Hay noticias
luctuosas que me hacen recapacitar, e intento ir desde lo evidente hasta la
raíz profunda en donde nacen las causas. De esa manera, quizá pierdo la
precisión de los detalles, pero gano en perspectiva. Soy de esos que, dejando
de lado un poco la noción de lo concreto, navegamos en el mar de la
abstracción, en donde las capturas son más difíciles de conseguir, pero que
engloban cuestiones más profundas. No me interesan los parches improvisados a
posteriori; prefiero la comprensión de los orígenes de que derivan los
perniciosos efectos.
Me encontraba
este domingo trasteando en Internet, cuando una noticia llamó mi atención: la
muerte por sobredosis de heroína de uno de mis actores mejor considerados, Philip
Seymour Hoffman, llamado a conseguir los mayores reconocimientos artísticos de
no haber visto truncada su vida de una forma tan trágica. Y esto me llevó a
preguntarme por las adicciones que destruyen, de una forma u otra, la
existencia de tantas personas, sin distinción de cuna o clase. Si hablamos de
drogas, todos estamos perfectamente concienciados del peligro que entrañan, de
cómo destrozan tanto al adicto como a las personas que le rodean. Sin embargo, planteado
el tema desde el consumo como evasión de una realidad que no consigue
satisfacernos, la cosa cambia.
Hoy tenemos
al alcance de la mano un sinfín de posibles ofertas para ello: nos bombardean
de forma continua las veinticuatro horas del día. El avance tecnológico nos ha
traído un progreso material sin precedentes que nos ha facilitado la vida como
nunca, y sus bondades son innegables. Sin embargo, como cualquier cuestión de
la vida, contiene partes oscuras que no podemos perder de vista: entre otras,
la posibilidad de satisfacer de forma inmediata y sin esfuerzo todo tipo de
deseos. Pudiera parecer que esto es otra ventaja, pero al mismo tiempo nos ha
hecho menos resistentes a las inevitables frustraciones que la vida comporta.
Sobre todo si asumimos que la capacidad del ser humano para desear es infinita
y las posibilidades para saciarse, limitadas; este desfase provoca tales
frustraciones y, sin la resistencia adecuada –ganada previamente–, el vacío y
la angustia más intensos.
El sistema de
mercado en que vivimos no entiende de más frustraciones que las financieras,
pero sí comprendió hace tiempo que a través de la saturación publicitaria se
magnifica esa capacidad “deseadora”, aumentando las preexistentes y creando
nuevas necesidades que antes no existían –y eso hace crecer la cuenta de
resultados y soluciona las financieras. Sin más limitación que la capacidad
productiva de la maquinaria económica, los hombres ya no son seres con
necesidades y deseos determinados que cubrir, sino máquinas incapaces de
discriminar y que tienen por objetivo último el propio consumo más allá del
objeto consumido. Para más inri, perdidos en este proceso, nuestra atención se
encuentra secuestrada en esas lides, mientras que la parte más importante de
nuestra existencia se va escabullendo a nuestras espaldas. En definitiva, pierden
lo que realmente son, se pierden a sí mismos.
Vivimos en
una sociedad acelerada y neurótica, sumergida en ese proceso sinfín de
procurarnos un cada vez mayor y cada vez más frecuente consumo; y despeñados
por esa angustia existencial y ese vacío crecientes de los que hablaba,
intentamos solucionarlo con un nuevo producto que consumir sin entender que eso
únicamente acrecienta el abismo por el que caemos. Se sabe de la cripta, pero
en lugar de intentar verla y comprender su realidad, se cae reiteradamente en la
trampa que te sepulta una y otra vez en ella, cada vez más muertos en vida. Es
más, vivimos en una sociedad de la que nos quejamos –más hoy en día, y más en
nuestro país de pandereta–, y todos hablamos de la necesidad de cambiarla, de
hacerla más justa y humana. Todo lo dicho anteriormente es el verdadero obstáculo
de cualquier cambio.
Para romper
este círculo sólo hay un posible mecanismo. En primer lugar, dejar de mirar a
ver qué hacen los demás y preocuparnos de nosotros mismos. En segundo lugar,
aceptar que huimos del vacío hacia el consumo que produce ese mismo vacío. Es
primordial detener el proceso en algún momento; de hecho, todos nos lo
planteamos antes o después, pero elegimos el eslabón equivocado: intentamos
eliminar ese consumo. Es imposible, pero hasta cierto punto, lógico, porque el
otro eslabón es más oscuro, no le entendemos e incluso recelamos al mirarlo de
cerca. Pero sólo puede detenerse tal proceso observando de cerca ese vacío y habitándolo sin miedo; así, poco a poco,
comenzamos a comprenderlo, no sólo con la razón, sino con todo nuestro ser,
mucho más amplio y sabio. Es complicado, requiere de esfuerzo y voluntad; más
aún, cuando a nuestro alrededor todo lo que nos rodea nos está exigiendo una
continua atención que nos impide dirigir ésta hacia nosotros mismos. Y es que
ese vacío es una parte más de nuestro ser, una esfera recóndita que espera a
que nuestra conciencia lo ilumine, a que nos busquemos dentro de nosotros
mismos y entendamos más allá del miedo, y del ego. Entonces se comprende también
más allá de la duda, se ve el verdadero rostro de ese vacío que permanecía
velado, se disipa la niebla bajo el aliento de la conciencia y encuentras algo después
de las palabras parecido al hogar.
Alberto Martínez Urueña
7-02-2014
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