Es curioso: un aprendiz de columnista con ínfulas de saber escribir se lanza a dar su parecer sobre las opiniones, tanto las propias como las ajenas. De antemano, ya diré que este texto no deja de ser una salva de cañonazos contra mi propia línea de flotación, arte complicado si se pretende la justa medida de no caer en la falsa modestia sin desbordarse hacia el engreimiento. Comencé con este telar para salvar ciertas cuentas, aunque sólo fuera con mi propia conciencia, y también para tener las ideas sobre la realidad social más o menos ordenadas. Sobre todo, porque mi amor por la escritura me lleva a utilizar la palabra escrita siempre que puedo, tratándola con la mayor deferencia posible, conociendo mis limitaciones y desfondándome en la dadiva de mis virtudes. También porque, de alguna manera, tengo desde hace muchos años –dentro de los pocos que cuento de vida– la comezón de aportar razonamientos cuando las emociones me dicen que la injusticia humana adelanta las trincheras. En todo caso, este párrafo sólo es una burda justificación para derramar por la red todas estas letras que os mando.
Como ya se
encargó de recordarnos el magnífico Clint Eastwood, las opiniones son como los
culos, todo el mundo tiene uno, símil que deja perfectamente claro el desprecio
que sentía el protagonista por alguna de aquéllas. Yo, por mi parte, sin
pretender ser ningún radical, estoy perfectamente de acuerdo con tal
apreciación; por tanto, me veo en la necesidad moral de afirmar que ciertas
opiniones lanzadas al viento sin el más mínimo pudor ni cuidado son como
piedras de gran tonelaje dirigidas a la cabeza de la mínima ética exigible. De
hecho ya sabéis que siempre intento considerar a cualquier ser humano digno del
más absoluto respeto, pero me niego a que ese respeto alcance a cualquier
barbaridad que vomite su boca. Si así lo hiciera, correría el riesgo de
anteponer razonamientos a personas humanas, y lucho en cada momento del día
para no caer en semejante disparate. Imaginaos por un momento que frías cifras
económicas me llevan a justificar la pobreza infantil en España, tal y como
pretenden que hagamos los peleles del banco azul.
Si subimos el
nivel y nos aventuramos en las necrosadas meninges de ciertos personajes,
podemos observar determinadas actitudes que bordean lo bochornosamente inseguro.
Son personas que necesitan dar su opinión y así reafirmarse, y pase lo que pase
ponen sobre el tapete su criterio, con absoluta independencia del sustento
lógico que posea. Os invito a realizar un sano ejercicio de observación sin
pasiones, y veréis cómo –sobre todo en este país de pandereta donde cuenta más
el derecho al ocio que al descanso nocturno– se repite el nacimiento constante
de opiniones no solicitadas, así como de consejos, advertencias, avisos o
exhortaciones a los que más valdría haber aplicado una muy sana y conveniente
interrupción gestacional. Surgen las magistraturas sobre vidas ajenas igual que
las moscas sobre un trozo de pescado bajo el sol estival, dispuestas a medrar a
costa de la podredumbre reinante, y se consideran legitimados para sostener “yo
haría tal o cual cosa” antes de que nadie haya solicitado su concurso en la
historia. Más les valdría a los catedráticos de lo ajeno aplicar grueso cerrojo
en boca que, de abierta, se convierte en bocana de puerto por la que entran y
sobre todo salen mercancías de dudosa calidad.
El peldaño
más alto del escalafón está ocupado por aquellos que reúnen las características
anteriores, y se emperran además en añadir las siguientes. Existe quien se
considera en la obligación de y con el derecho para proferir sus pareceres con
absoluta independencia de las consecuencias de hacerlo. Lo importante no es el
daño causado, sino la necesidad que tiene el mundo de que vierta el ácido de su
existencia a modo de bien construido silogismo, con independencia de los
estragos que pueda causar al hacerlo. Un “¡a ver por qué no voy a poder decir
lo que pienso!” denota en quien lo alega, además de lo expuesto en el párrafo
anterior, una total carencia de compasión con quienes le rodean, amen de una
titánica prepotencia al creer que su opinión vale algo más allá de las
fronteras de sus afilados dientes. No deja de ser la eterna cuestión acerca de
si el fin justifica cualquier medio, así como de la autojustificación de estos
últimos sin que exista una finalidad más allá de sí mismos a la hora de
utilizarlos. La suma de todos estos factores indica una tremenda ignorancia:
olvidar para qué abrimos la boca cuando lo hacemos, convirtiendo a quienes nos
escuchan en víctimas atropelladas por el tren descontrolado de nuestras propias
miserias.
Alberto Martínez Urueña
24-04-2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario