jueves, 5 de marzo de 2015

Para no partirnos la cara. Parte I


            Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado será salvo; pero el que no crea será condenado… Marcos, 16:15,16.

            Por si alguien lo ha olvidado, uno de los principales mandatos que realizó Jesucristo a sus discípulos y apóstoles fue el del propagar la Buena Nueva de la que él era su principal emisario. La expansión de la doctrina cristiana, después católica, apostólica y romana encuentra su base en estas frases recogidas en un libro que fue inspirado por obra y gracia del mismo Dios. No es un asunto baladí: esta es una de las principales obligaciones que tiene cualquier persona que profese la fe de Cristo: salvar su alma inmortal y al mismo tiempo hacer todo lo posible por salvar el alma de aquellos que le rodean. Éste es uno de los criterios que se usará para juzgarnos: la cuenta de los que pudimos salvar y no lo hicimos. Y el juicio es inevitable, juicio en el que cada uno recibirá lo que merece: los justos, la salvación eterna; los malvados, la hoguera. Punto.

            Digo todo esto con absoluto respeto hacia quien profesa la fe de Cristo, no es una jocosa manera de empezar un texto ni nada parecido. Tal es lo que indica la doctrina oficial, y si algo se me escapa, lo siento. Hablo desde la perspectiva de quien ha recibido los sacramentos después de la pertinente catequesis –no me libré de ninguna– y ha sido educado en un colegio de Agustinos Recoletos, así que tampoco soy teólogo ni experto. Sin embargo, creo que es una buena explicación de porqué los fieles de la Iglesia Católica se ven en la obligación moral y última de propagar la semilla de su fe entre los que no conocen o no saben. Y para ello, cualquier medio es lícito.

            Y no vale con que la religión se respire de puertas adentro: la responsabilidad social obliga a intentar impregnar los ámbitos públicos con la moral y la ética que se desprenden de sus textos sagrados, así como de los libros derivados, como las encíclicas o estudios teosóficos oficiales. Las costumbres que se respiran a diario son las que refuerzan y extienden, y aunque los conocimientos teóricos son relevantes, lo más importante es el seguimiento práctico de la doctrina.

            Además, en un país eminentemente católico como el nuestro en el que una gran mayoría de la población se confiesa católico, aunque no practicante, la educación cultural exige que una de las tradiciones que explica de donde venimos sea impartida en los colegios del mismo modo que se explica la historia de España. Además, inculcar en los periodos infantiles y adolescentes unos principios y valores tales como los que propugna la Iglesia católica no puede considerarse sino como un contenido que suma y que ayuda a los nuevos miembros de nuestra comunidad.

            Creo que no me olvido de ninguno de los argumentos a favor de que la religión católica, apostólica y romana sea explicada en nuestras aulas –públicas o privadas–, tal y como se exige en el Boletín Oficial del Estado desde el día veinticuatro del mes de febrero del presente año. De hecho, como bien sabéis, no tengo reparos, e incluso agradezco vuestros comentarios si tenéis algún otro argumento –más allá del “porque me sale de los cojones”, que ya me pasó en otra ocasión– a favor de la educación católica en las aulas.

            Ojo, y hablo de la educación católica, no de la educación religiosa, porque si le pusiera este apelativo, la asignatura de la que hablamos limitaría determinados contenidos de ésta y además incluiría otras doctrinas religiosas que aspiran de igual modo al conocimiento y fusión con lo divino.

            Los límites entre conocimiento e información y manipulación y adoctrinamiento son muy difusos en este tema. Más aun cuando estos contenidos se comunican a personas con edades como las que tiene un estudiante de colegio o de instituto. Si materias como la Historia o la Filosofía son susceptibles de cargar los contenidos a favor de una u otra visión, la Religión, en cuanto que pretende explicar el origen último de las cosas, corre mayor riesgo de cruzar esta frontera. Si además el contenido ha de ser estudiado con el rigor de una asignatura que cuenta para la nota final, se le da una relevancia que no puede ser pasada por alto. Más allá de todo esto, si dejas que el curriculum de la asignatura se decida por una Conferencia Episcopal que no censura a sus miembros cuando hacen comentarios en la vía pública que pueden ser consideramos como homófobos o misóginos, se plantea la necesidad de cuestionar los contenidos que salgan de tal cónclave.

            No quiero dejar pasar la ocasión de afirmar nuevamente mi absoluto respeto por quienes profesar la fe católica. En este país donde parece que sobran escusas para partirse la cara a las primeras de cambio, creo que el entendimiento mutuo pasa por la capacidad de ponerse en la posición del otro. Y cuando las posturas parecen diametralmente opuestas, blancas o negras, por la firme determinación de no imponer, sino de proclamar la diversidad de opciones para vivir, siempre que sean respetuosas con el ser humano, y que pueden coexistir en una misma sociedad.


Alberto Martínez Urueña 5-03-2015

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