jueves, 24 de abril de 2014

Opiniones


            Es curioso: un aprendiz de columnista con ínfulas de saber escribir se lanza a dar su parecer sobre las opiniones, tanto las propias como las ajenas. De antemano, ya diré que este texto no deja de ser una salva de cañonazos contra mi propia línea de flotación, arte complicado si se pretende la justa medida de no caer en la falsa modestia sin desbordarse hacia el engreimiento. Comencé con este telar para salvar ciertas cuentas, aunque sólo fuera con mi propia conciencia, y también para tener las ideas sobre la realidad social más o menos ordenadas. Sobre todo, porque mi amor por la escritura me lleva a utilizar la palabra escrita siempre que puedo, tratándola con la mayor deferencia posible, conociendo mis limitaciones y desfondándome en la dadiva de mis virtudes. También porque, de alguna manera, tengo desde hace muchos años –dentro de los pocos que cuento de vida– la comezón de aportar razonamientos cuando las emociones me dicen que la injusticia humana adelanta las trincheras. En todo caso, este párrafo sólo es una burda justificación para derramar por la red todas estas letras que os mando.
            Como ya se encargó de recordarnos el magnífico Clint Eastwood, las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene uno, símil que deja perfectamente claro el desprecio que sentía el protagonista por alguna de aquéllas. Yo, por mi parte, sin pretender ser ningún radical, estoy perfectamente de acuerdo con tal apreciación; por tanto, me veo en la necesidad moral de afirmar que ciertas opiniones lanzadas al viento sin el más mínimo pudor ni cuidado son como piedras de gran tonelaje dirigidas a la cabeza de la mínima ética exigible. De hecho ya sabéis que siempre intento considerar a cualquier ser humano digno del más absoluto respeto, pero me niego a que ese respeto alcance a cualquier barbaridad que vomite su boca. Si así lo hiciera, correría el riesgo de anteponer razonamientos a personas humanas, y lucho en cada momento del día para no caer en semejante disparate. Imaginaos por un momento que frías cifras económicas me llevan a justificar la pobreza infantil en España, tal y como pretenden que hagamos los peleles del banco azul.
            Si subimos el nivel y nos aventuramos en las necrosadas meninges de ciertos personajes, podemos observar determinadas actitudes que bordean lo bochornosamente inseguro. Son personas que necesitan dar su opinión y así reafirmarse, y pase lo que pase ponen sobre el tapete su criterio, con absoluta independencia del sustento lógico que posea. Os invito a realizar un sano ejercicio de observación sin pasiones, y veréis cómo –sobre todo en este país de pandereta donde cuenta más el derecho al ocio que al descanso nocturno– se repite el nacimiento constante de opiniones no solicitadas, así como de consejos, advertencias, avisos o exhortaciones a los que más valdría haber aplicado una muy sana y conveniente interrupción gestacional. Surgen las magistraturas sobre vidas ajenas igual que las moscas sobre un trozo de pescado bajo el sol estival, dispuestas a medrar a costa de la podredumbre reinante, y se consideran legitimados para sostener “yo haría tal o cual cosa” antes de que nadie haya solicitado su concurso en la historia. Más les valdría a los catedráticos de lo ajeno aplicar grueso cerrojo en boca que, de abierta, se convierte en bocana de puerto por la que entran y sobre todo salen mercancías de dudosa calidad.
            El peldaño más alto del escalafón está ocupado por aquellos que reúnen las características anteriores, y se emperran además en añadir las siguientes. Existe quien se considera en la obligación de y con el derecho para proferir sus pareceres con absoluta independencia de las consecuencias de hacerlo. Lo importante no es el daño causado, sino la necesidad que tiene el mundo de que vierta el ácido de su existencia a modo de bien construido silogismo, con independencia de los estragos que pueda causar al hacerlo. Un “¡a ver por qué no voy a poder decir lo que pienso!” denota en quien lo alega, además de lo expuesto en el párrafo anterior, una total carencia de compasión con quienes le rodean, amen de una titánica prepotencia al creer que su opinión vale algo más allá de las fronteras de sus afilados dientes. No deja de ser la eterna cuestión acerca de si el fin justifica cualquier medio, así como de la autojustificación de estos últimos sin que exista una finalidad más allá de sí mismos a la hora de utilizarlos. La suma de todos estos factores indica una tremenda ignorancia: olvidar para qué abrimos la boca cuando lo hacemos, convirtiendo a quienes nos escuchan en víctimas atropelladas por el tren descontrolado de nuestras propias miserias.
 
Alberto Martínez Urueña 24-04-2014

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