¿Sabéis?
Cuando hablo de economía siempre me queda una persistente y perversa duda
rondándome las tripas. ¿Qué criterios siguen los procesos económicos que
vivimos como agentes participantes de esta sociedad y que pretendo describir y
sobre los que pretendo opinar? Es decir, ¿somos ese homo economicus del que habla la escuela neoclásica? Os puedo
asegurar que esta diatriba interna es la que se lleva planteando la economía
desde hace muchos años, no es nueva ni pretendo atribuírmela.
Al final,
como todo en esta vida, depende del concepto que tengas del ser humano, lo que
deviene indefectiblemente en una dialéctica sobre filosofía. Esto es así, por
mucho que hoy en día los aparatos internacionales intenten hacernos creer que
la economía es una línea recta de una sola dirección y con un solo destino. Es
mentira, pero la sociedad occidental ha pasado de creer en hombres que se
esfuerzan en cultivar la potencialidad de sus luces a crear hombres que se
vanaglorian de sus sombras y que las explotan de acuerdo al principio de que
son comunes a todos e inevitables. Tal y como afirmaría un cínico, “si todos los hombres buscan su propio
beneficio de manera egoísta, ¿por qué no voy a hacer yo lo mismo?”. El gran
logro del capitalismo ha sido convencernos de nuestro egoísmo, justificarlo, o
incluso convertirlo en la herramienta a través de la cual la sociedad alcanza
sus beneficiosos objetivos.
La lucha del
hombre contra sus demonios ha sido retratada por el arte desde que éste existe,
no es nada nuevo, pero hoy en día parece que el diablo ha ganado la partida y
el péndulo se inclina peligrosamente hacia un lado, amenazando con hacer
colapsar el sistema de la balanza. Y por supuesto que esto tiene que ver con la
economía, y con la persistente y perversa duda que me ronda las tripas. Decía
la primera modelización de Adam Smith que la búsqueda individual por parte de
cada uno de los agentes económicos conducía a una maximización del bien social;
sin embargo, ¿es cierto que el egoísmo puede traer un máximo de bienestar para
todos? Eso es lo que argumenta el economista clásico, y con sus matizaciones,
las posteriores adaptaciones que han ido surgiendo desde esa base. Por otro
lado, la otra rama de la economía, que podríamos llamar keynesiana, apuesta por
un papel fuerte del Estado, que puede acabar convirtiéndose en una institución
que tutela a unos ciudadanos irresponsables necesitados de un guía superior, o
visto de otra manera, que busca un bien social superior imponiéndose a los
particulares de los individuos.
¿La economía
sigue criterios económicos, tal y como nos dicen los modelos que articulan
y utilizan las cabezas pensantes para
hacer sus predicciones? ¿Es el hombre tan racional como pronostican las
matemáticas y los superordenadores que manejan los datos? ¿O seguimos otros
criterios diferentes? ¿O los criterios económicos no son tal y como los piensan
quienes nos dirigen desde su torre de marfil? ¿La misma torre de marfil es tan
aséptica como pretende las letanías que le dan nombre?
Tenemos
multitud de ejemplos según los cuales la racionalidad no es precisamente una de
las principales herramientas que utilizamos a la hora de tomar nuestras
decisiones. Las grandes pulsiones de la vida, de hecho, dependen de otras
cuestiones más prosaicas, y las motivaciones tales como la ira, la venganza, el
odio y ese largo etcétera que ya describieran los griegos siguen estando bajo
la piel de que nos contiene. Hay quien incluso opina que la razón, aplicada en
este campo, no deja de ser la vestimenta que otorgamos a nuestros impulsos para
dotarles de justificación. De acuerdo a esa entronización de nuestras sombras
de la que hablaba en el segundo párrafo, estamos mucho más expuestos que antes
a sus extremos, y en esta era de prepotente modernidad racional, mucho más engañados
e indefensos frente a ellas. Toda la vestimenta de silogismos con que
engalanamos nuestras decisiones y juicios no son sino fruto de la inseguridad
en la que nos vemos sumidos al no entender y aceptar que los conceptos de bueno
y malo que pretendemos conseguir dependen de algo tan sencillo como la empatía
que nos produce un ser humano y su sufrimiento, el que podemos producir o
evitar, sentimiento que sí que es común a todos, y que no depende de razones,
que cada cual tiene la suya. Y cada cual sus particulares sombras.
Por eso,
cuando veo a esos señores trajeados que salen en los periódicos que informan
sobre las cumbres donde se deciden las cuestiones importantes, y se blindan con
razones para hacer tal o cual cosa que vulnera la dignidad del ser humano, me
cuestiono si lo que hay por detrás de tales medidas son auténticas razones
económicas o hay algo más. Algo que tiene que ver precisamente con esas sombras
que por un lado, en este siglo veintiuno, pretendemos ocultar, pero que por
otro, entronizamos. ¿Dónde ha quedado la voluntad nefanda de poder, de trofeo,
de imposición, de conquista, de éxito, de la que todas las obras clásicas han
hablado y han atribuido a los poderosos de todos los tiempos? ¿Dónde ha quedado
esa necesidad que siempre han sentido algunos de poner un pie sobre el cuello
de otros para demostrarles que pueden hacerles cumplir su voluntad? Pueden
recubrir de raciocinio todas las decisiones que adopten, pero una mirada
desapasionada y distanciada en su justa medida les pone en evidencia. Y es que,
como reza una frase cristiana, el mayor logro del diablo es hacernos creer que
no existe, y así las conductas que dañen a nuestros semejantes pueden obtener
la justificación que los perpetradores requieren. Y las justificaciones
económicas son múltiples.
Alberto Martínez Urueña 10-08-2015
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