lunes, 17 de noviembre de 2014

Cortijos


            Me explicaré con cuidado porque el tema es demasiado sangrante, se presta demasiado a la irracionalidad emocional –aunque todo el mundo quiera revestirle con alguna prenda lógica– y sólo se dicen las barbaridades típicas de quien se encuentra dentro del bosque y no puede verlo en su conjunto.

            Reconozco que a veces he sido víctima precisamente de esto último: dejas que la cuestión y sus argumentos te introduzcan en el círculo obsesivo de su retorcida retórica, y no acabas de percatarte de que el problema en sí que pretenden plantear admite una perspectiva más amplia.

            Estoy hablando de los nacionalismos, de las patrias y de las banderas, de la pertenencia a un grupo por tu nacimiento y de las consecuencias que esto conlleva. Hablo de la noción de propiedad sobre los territorios, sobre las personas y sobre sus destinos, y de cómo estas definiciones y clasificaciones determinan de manera aplastante al individuo. Y qué mejor momento para hacerlo que éste en que la derecha más carca, rancia y dieciochesca de nuestro país se ha involucrado en una nueva rencilla sobre estos temas territoriales y geográficos. Hablo de la derecha, sí, que es esa corriente conservadora que habla con total libertad sobre lo que considera suyo, sobre quién tiene qué derechos y qué maneras de ejercerlos sobre el resto, y sobre donde llega su larga mano imperialista. Me da igual que hablemos de la derecha centralista española o la derecha catalana, las dos quieren exactamente lo mismo: un cortijo donde poner su bandera y gobernar las tierras y a las personas que en ellas vivan.

            No os equivoquéis. Los contextos han cambiado, pero el discurso es el mismo que se mantenía por quienes ostentaban el poder hace décadas o hace siglos. Es de agradecer que alguien, durante todo este tiempo, haya decidido que los conflictos ya no se iban a solucionar a tortazos – aunque todavía queden nostálgicos a los que el olor a pólvora se la ponga dura – porque cuestiones como las que nos ocupan continuarían en una escalada de violencia verbal entre dos tipos que nos llevarían a todos a tener que matarnos nuevamente por esos campos y esas trincheras. No en vano, sólo la mitad del último siglo y lo que llevamos de éste ha sido el espacio de tiempo en que los súbditos, villanos, proletarios y ese largo etcétera con el que hemos sido llamados durante siglos, hemos dicho que ya vale de ponernos un fusil en la mano y decirnos que matemos al vecino de enfrente. Y sólo porque otro sujeto, más frío y más taimado, quería quedarse con su piso.

            Sí, evidentemente, yo he nacido en España, me he criado en una cultura y tengo unos derechos y obligaciones recogidos en su Constitución. Me gusta la paella, la playa cántabra, la ovetense, los Picos de Europa y el Sistema Central. No me gusta Operación Triunfo, odio la telebasura rosa y estoy orgulloso del siglo de oro y sus artistas. Pero no estoy dispuesto a que ningún político de mierda, salpicado de corrupción hasta las entretelas –aunque sólo sea por proximidad a tanto Gurtel, financiación ilegal y demás– me diga lo que tengo o no tengo que imponer a ninguna otra persona. Entre otras cosas porque no quiero imponer nada a nadie, no me considero propietario más que de mi propio destino y de mis decisiones y quiero que todo el mundo alcance como mucho esta convicción.

            Pero ojo, esto  no es un canto a favor del señor Mas y sus gilipolleces, porque cualquier nacionalismo, por definición, está haciendo lo mismo que hace el Estado Central, pero a distinta escala. Esto es: imponer su idea de hasta dónde tiene que llegar una frontera sobre la que él pretende mandar, qué ciudadanos son a los que les puede imponer leyes y de qué manera va a dirigir, como antes decía, su cortijo. Estoy seguro que, de conseguir su estado catalán, a posteriori no estaría muy de acuerdo si algún pueblo, por ejemplo el aranés, se quisiera independizar de Cataluña. Haría exactamente lo mismo, y con los mismos argumentos, que está haciendo el barbas de La Moncloa.

            Esto, además, no es un alegato anarquista. Sólo es un intento de poner sobre el papel cómo el discurso político, por un lado tergiversa los argumentos, que no es poco, pero por otro lado, exalta los ánimos y genera odios y violencia, un ejemplo más de por qué hemos de rescatar la política de la mierda de políticos que nos está tocando sufrir en los últimos tiempos. Es evidente que cualquier grupo ciudadano necesita una estructura y unas instituciones; el problema le tenemos cuando nos encontramos al frente de estos a personajes cuya altura moral es más que deficiente, rozan la sociopatía y cuyos intereses son, en el mejor de los casos, dudosos. Por esto, cuando alguien me saca el tema del independentismo catalán me toca bastante la entrepierna: entrar en este juego sería ponérselo demasiado fácil a una gente que de tanto esforzarse se han convertido en gentuza, además de cada vez estar más claro que lo único en lo que están interesados es en salir bien guapos en la foto mientras siguen sirviendo a intereses contrapuestos a los míos. 

Alberto Martínez Urueña 17-11-2014

1 comentario:

Txema dijo...

Querido Alberto.
Leerte me consuela. Me acompaña. Me hace sentirme apoyado en mis valores, con la convicción de que son minoritarios.
A mí también me toca los cojones oir a españoles hacer campaña para boicotear productos catalanes o viceversa.
Y pienso que no puedo obligar a nadie a sentirse nada. Me llenan de orgullo y satisfacción muchas cosas de la gente de España, como la solidaridad de los donantes, por ejemplo. Y me llena de satisfacción y orgullo muchas cosas de la gente catalana, y de cualquier regíón o país donde se trabaje para el bien común. Me siento más cercano a algunos chinos, belga o chilenos que a algunos vecinos, por muchas banderitas que se cuelguen.
Gracias, querido Alberto y enhorabuena.