Todavía
recuerdo aquel momento en que subsumido en aquella vorágine de placer sexual y
claridad existencial, miré dentro de aquellos ojos que me observaban, mezclando
desconcierto y lujuria, y ocultando el Mal dentro de sí. Pude ver
perfectamente, detrás de aquellos ojos de oveja libidinosa, el malévolo brillo de
las pupilas de un ser pretérito y atemporal, observándome, hablándome,
queriendo atrapar mi alma y devorarla.
Recuerdo
vagamente que perdí definitivamente los nervios y descargué toda la rabia que
llevaba acumulando durante demasiado tiempo, a través de mi puño cerrado, en
plena nariz de aquella mujerzuela. Casi creí morir de placer al sentir –o más
bien casi escuchar– como los huesos se le rompían bajo mis nudillos en un
crujido seco, y aquello fue el toque de carga para la espiral de violencia que
desaté en el asiento trasero de mi coche, incapaz de detenerla hasta que
conseguí convencerme de que en el interior de aquel cráneo no se ocultaba
ningún demonio. Sin embargo, durante todo el proceso, cada vez llegaron con más
fuerza, mezclados con los sonidos inarticulados que salían de aquella puta,
siniestros susurros que fueron evolucionando a carcajadas y aplausos. Recuerdo
perfectamente el rabioso orgasmo que tuve al verme salpicado por los trozos y
fluidos que saltaban de su cabeza, y como las carcajadas del demonio se
mezclaron con las mías en un contubernio que me dejó clara una cuestión:
aquella labor era encomiable.
Evidentemente,
limpiarlo todo fue complicado. Hemos visto hasta la saciedad como los equipos
forenses de la policía son capaces de encontrar rastros del tamaño de una micra
con sus aparatos y su tecnología punta, y comprendí que me resultaría más
cómodo denunciar el robo, y después quemarlo en algún descampado. Además, sería
lo más práctico a la hora de explicar a mi mujer lo que me había sucedido: para
ella, había estado reunido con mis colaboradores hasta tarde, y concluir toda
aquella historia con un robo vandálico y un incendio. Recuerdo el proceso
mental que me llevó a darme cuenta de que no me gusta mentir, pero que tengo
perfectamente asumido que para evitar males mayores hay que hacerlo; es más,
para llevar a cabo aquella misión, tendría que volver a hacerlo más veces.
Aquel
pensamiento, saber que lo sucedido aquella noche era sólo el comienzo de algo
más grande, me turbó y estremeció todas mis entrañas, sacudiéndome por la
contradicción que aquello me suponía. Por un lado, mi moral judeocristiana
heredada de esta sociedad occidental me hacía sentir una gran repulsa ante la
idea de seguir adelante; sin embargo, había algo liberador en todo aquello, un
placer que nunca había conseguido alcanzar durante mis años de vida; en ello, había
una pulsión irresistible, un acicate que llegaba de algún lugar fuera de mí, de
ese diablo escondido en aquellas mujeres que quizá no era tal diablo, sino un guía.
Durante el
juicio me enteré de ciertos detalles truculentos de mis catorce pletóricas
actuaciones que ni tan siquiera recordaba. Había partes difusas, nebulosas, de
las que sólo me quedaban impresiones y emociones tan profundas que eran más reales que esa vida monótona y
adocenada que Occidente pretende vender como Paraíso. Allí sentado, en el
banquillo de los acusados, escuchando en mis oídos lo que tenía que responder a
cada pregunta de los letrados, me sentí feliz por primera vez en mi vida,
verdaderamente feliz al haber encontrado una lógica que diera sentido a mi
presencia en este mundo.
Cuando el mazo
del juez golpeó la mesa, dictando la sentencia de muerte, sin embargo, ocurrió
algo extraño. Aquella nebulosa en la que había estado sumergido desde mi
primera experiencia homicida me abandonó con una última carcajada, y me
descubrí vociferando en la sala del juzgado, pidiendo a gritos que volviera, tratando
de correr detrás de aquella presencia, sin saber muy bien hacia dónde ir, mientras
cuatro agentes de policía se afanaban en sujetarme y llevarme en volandas hacia
mi celda, y después hacía el penal en donde ahora escribo estas últimas líneas.
El capellán
me pidió que redactara algo para las
familias de las víctimas. Creo que quería que me arrepintiera y suplicara su
perdón, pero ¿cómo voy a hacerlo? Antes bien, deberían dejarme verles de cerca
para intentar encontrar la explicación de que permitieran que la ponzoña se
apoderara de sus seres queridos. Creo que en esos ojos también encontraría
aquel brillo, y atando cabos, podría llegar al origen del Mal. Poco a poco, a
través de los ojos, si tuviera una nueva oportunidad…
NOTA DE PRENSA:
A las doce menos dos minutos de la madrugada del día de
autos, se recibió en la penitenciaria del Estado una llamada del Tribunal
Supremo anulando la sentencia de muerte y ordenando recluir al encausado en un
centro psiquiátrico de máxima seguridad para su tratamiento, al considerársele irresponsable
de tales execrables crímenes debido a una más que evidente enfermedad mental.
Alberto Martínez Urueña
14-10-2014
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