Cuando era
algo más joven, no mucho, tenía un abuelo al que tenía un gran cariño, pero le
veía como un tipo algo extremista. Sin dudar que así era en algunas cuestiones,
el principal de sus problemas era que no sabía hacerse entender con respecto a
la experiencia y sabiduría que habían ido dando los más de noventa tacos que
tuvo la suerte de cumplir hecho un torete. Verdadero problema, no como el de
los neoliberales y sus políticas de mierda austera, esas mentiras recubiertas
de papel de celofán brillante para ciegos. Recuerdo perfectamente aquellos
mediodías, yo comiendo y él ciscándose con vehemencia en la madre que parió a
los periodistas y sus colegas, los políticos –qué mal le habría tratado la
mordaza de haber tenido unos años más y la voz un poco más alta–; y cómo
resonaba aquella frase que le salía con voz ronca de soldado de la guerra: “¡todo
mentira, es todo mentira!”. Porque mi abuelo pasó la guerra, estuvo en Teruel y
en alguna otra carnicería, y bien que le jodía que aquel enano cabrón le
llevara obligado a matar gente a una guerra que no quería nadie más que los que
le sacaron beneficios. Para establecer su cortijo. Casi como ahora, pero con
otras tradiciones ibéricas más proclives a soltar el gatillo con alegría. Menos
mal que algunas de esas tradiciones tan nuestras las hemos ido dejando por el
camino. No todas.
Ahora, y más
en época de elecciones como estamos –precampaña, todo muy pulcro, cuando
todavía no vale arramplar con cualquier gilipollez que se te ocurra y faltarle
al respeto a los muertos del contrario–, me acuerdo con frecuencia de mi abuelo
Isidoro. Esta vez, con algún año más a las espaldas, le habría dado la razón y
nos habríamos puesto de hiel y colmillo hasta las orejas, concordando en
privado la mejor manera de clasificar a los directores de los medios de
comunicación, a los directores de campaña y a los incompetentes que salen en
los atriles a vendernos fórmulas magistrales contra la calvicie. Aunque él no
las necesitase.
Es todo
mentira, y os lo firmaría en piedra. No haría falta ni vetusto libraco sobre el
que poner la mano diestra, bastaría con miraros a la cara y veríais que sé de
lo que hablo. Nada de pantallas de plasma ni sonrisas ampulosas. Lo de las
catalanas es mentira, lo de la Sanidad y la Educación, mentira. Las vacaciones pagadas
de señores ministros, ya sabéis… No es que no sea cierto que nos la estén
intentando colar de tacón, es que ya lo han hecho, y algunos ni se enteran. Lo hacen
de manera descarada cada día, y los medios de comunicación se encargan de que
seas incapaz de centrarte en ninguna de las tropelías que se cometen, bombardeando
de manera sistemática nuestra atención, único refugio del intelecto verdadero,
con sucesivas cargas de profundidad a modo de “noticia de última hora”. ¿O
acaso no sabéis que esos contra los que los medios de comunicación nos advierten
son los propios dueños de esos medios de comunicación? Es todo una estrategia
medida, de sujetar la correa con la debida fuerza, ni mucho ni muy poco, para
que el perro se crea que va por donde él quiere.
Dentro de
unas semanas, no muchas, volveremos a vernos las caras en las urnas. Y toda la
sucesión de barbaridades que hemos visto durante los últimos años volverán a
caer en el olvido, subsumidos en la mente de los crédulos mediante eslóganes electorales
que se volverán verdad a base de repetirlos. Ocuparán el espacio dejado por
escándalos y burlas en esta sucesión de información, más propia de las campañas
primavera-verano de los centros comerciales en donde someterte a la última moda
marcada por el color de un trapito es más importante que entender la mentira
que la sustenta. Volveremos a caer en esa burda artimaña en que los peones se
creen de un bando u otro, blanco o negro, mientras el rey se carcajea, enrocado
con su torre de marfil, sabiendo que al final, la batalla contra el contrario
quedará en tablas. Eso sí, con todo el tablero lleno de cadáveres que nunca son
el suyo.
Yo no tengo
soluciones para esto, aquí cada cual ha de agarrar el remo de su propia patera
y mirar a ver a qué playas le llevan la corriente de su córtex, pero sobre todo
de sus tripas. Su propia corriente, y para eso hay que sentarse en silencio, o
pasearse por el monte bien callado, atento a los pájaros… Encerrarse con uno
mismo en el abismo insondable de su propio ser y escuchar lo que su propia
conciencia se muere por decirle, no lo que le introducen por la puerta de atrás
el líder de un partido político a través de un cable montado por sus dueños y
señores, los capitalistas –los de verdad, los que se mueven cuentas de varios
ceros suizos–.
Como sé que
eso es imposible, yo voy a seguir mirando el zoológico como lo haría un experto
en biología, analizando el comportamiento de una especie de comportamiento
extraño, intentando encontrar las motivaciones que les convierten en suicidas y
manteniendo una justa distancia para evitar contaminarme de esas insanas maneras.
Acordándome de los consejos de mi abuelo, que le decía entonces al adulto que
soy ahora que no me creyera una palabra de las que soltaban por esa boca llena
de colmillos venenosos las víboras que pretenden quedarse con nuestro dinero y
con nuestras almas.
Alberto Martínez Urueña
05-10-2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario