Hace tiempo,
en uno de estos textos, os hice referencia a uno de los mejores libros que he
leído en mi vida: El lado oscuro del amor, de Rafik Schami, un sirio afincado
en Alemania desde hace años. En él, consigue que una historia de amores y
desamores, que en un primer momento pudiera ser típica, se convierta en una de
las mejores obras de arte que he leído en mi vida. Y he leído unas cuantas, os
lo aseguro. No sólo tiene el buen saber hacer en las distancias cortas de la
historia, sino que además sabe describir perfectamente el escenario social en
que se desenvuelve toda la trama. Y es una trama larga, porque abarca desde
principios de siglo veinte hasta los años sesenta y setenta de un país en
concreto, que hoy en día está muy de actualidad, y por supuesto, de una región
que lleva mucho tiempo dando que hablar. Hablo de Siria, y de Oriente Próximo.
Las
descripciones de esa región que tan bien es capaz de realizar Schami nos
retrotraen a lugares que de alguna manera ya conocemos. Y les conocemos muy
bien porque nos habla del crisol de culturas, religiones y personas que habitan
todas las costas de ese Mediterráneo. Las frases que utiliza con maestría nos
cuentan la historia de los pueblos agrícolas y ganaderos en donde la gente ha
de partirse el alma para hacer crecer algo en esa tierra fértil, durante toda
una vida dedicada a sacar adelante a su familia. Nos habla de los que emigraron
a las ciudades como Damasco, la cuna del autor, y nos cuenta de esos viajes de
verano al pueblo de los abuelos. Cuenta también las rencillas familiares dentro
de esos microcosmos, igual que las rencillas de nuestra Castilla o de las que
hemos oído hablar de Sicilia, o cualquier otra zona del Sur de Italia, de
Grecia o de la antigua Yugoslavia.
Nos
reconocemos en esos protagonistas mediterráneos, en sus vivencias familiares y
en su forma de entender las relaciones y las lealtades, en las burocracias
gubernamentales y en los funcionarios corruptos, y también en los núcleos
familiares que hoy en día están salvando de la miseria a tantos parados
españoles. Nos reconocemos –no tanto los de mi generación, pero sí los de la
pasada– en esas migraciones del campo a la ciudad en busca de un futuro algo
más prospero para ellos y sobre todo para los que les sucederían. Esos años
sesenta –igual que en la historia que nos cuenta el autor– en que Madrid y
otras ciudades se convirtieron en lo que son hoy en día, heredando y
encuadrando en su mosaico a cada una de las culturas que, siendo del mismo
país, ya eran distintas del chulapo y la gata.
Nosotros no
somos de esas culturas nórdicas a las que tanto nos gusta admirar, ni tampoco
tenemos ese afán imperialista de los pueblos germanos. O más bien, lo perdimos
después de varios siglos de pretender que no se pusiera el sol en nuestros
dominios y ver que no sacábamos nada en claro, sólo odios y enemistades
–además, aquellos reyes, eran germanos, esos Austrias–. Lo nuestro es otra
cosa, y cuando lees El lado oscuro del amor, te das cuenta de ciertas verdades
que parecemos olvidar.
De igual
modo, os puedo contar que he visto fotografías de Kabul en los años cincuenta,
con mujeres que enseñaban las piernas y estudiaban en la Universidad, de
jóvenes que paseaban por las calles cogidos de la mano y con personas que
tenían esperanza de poder vivir tranquilos y en paz.
¿Qué es lo
que ha pasado en Oriente Próximo? ¿Qué ocurrió en Afganistán, o en Siria?
Imagino que
ha pasado un poco lo mismo que pasó en España en la década de los treinta del
siglo pasado: había mucha gente predispuesta a la violencia. O al menos, no
mucha, sólo la suficiente, y con suficientes armas y suficiente odio como para
que murieran cientos de miles de personas en tres años. Y no sé si ocurriría lo
mismo, pero también hubo algo que se repite en este caso, y es una comunidad
internacional que, en el mejor de los casos, es incapaz de adoptar las medidas
necesarias para evitarlo.
Es, de nuevo,
el drama de los refugiados de guerra: es el dejar tu casa, a tus vecinos y
amigos –los que todavía vivan–, todos tus sueños y tus esperanzas y arrojarte a
por un pozo del que no conoces fondo. Arrojarte por un agujero negro de
absoluta incertidumbre porque lo único que hay detrás de ti es muerte para ti y
para tus hijos. Tú, que sólo querías vivir en paz… ¿No sois capaces de imaginaros
en su situación? Se te deshacen las tripas, y sólo por pensarlo.
Imaginaos una
playa oscura, un mar desconocido y oscuro, inasumible. Una embarcación de las
que sabes – son refugiados de guerra,
no imbéciles – que muchas veces se hunden, y que después ya no queda nada.
Imaginaos allí, esperando tu turno, con tu hijo de menos de dos años llorando,
metido entre tus brazos, y tu mujer al lado, temblando de miedo y de frío con
tu otra hija, la mayor, a la que ya miraban con ojos codiciosos los soldados que
decían protegerte. Imagínate el vaivén, el salitre golpeándote los ojos, la
siniestra oscuridad, la ola que lo engulle todo… El abandono, los llantos y
después el silencio, y los barcos de rescate que nunca llegarán. Imagínatelo, y
ahora dímelo, dime que esta gente es la que viene a quitarnos el trabajo, a
delinquir en nuestras calles y a destruir nuestra cultura… Dime que la realidad
no es tan simple, y así, por lo menos, quedarás retratado tras tus palabras.
Dime que hay cosas inevitables, y trae por fin, de una vez, el infierno a la
tierra.
¿Cuánto
tardaremos en olvidar esa fotografía? ¿Cuánto tardaremos en insensibilizarnos y
que no nos afecten las que llegarán a partir de ahora?
Alberto Martínez Urueña
04-09-2015
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