No creo que nadie en su sano juicio,
hoy en día, pueda negar la importancia y el poder de los medios de
comunicación, y su relación directa e instrumental con los grandes poderes
fácticos y económicos existentes en nuestra sociedad. Las denuncias al respecto
de su falta de objetividad son cada vez más frecuentes, así como la dejación de
su principal función, la informativa, en pro de una algo más oscura como es el
adoctrinamiento. Digo esto a sabiendas de que las generalizaciones burdas como
la que acabo de hacer siempre comenten el error de meter a todos en el mismo
saco, pero me sirve como introducción a este nuevo paseo por los lóbregos
rincones de mi mente. Existen todavía honrosas excepciones de medios, o de
periodistas que sobreviven a duras penas en mitad de la vorágine de las grandes
corporaciones que, con su músculo financiero, intentan ahogar a las voces que
discrepan de su dogma, utilizando para ello todas las herramientas posibles,
porque en la guerra todo vale. Se pueden ver desde los ataques más absurdos al
mensaje como los más bestias al mensajero, conscientes de que hoy en día,
cuenta más la imagen y el cómo, que el contenido concreto de lo que se pretende
debatir. En esta sociedad atropellada y estresante en que vale más cantidad que
calidad, cuentan más los titulares grandilocuentes y las proclamas apasionadas
–sobre todo si confirman nuestras creencias, por absurdas que sean– que el
desarrollo de contenidos concretos. En un lugar como el que vivimos en que hay
que tener tiempo para todo aunque no se acabe de concretar nada, la táctica que
promueva las emociones –cuanto más bajas, mejor– son las que mejores resultados
acaban produciendo.
Los medios de comunicación no están
al margen de esto. Desde los que admiten abiertamente sus colores ideológicos
hasta los que pretenden ocultarlos detrás de una capa de seriedad bobalicona,
todos juegan en un equipo determinado, según la facción de poder que controle
los puestos de dirección. Para defender esto se han argumentado todo tipo de
explicaciones, otorgando a los periodistas, sobre todo a los que escriben
editoriales de opinión, la consideración de expertos del tema sobre el que se
hable. Y en ciertas ocasiones esto es cierto: no en vano, la profesión de
periodista no excluye su especialización en determinados campos como la
política o la economía. Otra cosa distinta son las formas y las intenciones con
que se dediquen a juntar palabras en párrafos, del contenido más o menos
peyorativo que otorguen a unos u otros, o las informaciones sobre las que pasen
de soslayo. En definitiva, de si pretenden construir una verdad que el lector
pueda consumir completita, de un bocado, con sus dejes y chascarrillos
incluidos, o si por el contrario, pretenden ofrecer una particular visión,
otorgando no obstante las herramientas y los inicios para que quien lo lea
pueda discurrir por sus propias conclusiones.
Y todo esto viene a colación por el
esfuerzo, cada vez más intenso, de instaurar un pensamiento único social,
político y económico por parte de las élites en el que caigan como causas
inamovibles lo que sólo son consecuencias de sus tiránicas imposiciones, más o
menos veladas. Últimamente, es cierto, realizadas con mayor descaro público,
impunidad y desvergüenza, privatizándose para si las virtudes de este sistema
económico deshumanizado y socializando las culpas de su actual debacle,
materializado en ese mantra kafkiano de “TODOS hemos vivido por encima de
nuestras posibilidades”. Las variables que se salen de la ecuación
preestablecida se eliminan, a pesar de que sean fundamentales para explicar una
realidad tozuda que se empeñan en ocultar en esta vertiginosa sucesión de
noticias que impide centrarse en ninguna.
Por último, han conseguido que
cualquier noción medianamente positiva en que no salguemos trasquilados sea
considerada una utopía ridícula, además de ser tildada de antisistema y
denostada como el camino más seguro hacia la debacle. Como si ellos no hubieran
conseguido meternos en la que ahora estamos… No hablo del paraíso comunista ni
nada parecido, pero las corrientes intelectuales que abogan por un mayor
reparto de los beneficios entre los distintos actores participantes de este
sistema son automáticamente eliminadas de los medios de comunicación
mayoritarios; y si acaso obtienen unos segundos de gloria, son tratadas con
prepotencia benévola –como le hacían a Sampedro– o tachadas de imposibles, como
las de todos los partidos alternativos que han surgido en los últimos tiempos,
de los que PODEMOS sólo es uno de tantos que ha tenido mayores aciertos en su
capacidad para llegar a más personas.
El cuarto poder del estado, como ya
fue denominado en el siglo dieciocho, es en realidad la herramienta que
utilizan quienes mueven los hilos desde bambalinas para moldear las mentes de
una sociedad que, en esta supuesta libertad en que vivimos, es cada vez más
ignorante, en una especie de Edad Media moderna en donde la información veraz y
la cultura está controlada por cada vez menos manos, lejos del alcance de las
masas, a las que únicamente arrojan las migajas que a ellos les interesa.
Alberto Martínez Urueña 19-12-2014
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