Ni mucho ni
poco, o al menos no me encuentro por encima de mis genes castellanos cuando
hablamos de agorero, negativo o pesimista. Si hubiera nacido en Cádiz tendría
más gracia, y de haberlo hecho en Cataluña sería más pragmático y dispuesto. En
Castilla nos hemos llevado ya tantos palos desde aquel imperio en el que no se
ponía el sol que hemos aprendido por las bravas que todo cambia, que nada dura
eternamente, y que a lo mejor no merece la pena ser tan ambicioso como el amigo
anglosajón y su marca blanca, la yanqui. Hemos recibido palos, y los seguimos
recibiendo, y asistimos anonadados a los datos sin saber muy bien qué hacer con
ellos, cómo reaccionar ante la debacle interna de una tierra que no quería
nadie, conquistada por las bravas –o eso dicen– y poblada por la fuerza desde
aquellos primeros siglos. Únicamente se quedaron aquellos cuyo carácter
estuviera en consonancia con estos inviernos largos y duros, de pueblos
aislados, y estos veranos en los que el sol parece querer resecar los cantos de
los recatos exánimes.
Quizá es lo
que está detrás de la despoblación que hemos sufrido desde hace décadas, desde
la época de Paco y sus huestes, ese tipo chaparro y gracioso –aunque fuera
gallego– al que la falta de un huevo le llevó a querer demostrar su hombría a
toda costa. Un simple dato sirve para ejemplificar lo que está sucediendo:
según datos del INE, en veinticinco años se ha pasado de 468.000 jóvenes menores
de treinta años a 286.000 en las capitales de provincia, sobre todo en Valladolid,
situación que se puede explicar por el crecimiento del alfoz, pero también por
la progresiva huida de estos jóvenes a ciudades en donde las posibilidades
económicas fueran reales. Parece que en los últimos años todo queda explicado
por la crisis económica, pero esto pasa desde antes del dos mil siete. Unido a
la tendencia vegetativa occidental que nos está convirtiendo en una sociedad de
personas mayores, nos da una descripción sucinta y somera del verdadero
problema al que nos vamos a enfrentar en los años venideros.
¿Qué ha
sucedido en Castilla para que ocurra esta catástrofe? La debacle del medio
rural es evidente: los trabajos del campo están cada vez peor pagados, son
ocupaciones eminentemente físicas, duras y sin vacaciones estables, dependientes
de un factor aleatorio como es la climatología y establecidas en lugares
remotos donde las posibilidades de ocio muchas veces no incluyen ni tan
siquiera Internet. El campo es muy bucólico, y a muchos nos gusta dar un paseo
por sus caminos de vez en cuando; pero de ahí a sufrir sus incomodidades, va un
trecho. Sin embargo, estas condiciones no se dan en las ciudades. Sin lugar a
dudas, ninguna de nuestras capitales puede competir en ofertas de ocio con
Madrid o Barcelona; pero aquí, el proceso de descomposición ha sido el
contrario: la escasez de demanda provocada por el éxodo de jóvenes ha provocado
que las ofertas de ocio que una vez fueron hayan dejado de ser rentables, y que
además, no surjan otras nuevas.
¿A qué
obedece este éxodo de jóvenes? Todas las disciplinas que estudian estos
factores hablan de lo mismo. Digo todas las disciplinas, y digo todos los
expertos, porque aquí cada uno podrá tener su opinión, pero si hay estudios
medianamente serios al respecto, prefiero dar a estos una credibilidad superior
que a las conversaciones barra de bar o a los discursos electorales. Y la
explicación pasa, inicialmente y de manera estructural, por la escasez de
ofertas de trabajo que hay en nuestra comunidad. Sin lugar a dudas, el ser
humano, y el castellano se precia de serlo, da prioridad a las posibilidades de
llenar el buche, el suyo y el de su presente o futura familia, y si en su
tierra no le dan para comprar pan, se va a otros lugares donde sí que lo haya.
El fenómeno de la inmigración en estado puro, la migración por motivos
económicos, la causa de migración por excelencia en la historia de la
humanidad, por encima de la provocada por conflictos bélicos. Los pobres se van
a donde puedan dejar de serlo. Del campo a las ciudades, y ahora de las
ciudades a las macrociudades.
La verdad es
que no sé si esto podría haber tenido solución. Pienso en los poderes públicos
de mi comunidad que durante años, decenios, se han estado llenando la boca con
las medidas que pretendían adoptar, los recursos con que las iban a dotar, las
facilidades para crear o establecer nuevas empresas, las ayudas públicas,
subvenciones y demás gabelas… Todos los anuncios publicitarios que, como en
muchas ocasiones en política y en esta comunidad, se quedaron en baba bendita
que escupir en periodos electorales. Nuestros presidentes usaron a la Junta de
Castilla y León para dar el gran salto a Madrid, o directamente negaron el
problema hasta que hacerlo ha sido ya motivo de bochorno. Y más anuncios. Y más
medidas.
Por eso, lo
siento, pero cuando me hablan del lío institucional del Estado con lo de las
Autonomías, ahora de actualidad con lo de Cataluña y el centralismo de Madrid,
me sale una sonrisa de origen dudoso al ver como en esta comunidad –y en otras–
abandonada por los poderes públicos de la tierra, y también por los que
gobiernan los designios comunes de esta nación hay quien toma algún partido en
esta guerra. Ya os digo de antemano que ni los unos ni los otros conseguirán
tenerme en su bando, y esto no es ni falta de patriotismo ni falta de
convicción en la defensa de las libertades, las que sean. Sólo es que me
entristezco al ver las calles de mi ciudad cada vez más vacías, y más
olvidadas. No sé si con la participación de esos políticos y sus adláteres que
me reclaman atención y patriotismo hubiéramos logrado algo diferente a la
triste estampa que somos, pero está claro que con su desidia, han logrado que
ni siquiera nos mencionen en los noticiarios nacionales.
Alberto Martínez Urueña
04-04-2016
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