He procurado, en el texto del día dos de marzo, mostrar mi más absoluto respeto por las creencias de los seguidores de la doctrina católica, apostólica y romana. Y que sepan, o sepáis, que conozco los argumentos para proclamar la buena noticia de la que hacen gala vuestros textos sagrados. Además, soy firme defensor del debate tranquilo y necesario de las ideas contrapuestas y de la exposición de los principios que cada uno defiende. El problema, como siempre en los asuntos importantes de la vida, está en los detalles, en los límites concretos, porque el paso de debatir exponiendo tranquilamente las ideas de cada uno al intento agresivo de imponer coercitivamente los criterios y principios de una de las partes no suele quedar muy claro. Sobre todo, si hablamos de religión. Mucho más, cuando se trata de las tres religiones monoteístas imperantes, judaísmo, cristianismo e islamismo, cada cual en su contexto histórico y geográfico en que se hayan inmersas, ya que tienen impresa en su historia tales métodos. De todas formas, voy a limitar mi exposición a los aspectos actuales del caso, aceptando que los viejos usos han quedado superados.
A mí
personalmente me parece correcto que cada cual siga el código ético que quiera,
siempre que éste no pase por la humillación ajena. Propugno el derecho
inherente a cada persona para decidir su modus vivendi, sin que nadie tenga que
decirle qué es o no es correcto, y que la colectividad únicamente intervenga en
aquellos casos en que alguien quiera poner los cojones encima de la mesa de
otros.
Por eso me ha
salido este sarpullido intelectual cuando el día veinticuatro de Febrero del
presente año de nuestro Señor salieron publicadas en el Boletín Oficial del
Estado afirmaciones tales como que el
rechazo de Dios tiene como consecuencia en el ser humano la imposibilidad de
ser feliz. Y desde ahí, todas las que queráis. No voy a entrar a analizar
el texto completo, porque es demasiado largo y os aburriría. Además, la última
vez que lo leí, se me rasgaron las costuras y empecé a sangrar por cada poro de
mi existencia terrena. Sí que os diré que, haciéndolo, nos encontramos con un
buen ejemplo de afirmaciones sustentadas en el aire más allá de lo que el autor
denominaría su propia evidencia. Afirmaciones, por cierto, sin las cuales cualquiera
de los argumentos que sostienen y sus conclusiones, se caen por su propio peso,
y nos habríamos ahorrado tiempo, costuras y dinero público.
No tengo nada
en contra de quien sostiene tales afirmaciones, creo que ha quedado claro. De
hecho, me parece bien que las tenga, a pesar de que no son las mías y de que
considero que cercenar de esa manera el potencial de ser humano debería ser
considerado uno de los más graves pecados por cualquiera de las religiones que
dicen defender la dignidad de la persona.
Lo que me preocupa es que estos párrafos constituyen la base de una asignatura
escolar en un estado que proclama su aconfesionalidad en una Constitución que
tanto dicen defender los políticos que medran en el banco azul del Congreso. Ojo,
y entiendo perfectamente la diferencia entre Estado confesional, aconfesional y
laico.
Me sé de
sobra el argumento de la tradición cultural española, y que esta asignatura
pretende soslayar sus aspectos, pero esto no es clase de historia. También
conozco aquello de que la sociedad está necesitada de valores, y que la
religión católica cubre tal necesidad, pero a esto respondo que tales valores
no son exclusivos del catolicismo, y que de hecho, son anteriores, en la medida
de que ya eran defendidos por culturas precristianas. Se dice lo de que la
inmensa mayoría de la población es católica y por tanto tiene sentido su
inclusión en las aulas, pero no se dice que la inmensa mayoría de ésta, han
hecho de tal doctrina un menú a la carta de la que cojo lo que me conviene y el
resto lo desecho.
Sé que este
motivo, el de la mayoría católica, explica que esta religión siga teniendo un
aspecto preponderante, o dicho de otra manera, que la Conferencia episcopal siga
influyendo en la organización legislativa, económica y moral de nuestra
sociedad. Al margen de su capacidad para presionar a los sucesivos gobiernos de
nuestra democracia, tal y como lo haría un lobby cualquiera, utilizan toda
herramienta a su alcance para seguir introduciendo sus verdades en el acerbo
colectivo. Una de las más potentes es la Educación, y esto no es baladí, ya que
la capacidad para influenciar a las personas es mayor cuanto menor es la edad
con la que cuentan.
Nada tengo en
contra de que cada familia explique a sus hijos lo que quiera. Yo lo haré con las
mías. Pero pretender negar la evidencia de que la Iglesia Católica, más que
informar y debatir, pretende seguir siendo parte fundamental de la
individualidad de cada uno de nosotros, y para ello no conoce más límites que
los que no le ha quedado más remedio que aceptar, me parece ridículo. No tengo
nada en contra de que se explique religión en los colegios, pero las formas,
los contenidos y, sobre todo, las orientaciones no me parecen las más
correctas. Si de verdad se acepta que no se pretende adoctrinar a nadie, se
deberían explicar el resto de religiones desde una visión lo más objetiva
posible y recuperar una asignatura como es Filosofía, lo que supondría aceptar
y enseñar la multiplicidad de explicaciones últimas de la existencia humana.
Alberto Martínez Urueña
12-03-2015
PD.: En todo caso, y después de lo dicho, parafraseo a un buen
amigo mío llamado Miguel, que con su jocosa personalidad, después de un debate
al respecto de la educación en las aulas, dijo: ¿y qué más da, si al final los chavales van a hacer lo que les salga
de los huevos? Lo siento por el catolicismo, pero tiene toda la razón: la
evidencia de los hechos demuestra que cada vez tienen menos aceptos, menos
sacerdotes y monjas, y que al margen de la decrepitud moral de la sociedad de
hoy en día, muchos encuentran esos valores de los que el catolicismo pretende
apropiarse por otros caminos en los que no se les exigen tan gravosos peajes
como los que desgranó el BOE.
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