Unas veces
tanto y otras tan poco, decía una típica frase. A mí me pasa bastante a menudo:
me paso un par de semanas o tres sin derramar por los folios mis opiniones y
después se dan las circunstancias para que salgan solos un par de textos o
tres. Claro, nos encontramos en situación de poder hacer una loa absoluta a uno
de los aspectos que más me suelen alterar el nervio, por lo absurdo: el fútbol
nacional.
Normalmente
me muevo entre el desinterés ante una competición adulterada por la divergencia
de capacidades económicas entre los distintos clubes y entre el impulso
reaccionario que me provoca tener que ser o del Barça o del Madrid, cuando a mí
sólo me llama el Real Valladolid. Como veréis, no dedico ni un poco de tiempo
en llamar de todo a esos mercenarios de las emociones, aunque se merecerían mis
más elaborados insultos. Sin embargo, ayer hubo un club de fútbol que hizo lo
que tenía que hacer, le echó cojones de los de verdad –no de los de correr
noventa minutos–, y me refiero al Racing de Santander: se olvidó de todas las posibles
y miserables escusas para no mover un dedo –y ser cómplice necesario de la
pasta– y le dijeron al patrón que hasta que no recibiesen el estipendio
establecido en su contrato iba a salir a jugar su puta madre. Si bien es cierto
que tuvieron la suerte de poder hacerlo con la tele de por medio, harto complicado
para un equipo que subsiste en segunda b, no deja de ser menos cierto que demostraron
mucho más que el resto del mundillo junto. Exactamente igual que los
“terroristas” de Gamonal, o esos antisistema de la marea blanca madrileña.
Muchas veces
me quedo pensando en la facilidad que tenemos para justificar ese tan arduo
trabajo de dejar bien marcado nuestro trasero en el sofá de la cómoda
autocomplacencia. Frases como “¿para qué, si va a dar igual?”, “no vas a
conseguir nada”, “al final siempre ganan los mismos” convierten en una mentira
cualquier logro social realizado con titánicos esfuerzos en los últimos
decenios, o siglos. Logros como el fin del apartheid, la segregación racial, el
sufragio universal, la emancipación de la mujer, la educación universal, el
derecho a la presunción de inocencia, el descanso dominical, el acceso a la
educación y a la cultura, la jornada laboral de ocho horas, la libertad de
expresión, el acceso a la información, y un largo etcétera, demuestran que lo
más extraordinario de nuestra Historia Occidental está sucediendo en nuestros
días: la aparente falta de incentivos para la lucha social.
Claro, al
otro lado de la lucha de estos trabajadores por cuenta ajena –un contrato, por
muy deportivo que sea, se incluye en este grupo–, es inevitable encontrarse con
uno de esos patrones tan ibéricos de pura cepa, de los de pata negra bien
rollizos a base de bellota. Un patrón, en este caso, presidente de una sociedad
anónima, que considera lógico que sus trabajadores curren de gratis, igual que
otros muchos, y que lo argumentan por el bien de la empresa.
Por otro
lado, una noticia que me removió por completo las tripas ha sido aquella de una
niña muerta a causa del desplome de un columpio que se le cayó encima, en
Rivas-VaciaMadrid. Si ya de por sí lo ocurrido es un espanto, los dirigentes
del ayuntamiento, alcalde a la cabeza, se apresuraron a eximirse de cualquier
tipo de responsabilidad casi antes de dar el pésame a los padres. Esta reacción,
limpiándose las manos sin anunciar previamente un estudio independiente para
analizar las causas, hace que la imagen ofrecida sea propia de corsarios dieciochescos.
Y ni tengo idea de a qué partido pertenecen ni me interesa: ya sólo por
semejante rostro cementero deberían ser arrojados al Manzanares bien sujetos a
una piedra. Aunque no sean culpables de la muerte de la niña.
Estas dos noticias son las que demuestran el
lado más humano –sí, el más humano, luego está la parte oscura– de las
personalidades públicas y visibles de nuestro pequeño país: personajes
siniestros que medran cual sanguijuelas en los lugares más recónditos. Igual
que la fresquísima iniciativa de la Liga de Fútbol Profesional, pidiendo el
indulto para Del Nido, todos en bloque, por si acaso. O las declaraciones
periódicas de los responsables de la CEOE apostando por precarizar aún más el
empleo. Y no digamos ya esos políticos que se consideran capacitados para
solucionar una crisis permitida por ellos, o sino causantes y beneficiarios
directos.
“¿Qué hacer
ante tal panorama?”, nos preguntábamos hace poco mi padre y yo. Es complicado,
en el ambiente derrotista y cínico que nos rodea actualmente, apelar a la
responsabilidad individual. Los derrotistas nos dicen que no vale de nada
moverse incluso antes de intentarlo; los cínicos acusan, uno por uno, a cada
individuo de la sociedad de ser poco menos que una jauría de lobos, donde cada
uno tiene lo suyo al mismo tiempo de bastardo y de responsable del holocausto.
Y cada éxito, en ambos casos, supone un diminuto avance que precederá a una debacle
cada vez más espantosa. Solamente diré a este respecto que, más allá de las
pequeñas miserias de las que nos podemos hacer responsables –como lo de vivir
por encima de las propias posibilidades– el principal y más importante error es
dejarnos convencer por aquellos que se derrotaron a sí mismos, en lugar de
enorgullecernos por los que, a pesar de tener también un sofá muy cómodo en
casa, se tiraron a la puta calle a luchar por lo suyo con los medios, mayores o
menores, que hubiera.
Alberto Martínez Urueña
2-02-2014
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