, el camino para mejorarnos requiere
de esfuerzo, mientras que el camino que nos deteriora es muy sencillo. Basta
con no preocuparse de mejorar para empezar a decaer. Del mismo modo que el
globo aerostático necesita de la llama que calienta el aire de su interior y
disminuye su densidad para evitar el descenso descontrolado, nosotros
necesitamos de impulsos que nos eviten caer en nuestros particulares abismos.
De alguna
manera, hemos de cuidarnos de nosotros mismos, prestarnos la atención que
merecemos. Hacernos caso. Por desgracia, esa definición de economía, esa
orientación hacia el consumo, ese impulso de satisfacer deseos infinitos
mediante el aprovechamiento de recursos escasos nos lleva en la dirección
contraria. Retiene nuestra atención en la lucha por esos recursos y en la
angustiosa necesidad de satisfacer esos deseos que se nos convierten en
necesidades básicas sin que verdaderamente lo sean. Algo sin lo que no
sabríamos vivir. O eso nos dicen. Esa definición de economía nos lleva a mirar
hacia el exterior y a olvidarnos de nosotros mismos. Y satisfacer esos deseos
infinitos no es preocuparnos de nosotros mismos, es hacer caso a los anuncios
publicitarios que nos dicen lo que necesitamos para ser felices. Lo que nos
dicen otros, no lo que nosotros averiguamos de nosotros mismos cuando nos
observamos con detenimiento. Lo de los anuncios publicitarios no es más que
otra droga que nos genera un terrible síndrome de abstinencia del que es
complicado liberarse.
El camino
para mejorarnos es otro.
De todas
formas, en esta vida, no hay nada que sea blanco o negro. Todo está lleno de
tonalidades multicolores, y el blanco y el negro sólo son dos colores con los
que se da un contraste u otro al resto de realidades que nos rodean. En unas
cosas mejoras, en otras caes un poco. Aunque parezca contradictorio, creo que
la sociedad va de culo, pero el ser humano individual nunca tuvo tantas
posibilidades para mejorarse como las que tiene hoy en día. Cuando alguien me
pregunta sobre las soluciones para los textos apocalípticos que algunas veces
escribo, siempre digo que a nivel social, ya hemos descubierto que las grandes
revoluciones nunca solucionaron nada. Quizá es el momento de probar otras
posibilidades.
Alberto Martínez Urueña
18-04-2016
PD: No estoy en contra de la economía per se. Estoy en contra
de que nos joda la existencia, pero como organización del trabajo tiene cierta
utilidad.
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