viernes, 19 de diciembre de 2014

La herramienta


            No creo que nadie en su sano juicio, hoy en día, pueda negar la importancia y el poder de los medios de comunicación, y su relación directa e instrumental con los grandes poderes fácticos y económicos existentes en nuestra sociedad. Las denuncias al respecto de su falta de objetividad son cada vez más frecuentes, así como la dejación de su principal función, la informativa, en pro de una algo más oscura como es el adoctrinamiento. Digo esto a sabiendas de que las generalizaciones burdas como la que acabo de hacer siempre comenten el error de meter a todos en el mismo saco, pero me sirve como introducción a este nuevo paseo por los lóbregos rincones de mi mente. Existen todavía honrosas excepciones de medios, o de periodistas que sobreviven a duras penas en mitad de la vorágine de las grandes corporaciones que, con su músculo financiero, intentan ahogar a las voces que discrepan de su dogma, utilizando para ello todas las herramientas posibles, porque en la guerra todo vale. Se pueden ver desde los ataques más absurdos al mensaje como los más bestias al mensajero, conscientes de que hoy en día, cuenta más la imagen y el cómo, que el contenido concreto de lo que se pretende debatir. En esta sociedad atropellada y estresante en que vale más cantidad que calidad, cuentan más los titulares grandilocuentes y las proclamas apasionadas –sobre todo si confirman nuestras creencias, por absurdas que sean– que el desarrollo de contenidos concretos. En un lugar como el que vivimos en que hay que tener tiempo para todo aunque no se acabe de concretar nada, la táctica que promueva las emociones –cuanto más bajas, mejor– son las que mejores resultados acaban produciendo.

            Los medios de comunicación no están al margen de esto. Desde los que admiten abiertamente sus colores ideológicos hasta los que pretenden ocultarlos detrás de una capa de seriedad bobalicona, todos juegan en un equipo determinado, según la facción de poder que controle los puestos de dirección. Para defender esto se han argumentado todo tipo de explicaciones, otorgando a los periodistas, sobre todo a los que escriben editoriales de opinión, la consideración de expertos del tema sobre el que se hable. Y en ciertas ocasiones esto es cierto: no en vano, la profesión de periodista no excluye su especialización en determinados campos como la política o la economía. Otra cosa distinta son las formas y las intenciones con que se dediquen a juntar palabras en párrafos, del contenido más o menos peyorativo que otorguen a unos u otros, o las informaciones sobre las que pasen de soslayo. En definitiva, de si pretenden construir una verdad que el lector pueda consumir completita, de un bocado, con sus dejes y chascarrillos incluidos, o si por el contrario, pretenden ofrecer una particular visión, otorgando no obstante las herramientas y los inicios para que quien lo lea pueda discurrir por sus propias conclusiones.

            Y todo esto viene a colación por el esfuerzo, cada vez más intenso, de instaurar un pensamiento único social, político y económico por parte de las élites en el que caigan como causas inamovibles lo que sólo son consecuencias de sus tiránicas imposiciones, más o menos veladas. Últimamente, es cierto, realizadas con mayor descaro público, impunidad y desvergüenza, privatizándose para si las virtudes de este sistema económico deshumanizado y socializando las culpas de su actual debacle, materializado en ese mantra kafkiano de “TODOS hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Las variables que se salen de la ecuación preestablecida se eliminan, a pesar de que sean fundamentales para explicar una realidad tozuda que se empeñan en ocultar en esta vertiginosa sucesión de noticias que impide centrarse en ninguna.

            Por último, han conseguido que cualquier noción medianamente positiva en que no salguemos trasquilados sea considerada una utopía ridícula, además de ser tildada de antisistema y denostada como el camino más seguro hacia la debacle. Como si ellos no hubieran conseguido meternos en la que ahora estamos… No hablo del paraíso comunista ni nada parecido, pero las corrientes intelectuales que abogan por un mayor reparto de los beneficios entre los distintos actores participantes de este sistema son automáticamente eliminadas de los medios de comunicación mayoritarios; y si acaso obtienen unos segundos de gloria, son tratadas con prepotencia benévola –como le hacían a Sampedro– o tachadas de imposibles, como las de todos los partidos alternativos que han surgido en los últimos tiempos, de los que PODEMOS sólo es uno de tantos que ha tenido mayores aciertos en su capacidad para llegar a más personas.

            El cuarto poder del estado, como ya fue denominado en el siglo dieciocho, es en realidad la herramienta que utilizan quienes mueven los hilos desde bambalinas para moldear las mentes de una sociedad que, en esta supuesta libertad en que vivimos, es cada vez más ignorante, en una especie de Edad Media moderna en donde la información veraz y la cultura está controlada por cada vez menos manos, lejos del alcance de las masas, a las que únicamente arrojan las migajas que a ellos les interesa.

 

Alberto Martínez Urueña 19-12-2014

jueves, 11 de diciembre de 2014

Bálsamos y ungüentos


            Lo bueno de trabajar en un edificio inteligente es que la temperatura funciona perfectamente a gusto del arquitecto culpable, los grandes ventanales conseguirán aumentar la cuenta corriente de los oftalmólogos y los picaportes de las ventanas son perfectos –e inservibles– detalles ornamentales. Los preciosos jardines son inutilizables, las puertas, sólo de emergencia, y los accesos siguen la misma filosofía que cualquier digna cárcel de máxima seguridad. No en vano, el edificio es inteligente, capaz de crear en su interior una atmósfera perfecta e impecable, aunque nadie sepa responder muy bien para qué forma de vida.

            Un detalle de mención inexcusable son los ascensores, gracias a los cuales acabas aprendiéndote de memoria información concreta a costa de verla repetida durante los siguientes meses. Así, hemos conocido que el elefante es el único mamífero incapaz de saltar o que en la luna no hay sonido perceptible, que Steve McQueen lleva muriéndose tal día como hoy los últimos tres meses y la noticia que hace que hoy me vuelva a acercar a estas líneas con el cuchillo entre los dientes, en plan psicópata. Yo no quería, os lo aseguro, pero el reiterado toque de bisectriz ha conseguido que al final me levante en armas. Se trata, ni más ni menos, de ciertas declaraciones de Fernández-Díaz, supernumerario del Opus Dei, inspector de Trabajo y miembro del Partido Popular. Además, Ministro de Interior por la gloria y gracia del señor Rajoy.

            Al margen de que no comulgo ni los fines de semana ni mucho menos con los dictámenes del ala ultraortodoxa de la iglesia católica –en general cualquier ortodoxia, y más las ultras, me tocan bastante la pituitaria–, tampoco comulgo con la mayoría de las declaraciones que le he oído decir a este personaje de aspecto bonachón y delicadeza jurásica. Y todo viene a cuento de ciertos comentarios al respecto de los asaltos a la valla de Melilla, asegurando que entremedias, se cuelan terroristas y yihadistas.

            Son bien sabidos, o si no aquí estoy yo para recordarlo, los sucesos que se han ido aconteciendo durante la legislatura acerca de las más que dudosas mañas que los altos cargos policiales han obligado a adoptar a las tropas policiales destinadas a la vigilancia de nuestras fronteras –las del Sur, por las del Norte es por donde se están teniendo que ir nuestros muy preparados jóvenes–, como por ejemplo la utilización de pelotas de goma contra aquellos negritos que llegaban nadando a la deriva y de los que se ahogaron unos cuantos. También, la utilización de esas repatriaciones denominadas “en caliente” y prohibidas expresamente por la carta de derechos humanos, declaración universal que a los simpatizantes del fascio y la mano dura siempre les ha trastocado bastante los planes, y de paso la entrepierna.

            Una vez más, la utilización torticera y maquiavélica del miedo al atentado para justificar que paguen justos por pecadores en esta gran mentira del peligro inmigrante y del que vienen a quitarnos el trabajo. Nadie recuerda ya que entre Felipe y Chema poblaron nuestra costa del Sol de inmigrantes predominantemente rusos –eso sí, muy ricos, de los que a ellos les gustan–, dedicados, entre otras cosas, a las nobles artes de la trata de blancas y el tráfico de estupefacientes, así como a facilitar la empleabilidad de los comandos de asalto llegados de Europa del Este que se quedaron en paro después de la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra de los Balcanes, sin olvidarnos de dar salida al stock de viviendas con que sus amiguetes constructores alicataron nuestras playas. Eso, sin contar que hablamos de sembrar el terror, tenemos aquí en España un sector financiero que lo lleva practicando desde hace años, y sobre todo desde el comienzo de la crisis, con aquello del impago de los préstamos hipotecarios, los desmanes crediticios de los directivos de las cajas de ahorros puestos a dedazo por sus señorías o la venta de complicados productos financieros a personas con escasa o nula formación económica. Pero en este país, si mezclas unos temas con otros, te llaman demagogo, así que volveré al tema concreto que nos ocupa.

            Tema que no es el de la inmigración –con ese, me desquitaré cualquier día de estos y pondré a escurrir a todos los que criminalizan por sistema al que tiene los cojones dejar hogar y familia al otro lado del mundo para ganarse la vida–, si no, una vez más, el uso de la generalización y del miedo para establecer políticas coercitivas y pseudofascistas que buscan controlar y manipular a una masa social, la ibérica, con demasiada querencia hacia los discursos que exaltan los ánimos y exacerban los odios, así como a dejarse hacer en nombre de la patria, mientras los supuestamente patrióticos se lo llevan crudo, ya sea en cartillas de racionamiento o en puertas giratorias.

            Porque al final se resume en esto: los políticos buscan la manera cuadrar un círculo muy complicado, que consiste en caernos bien a los villanos y además hacer lo que les ordenan sus jefes, los nuevos señores feudales, para comerse las migajas que se caen de la mesa del poder fáctico. Como buenos perros. Supongo que ésta será su principal virtud, e igual que charlatanes de feria, hacer lo imposible para vendernos el bálsamo de Fierabrás que nos cure de nuestras heridas –sociales–, o al menos las distraiga. 

Alberto Martínez Urueña 10-12-2014

viernes, 5 de diciembre de 2014

De nuevo, siempre, el ingenioso hidalgo


            Hoy voy a hacer mía una noticia, y ciertas declaraciones. Y no porque no pudiera haberlo dicho yo mismo, o cualquiera de vosotros, sino porque creo que hacer de multiplicador de las buenas noticias es más importante si cabe que estar hablando todo el día de las malas. Ya tenemos suficientes cifras económicas en la cabeza, suficientes ejemplos y suficientes sospechas fundadas como para saber que tendríamos que expatriar a todas las cúpulas de las organizaciones representativas de este país y empezar de nuevo.

            Al margen de que la temática o la literatura de Pérez-Reverte puedan gustar más o menos, tenemos ante nuestros ojos a un escritor referente dentro de nuestra cultura más contemporánea, un escritor que ha sabido aunar la buena escritura con ser un superventas, demostrando que sesudas filosofías pueden estar perfectamente encastradas en una narración ágil y entretenida. Pero no pretende esto ser una pasada de mano por el lomo de alguien a quien admiro, sino hacerme eco de su último proyecto: un Quijote para jóvenes.

            Te guste o no te guste, lo hayas leído entero, a trozos o no hayas tenido lo que hay que tener para adentrarse en su océano de luces y sombras y sobre todo de genialidad, estamos hablando de la que puede ser mejor novela jamás escrita, tanto por su temática, como por su estructura, como por su calidad literaria intrínseca. Si es complicada de leer no es por demérito suyo, sino del propio lector, incapaz en su nivel cultural de ascender hasta las cotas exigentes que planteó Cervantes al escribirlo. Si no puedes leerlo, en definitiva, es porque tu cultura no da para más. No obstante, esto no pretende ser insulto; más bien, un acicate: leer el Quijote es como prepararse para correr una maratón, o para subir una montaña, no se puede subir el Everest si antes no te has preparado subiendo otras cimas más accesibles y si no te has aclimatado durante un determinado periodo a esas alturas.

            Reverte ha pretendido acercar esta obra a los adolescentes, suavizando su densidad y su consistencia. Un párrafo de este libro puede ser como un golpe seco de un boxeador profesional, tanto por su complicada configuración como por el mensaje que transmite. Del Quijote aprendí lo que es la idiosincrasia ibérica, ese río de costumbres y formas transmitidas con más fiabilidad que los genes mitocondriales de la madre, definida con tanta precisión como el mazo de un juez dictando sentencia. Leyéndolo asistes a la mejor descripción jamás hecha de los caciques, comendadores, gobernadores y demás mandatarios, así como a las sanguijuelas que medran a su alrededor, que había en aquellos comienzos del siglo diecisiete, cuando Felipe III todavía pretendía ampliar esas Españas donde no se ponía el sol, cuando en teoría todavía conservaban la grandeza de un imperio que era la envidia del resto de Europa. También enseña a esos garrulos pretenciosos pagados de sí mismos a los que la incultura y la grosería se les hace virtudes y para quien el grito y la chabacanería son valores en alza.

            Pero no sólo es una obra para entender al español de todos los tiempos: es una obra universal donde las haya en las que se desgranan las pulsiones y entresijos del alma humana de una forma magistral, tanto en las formas como en el contenido. Es un paseo por el devenir humano, marcado por deseos que no se cumplen, oportunidades que surgen y no se aprovechan, paisajes insospechados que ofrecen opciones, visiones divergentes de mismas realidades… Todo ello desgranado a través de sus personajes, sobre todo los principales, don Quijote y Sancho, sobre los que se han escrito innumerables estudios a lo largo de la historia desde que se escribió este manual para entender al ser humano. Es un compendio de filosofías de las que se entresaca un saber llano y concreto que huye de los finales felices o de las tragedias absolutas y en las que narra una existencia vital plagada de claroscuros e incoherencias, de fracasos y absurdos, y también de pequeños logros a los que toda persona, de una forma u otra, se ha de enfrentar y cuadrar dentro de su devenir de la mejor manera posible.

            Más allá de la defensa que hace Pérez-Reverte del libro, hago yo la mía propia, aunque es tan parecida que me hace sospechar. Me parece innegable la obligatoriedad de lectura de este libro (y tantos otros) en el periodo escolar, independientemente de la rentabilidad que esto pueda suponer para los saberes pragmáticos y económicos con que la sociedad de hoy en día pretende pergeñar la educación de nuestros jóvenes. Entre otras cosas, porque enseña, eleva el espíritu y conmueve las tripas, hace que la cabeza se amueble y la hace crítica ante los embates de tantos intereses que nos pretenden zombis consumistas incapaces de movernos por nuestras propias ideas y convicciones. Aunque quizá por eso, sacaron estos temas, y otros, de los planes de estudios.

            El Quijote hoy en día sería una herramienta para mejorar esta sociedad, y ya sólo por eso, merece nuestro más absoluto respeto. Un libro que nos enseña a soñar como lo hizo su protagonista en pos de lograr las utopías que hacen de la existencia humana un viaje apasionante, independientemente del éxito de nuestras empresas, y que asimismo nos enseña la honestidad y llaneza, la sencillez y aceptación que destila Sancho ante los avatares que, inevitablemente, todos tenemos que soportar en este camino inexplicable que es la vida. 

Alberto Martínez Urueña 5-12-2014