lunes, 7 de abril de 2014

Decoradores


            Escuchaba un comentario en la radio acerca de los recortes que sufrimos en los últimos tiempos, recortes presupuestarios que un gobierno mentiroso y demagogo se atrevió a disfrazar de reformas económicas imprescindibles, como si en la vida política o en la económica hubiera alguna verdad absoluta e inamovible, una verdad que nadie puede cuestionarse. No en vano, el ideario neofascista ya no aplica –de momento– las viejas costumbres: detenciones arbitrarias, palizas en lúgubres comisarias, leyes de vagos y maleantes… Aquellas actividades tan perfeccionadas por psicópatas con mando en plaza que han corrido por nuestras sociedades durante demasiados siglos.
            Al respecto de los recortes, se ha hablado largo y tendido de los presupuestarios y económicos, los más visibles e inmediatos, pero mirando con fina atención, se puede comprobar que no acaba aquí el latrocinio institucional al que nos vemos sometidos. Ahora podemos hablar también de los recortes de derechos, incluidos algunos fundamentales, que pretende acometer este legislativo de analfabetos vareadores.
            Si algo primordial tengo que reprochar al de la ceja, no fue la negación de la crisis hasta que la tuvimos resoplando a la espalda: otros países que sí la admitieron, se han visto abocados igualmente a adoptar medidas impuestas desde diversos organismos internacionales, títeres de los poderes fácticos mundiales. Tampoco le reprocho en demasía aquellas películas del cheque-bebé y similares, aunque su incidencia real fuera más bien escasa. Lo más vergonzoso, por encima de otras cuestiones, sucedió aquel mes de mayo en que se vio en la tesitura de deshacerse del poder o deshacerse de su palabra dada. Y eligió la segunda opción, adoptando todo aquel paquete de contramedidas cuasibélicas contrario al ideario socialdemócrata con que llegó a la Moncloa, dictado desde una Europa que parece el hermano malo de Hitler. La única salida honrosa, pero sobre todo democrática, habría sido dimitir, convocar elecciones y que el pueblo decidiera; sin embargo, para ello habríamos necesitado información veraz y a su debido tiempo, y esto escasea tanto en las democracias occidentales como los billetes de quinientos euros en una cartera de la nueva clase media española.          Las consecuencias de aquella decisión fueron que llegamos a lo más álgido de la crisis y tuvimos elecciones, y con el país hecho un solar hubo quien pensó que la solución era darle la batuta de mando al diablo, en esta suerte de péndulo por un lado y de seguidismo conservador por otro. Y le dieron, además, mayoría absoluta.
            Ahora, tenemos en la Moncloa a un personaje que mintió de forma descarada en campaña electoral, y a su lado a varios ministros del Opus Dei, creencia que podríamos llegar incluso a respetar si no fuera porque pretenden imponer su modus vivendi al resto de la población. Porque de eso va el tema, y ha ido siempre, ya que si en las carteras económicas galopan sobre atílicos rocines Montoro y De Guindos –supuestos neoliberales que no tienen ningún problema en subvencionar o rescatar empresas quebradas, y adalides de los eufemismos dialécticos para ocultar hachazos económicos– en otras nos estamos comiendo a la cúpula opusdeica española a través de sus arcángeles de la muerte Gallardón y Fernández-Díaz. Estos, subyugados bajo el mando real de una organización de boato religioso y farisaica doctrina, están introduciendo en nuestra legislación una serie de cilicios sumamente peligrosos.
            Y es que pensábamos que ya habíamos superado determinadas trifulcas en las que habíamos alcanzado un cierto consenso, y dábamos por hecho que no se tocaban. Debates sobre la injerencia del Estado en la esfera privada y de conciencia de los ciudadanos parecían evidentes, pero llegó a ministro el alcalde de la mayor deuda de todos los ayuntamientos de España –él, que milita en un partido de ideología neoliberal– y nos pretende calzar una legislación abortista que hace sonrojar a la extrema derecha europea.
            Por otro lado, derechos fundamentales como los de manifestación y reunión, conquistas vitales de la democracia, son ahora cuestionadas porque son molestas para el centro de la capital de España. Hablan del manifestodromo, y eso suena más a jolgorio y mierda de caballo que a personas reivindicando cosas tales como pan, trabajo y techo… ¡en la España del siglo XXI! Se sacan una Ley de Seguridad Ciudadana que a los jueces conservadores del Consejo General del Poder Judicial les pone los pelos como escarpias en la que se pretende, verbigracia, que cualquier psicópata con el título de segurata en el expediente y una porra en mano pueda dispersar una manifestación, amen de convertir de nuevo a un cuerpo de honrados funcionarios en sus perros de presa.
            Dicen que son reformas, pero no conozco a nadie que en su casa las haga para dejarla peor de como se la encontró. Aunque quizá para ellos, siendo mal pensado, devolvernos a épocas oscuras de nuestra historia en donde manejaban el cotarro de espaldas al pueblo al que nunca rendían cuentas sea la mejor decoración que puede presentar este terruño llamado España al consideran su cortijo particular.


Alberto Martínez Urueña 28-03-2014

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