jueves, 14 de enero de 2016

Humanidades


            Hoy en día la cantidad de información a nuestra disposición es, si no infinita, al menos apabullante. El reto, hoy en día, no es sólo la búsqueda en sí, sino también la gestión de la que obtenemos. Además, contiene un problema sustancial, y es precisamente la imposibilidad de digerir toda la que tenemos a nuestro alcance. De ahí la creciente importancia de cribado para poder utilizarla en cualquiera de los aspectos de nuestra vida, ya sea en el trabajo, si su desempeño así lo requiere, como para otros rincones de cada existencia individual. Esto es importante, al margen de su uso meramente pragmático o económico, porque toda nuestra existencia se basa en los conocimientos previos que nos permiten actuar en cada situación.

            Con respecto a la información en nuestra vida pública, no hay nada que pueda decir que no haya aportado ya en todos mis escritos. No voy a abundar en la idea de la necesidad de acudir a varias fuentes para poder discernir la realidad por detrás de las apariencias; y sin embargo, no deja de ser menos cierto que el tiempo que podemos dedicar a esta parte de nuestro devenir es muy reducido.

            Con respecto a la información en nuestra vida privada, cada uno hace lo que puede, se alimenta de las relaciones con otras personas, de las interacciones inevitables o de las que vamos eligiendo. El autoconocimiento ofrece una estabilidad frente a los inexorables vaivenes a los que nos vemos indefectiblemente sometidos. La capacidad de introspección es un valor que no demasiado en boga en esta sociedad orientada hacia las apariencias y el consumo, pero cuando estos últimos fallan –antes o después siempre lo acaban haciendo–, no está de más tener un pequeño sustrato al que poder asirnos para ir tirando en lo que las aguas vuelven a su cauce. Este autoconocimiento se puede propugnar de múltiples formas, cada uno encontrará su manera, pero cabe recordar que somos enanos a lomos de gigantes. De igual manera que nadie necesita reinventar una y otra vez el funcionamiento de un enchufe, el mundo de las humanidades –recibe ese nombre por un motivo fundamental– guarda en su seno una gran parte del saber acumulado a lo largo de los siglos por todas las culturas del orbe. No es un campo, en todo caso, donde encontrar respuestas unívocas a la manera que nos las ofrecen las matemáticas, o la física y la química. Los postulados de un filósofo o de un ensayista no son estructuras que creer a pies juntillas, sino herramientas con las que vislumbrar otras perspectivas diferentes a la nuestra que, bien aprovechadas, amplíen nuestro horizonte y nos aporten instrumentos fundamentales para todos: el sano juicio y la crítica constructiva y deliberativa. Todo en aras de construir nuestra propia y particular realidad subjetiva, y así, poder recorrer ese camino del que os hablaba que va desde lo que me han dicho que es la vida hasta lo que yo veo. Esta realidad subjetiva, unida a la objetiva, ofrece una existencia mucho más plena y satisfactoria, y que aporta esa estabilidad crucial que antes o después todo ser humano necesita: nos completa.

            No hablo únicamente de filosofías de autores como Kant, Santo Tomás, Nietzche u Ortega y Gasset. Las humanidades son tan amplias como cualquier intento de captación y representación de la realidad global e infinita, filtrada a través de la realidad subjetiva de una persona: por ejemplo, las representaciones artísticas. Por ejemplo, la literatura: el principal portal que yo mismo utilizo desde hace años. Fueron los libros y la perspectiva particular que sus autores dejaron impresas en sus párrafos los que me ayudaron a ampliar la visión reducida de una única persona. Por supuesto, no empecé a leer por ese motivo, y hoy en día tampoco, pero los frutos de tal o cual actividad son los que son, independientemente de las intenciones. Un taxista no se aprende el callejero por mero placer intelectual, sino por la necesidad de su trabajo; no obstante, su capacidad cognitiva se ve incrementada aunque no quiera.

            El viaje por la literatura ha sido, es y espero que siga siendo un viaje apasionante por realidades más allá de la mía, más allá de la historia contada incluso en sus líneas. Un viaje por las mentes de aquellos que me precedieron, por las mentes de aquellos gigantes sobre cuyos hombros hoy me veo. Ya sabéis mis gustos… El Quijote, El buscón, La celestina, Hamlet, Cyrano, La sombra del ciprés es alargada, Cien años de soledad… A todos estos clásicos, y otros muchos, podéis sumar una larga ristra de novelas más sencillas, pero con el valor de ofrecer, en primer lugar un divertimento interactivo –leer supone un esfuerzo, y por tanto, trae un crecimiento personal aunque se lean comics–, en segundo lugar, una visión diferente a la mía y en tercer lugar, la capacidad para poder poner sobre el papel de una manera estructurada una idea, tal y como intento hacer en estas columnas desde hace más de diez años.

            Por todo esto, por el contenido que tienen, por su capacidad de alimentar el alma humana con su mundo capaz de traspasar los horizontes de la lógica y transportarnos a los mundos oníricos de Verne o de Tolkien, por el desarrollo que implican en nuestra mente, por ofrecernos emociones y visiones que trascienden nuestra reducida existencia… En fin, por su sinfín de beneficios, no podemos renunciar a las humanidades, sea como sea el mundo que se esté construyendo al margen nuestro y que no nos queda más remedio que habitar. Yo no pienso hacerlo, y a cualquiera que me pida la opinión sobre qué libro leer, seguiré ofreciéndole mi perspectiva. Porque sólo trascendiéndonos a nosotros mismos encontramos ese algo que nos da sentido. 

Alberto Martínez Urueña 14-01-2016

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