lunes, 6 de octubre de 2014

Una vía de escape. Parte II


            La vida entre rejas tiene una característica primordial y que es el tienes todo el tiempo del mundo para pensar. Alguien tan activo como yo en el exterior, en aquella vida normal, cuando se ve sometido a esta rutina sustituye la actividad física y material por una actividad intelectual desaforada. El pensamiento lineal se sustituye por un razonamiento inconexo repleto de saltos e interrelaciones en los que antes no te habrías detenido, y de esa manera, descubres hechos y circunstancias de los que nunca te habrías percatado. La realidad, en definitiva, cobra nuevas connotaciones, nuevos brillos y explicaciones, y su interpretación se realiza con una lucidez a la que antes no tenías acceso.

            Todo empezó a reventar las costuras de mi estructurada existencia el día que conocí a Violeta. Esa maldita perra lastimera acabó por desquiciarme, y ya todo fue como la catarata de un río caudaloso en el que, pasado un punto límite, ya no hay forma de librarse de la caída. Me explico.

            Fue uno de aquellos días en que sentía como las venas de mi cuello palpitaban bajo la piel de una forma casi dolorosa. Recuerdo los momentos de aquel día como a saltos, de manera inarticulada, entre papeles y hojas Excel, y un torrente de correos electrónicos que solicitaban el porcentaje de trabajo realizado de cada uno de los expedientes. Recuerdo haberme peleado con alguien, y haber dado un buen puñetazo a la puerta del cuarto de baño cuando fui a lavarme la cara para intentar despejarme. Después creo que llamé a mi mujer y le di la excusa de la reunión hasta tarde; y salí de la oficina como un toro de miura. Ya conocía las señales, y sabía que ese día acabaría en el asiento trasero de mi coche con alguno de aquellos súcubos de los arrabales de mi ciudad, entre sudores, fluidos, insultos y frenesí.

            El lugar fue uno de los de siempre, uno de tantos antros de luces sucias, rincones discretos y melaza ocultando un sabor agrio, como de grasa rancia. Nada más entrar, pedí el primer whisky doble y el primer gramo y me fui al cuarto de baño a meterme un par de rayas que me despejaran la cabeza: necesitaba poder pensar con claridad y centrarme en los acontecimientos que me rodearan, o acabaría totalmente desquiciado. El primer trago de aquella bebida me abrasó la garganta, pero me abrazó el alma y me calentó el ánimo, y pude ser capaz de mirar a mi alrededor y empezar a ver los brillos de otras noches asomando con su sonriente picardía entre la mugre traslúcida.

            Entremedias de aquella nube ilegal de tabaco que formaban, entre otros, algunos altos cargos policiales, se acercó aquella mujer de rizos algo ajados, como polvorientos, de maquillaje excesivo, de vestido corto y escotado, rojo e incapaz de ocultar el trasiego de los años en la cintura, y de expertos tacones que, sin embargo, no parecían haber tenido nunca ninguna gracia. A pesar de la poca tirantez en determinados puntos de su cuerpo, todavía conservaba cierto engaste en algunas zonas críticas, y cuando se acercó sonriendo tuve que agradecerle al whisky como había difuminado con su sabio estilismo aquellas arrugas de los ojos.

            Recuerdo que le invité a la primera consumición, acuerdo tácito en aquellos ambientes, pero no sé qué pasó con las siguientes. Recuerdo también una conversación intrascendente de puro trámite, igual que las que mantenía en la oficina cada mañana, pero con un objetivo bien distinto. Objetivo que logré en un lapso de tiempo indeterminado en el que me encontré con aquella fulana a la puerta de mi coche y me despedí de los pantalones.

            Fue en aquel momento, con aquel súcubo montado a horcajadas sobre mis piernas, cuando escuché, entre sus jadeos, la otra voz.

            Recuerdo que en un primer momento pensé que aquel ruido venía de fuera del coche, como si alguien estuviera manteniendo una conversación justo al lado de nuestra puerta, pero claro, aquello no tenía sentido en aquel aparcamiento. Cuando me fije con algo más de atención, me percaté de que aquel sonido surgía de la garganta de aquella mujer, entremezclada con sus gemidos y gruñidos. Con la atención adecuada, era fácil ver que allí había dos registros auditivos completamente distintos. Aquel otro era una especie de gruñido rasposo, como una letanía más grave, subyacente, y parecía estar diciendo algo. Parecía que me estaba diciendo algo directamente a mí; o más bien, parecía que aquella voz pretendía entrar en mí, y apoderarse de mi voluntad de alguna sucia manera.

            Monté en cólera. Una cólera como nunca antes había sentido, un sentimiento que ardía en las entrañas de tal manera que me consumió las entrañas desde dentro con una fuerza absolutamente irresistible. Un volcán arrasador que atravesaba mi cuerpo desde lo más profundo del ser humano desde un punto caliente que surgía de un lugar primigenio y terrible; un sentimiento que casi ni identificaba como mío, sino que más bien me atravesaba, calcinando todo lo superfluo y dejando únicamente lo más fundamental. Abrasado por aquel tsunami incandescente de lava existencial se clarificaron en mis entrañas gran cantidad de cuestiones que antes estaban difusas: la solución quedó perfectamente grabada en cada una de mis células, y todavía persiste, indeleble, mientras escribo estas líneas.

Alberto Martínez Urueña 06-10-2014

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