Normalmente,
cuando tengo el tema elegido, redactar el texto de la semana es cuestión de
poco tiempo, media hora o cuarenta minutos, sin contar las correcciones. Sin
embargo, os juro por la gloria de mi teclado que éste es el tercer borrador y
ahora mismo no sé si será el último. Porque, para no partirnos la cara, he
escrito un par de columnas previas en las que he dejado claro mi respeto por
las personas que profesan la fe católica, y también el cierto saber que todavía
conservo de la doctrina.
Plantear mi
postura al respecto es más complicado. Y no por falta de claridad, sino porque
la crítica es tan amplia que no acierto a empezar por ningún punto y acabo
liándome la manta a la cabeza sin darle cierta estructura lógica. Toda la base
ideológica del cristianismo tal y como lo montaron en los primeros siglos se
basa en un aspecto clave, y es la divinidad de su fundador. Es básico además
que los textos seleccionados por los padres de la iglesia han sido inspirados
por el Espíritu Santo, por lo que todo lo que contienen se considera
inamovible, aunque sí interpretable. Por ellos. Que las interpretaciones hayan
variado a lo largo de los siglos no indica nada más que… Bueno, la verdad no sé
que indica. Además de los textos seleccionados y recopilados en la Biblia,
tenemos las ocasiones en que los sucesivos Papas han hablado ex cátedra
–nuevamente la cuestión del Espíritu Santo–, las encíclicas, los estudios
teológicos oficiales, las explicaciones filosofales… Qué queréis que os diga,
no me he leído más que la primera, y del resto he estudiado a Santo Tomás de
Aquino, explicado por un fraile que dio un énfasis especial a esas clases,
mientras denostaba a otros como Nietzsche. Que yo recuerde. De todo lo demás,
sólo tengo referencias de oídas.
Lo importante
es el mensaje, me dicen familiares y amigos seguidores de la doctrina. El
mensaje básico de Jesucristo. Justo lo que la cúpula episcopal –la que ha
montado el tinglado y decide por donde va la corriente oficial– no practica. La
–grata– sorpresa ante las últimas demostraciones del nuevo papa Francisco no
hacen sino demostrar esto. Pero el mensaje de Jesucristo, el de amor, hermandad,
paz y concordia es común a otras muchas corrientes ideológicas, desde las
filosofías orientales yoguis o budistas a los desbarres que vivieron los jipis
en la campa de Woodstock gracias a los alucinógenos. Por lo tanto, ¿qué nos
queda?
Podríamos
decir que es una herramienta válida para impregnar la sociedad con estos
valores que tanta falta hacen hoy en día. Hasta ahí estaríamos de acuerdo. El
problema con esto me viene de una metáfora farmacéutica. Dos medicamentos con
el mismo principio activo pueden causar problemas o no, o problemas diferentes,
en función del paciente y en función del excipiente que contengan. ¿Veis por
donde van los tiros? El excipiente que contiene la iglesia católica, a mí
personalmente, me parece sumamente venenoso. En muchas ocasiones, mortal de
necesidad. Para el alma.
No voy a
entrar en ciertos ramajes extremistas que tiene este árbol acostumbrado a
enraizarse sobre antiguos templos paganos; tampoco voy a entrar a valorar su
pasado histórico y las costumbres de celebrar sus autos de fe con grandes
barbacoas; voy a dejar al margen la selección de sus supuestas efemérides para
que coincidiesen con otras festividades previas y ajenas. En fin, voy a dejar
al margen todos los ejemplos manidos pero que sirven para evidenciar una
intención más o menos manipuladora en sus costumbres. Ni tan siquiera haría
falta mencionar cómo han silenciado los delitos cometidos por sus pastores –al
parecer, necesitamos que nos guíen–, o las publicaciones donde sugieren “Mujer, cásate y sé sumisa”, o
esa manía que les ha entrado de que la doctrina ha de ser introducida en los
jóvenes a través de una clase que compute en el cálculo de la nota media necesaria para cursar estudios
universitarios. Extraña correlación de ideas, como cuando al niño gordo pero
inteligente le bajaban la nota media porque no era capaz de correr los cien
metros en un tiempo determinado.
Dejo que cada
cual crea lo que le venga en gana, os lo aseguro. No pido a nadie que comparta
mis creencias, de las que a lo mejor algún día os hago participes de manera
oficial. Creo que la conciencia es individual y cada uno tiene libertad para
orientarla en la dirección que quiera, salvo que lo haga hacia la falta de
respeto a otro ser humano. Entonces es cuando me solivianto. Y me resultan tan
evidentes los intentos de la iglesia católica, sobre todo de la Conferencia
episcopal española, de imponer sus criterios y su modo de vida más allá de los
límites que marcan sus seguidores que no me puedo callar. Lo dije cuando estaba
Paco Clavel y lo digo ahora que no conozco al nuevo. Evangelicen lo que quieran,
lo respeto, pero dejen de una vez en paz a los que queremos liberarnos del yugo
opresor de una secta que lleva controlando el cotarro desde que Constantino I
inicialmente y Teodosio con posterioridad vieron la utilidad de romper la
libertad de culto del Imperio Romano y establecer una oficial, la que más de
moda estuviera, y les tocó a ellos.
Alberto Martínez Urueña
20-03-2015
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