domingo, 9 de febrero de 2014

La única posibilidad

            Hay noticias luctuosas que me hacen recapacitar, e intento ir desde lo evidente hasta la raíz profunda en donde nacen las causas. De esa manera, quizá pierdo la precisión de los detalles, pero gano en perspectiva. Soy de esos que, dejando de lado un poco la noción de lo concreto, navegamos en el mar de la abstracción, en donde las capturas son más difíciles de conseguir, pero que engloban cuestiones más profundas. No me interesan los parches improvisados a posteriori; prefiero la comprensión de los orígenes de que derivan los perniciosos efectos.
            Me encontraba este domingo trasteando en Internet, cuando una noticia llamó mi atención: la muerte por sobredosis de heroína de uno de mis actores mejor considerados, Philip Seymour Hoffman, llamado a conseguir los mayores reconocimientos artísticos de no haber visto truncada su vida de una forma tan trágica. Y esto me llevó a preguntarme por las adicciones que destruyen, de una forma u otra, la existencia de tantas personas, sin distinción de cuna o clase. Si hablamos de drogas, todos estamos perfectamente concienciados del peligro que entrañan, de cómo destrozan tanto al adicto como a las personas que le rodean. Sin embargo, planteado el tema desde el consumo como evasión de una realidad que no consigue satisfacernos, la cosa cambia.
            Hoy tenemos al alcance de la mano un sinfín de posibles ofertas para ello: nos bombardean de forma continua las veinticuatro horas del día. El avance tecnológico nos ha traído un progreso material sin precedentes que nos ha facilitado la vida como nunca, y sus bondades son innegables. Sin embargo, como cualquier cuestión de la vida, contiene partes oscuras que no podemos perder de vista: entre otras, la posibilidad de satisfacer de forma inmediata y sin esfuerzo todo tipo de deseos. Pudiera parecer que esto es otra ventaja, pero al mismo tiempo nos ha hecho menos resistentes a las inevitables frustraciones que la vida comporta. Sobre todo si asumimos que la capacidad del ser humano para desear es infinita y las posibilidades para saciarse, limitadas; este desfase provoca tales frustraciones y, sin la resistencia adecuada –ganada previamente–, el vacío y la angustia más intensos.
            El sistema de mercado en que vivimos no entiende de más frustraciones que las financieras, pero sí comprendió hace tiempo que a través de la saturación publicitaria se magnifica esa capacidad “deseadora”, aumentando las preexistentes y creando nuevas necesidades que antes no existían –y eso hace crecer la cuenta de resultados y soluciona las financieras. Sin más limitación que la capacidad productiva de la maquinaria económica, los hombres ya no son seres con necesidades y deseos determinados que cubrir, sino máquinas incapaces de discriminar y que tienen por objetivo último el propio consumo más allá del objeto consumido. Para más inri, perdidos en este proceso, nuestra atención se encuentra secuestrada en esas lides, mientras que la parte más importante de nuestra existencia se va escabullendo a nuestras espaldas. En definitiva, pierden lo que realmente son, se pierden a sí mismos.
            Vivimos en una sociedad acelerada y neurótica, sumergida en ese proceso sinfín de procurarnos un cada vez mayor y cada vez más frecuente consumo; y despeñados por esa angustia existencial y ese vacío crecientes de los que hablaba, intentamos solucionarlo con un nuevo producto que consumir sin entender que eso únicamente acrecienta el abismo por el que caemos. Se sabe de la cripta, pero en lugar de intentar verla y comprender su realidad, se cae reiteradamente en la trampa que te sepulta una y otra vez en ella, cada vez más muertos en vida. Es más, vivimos en una sociedad de la que nos quejamos –más hoy en día, y más en nuestro país de pandereta–, y todos hablamos de la necesidad de cambiarla, de hacerla más justa y humana. Todo lo dicho anteriormente es el verdadero obstáculo de cualquier cambio.
            Para romper este círculo sólo hay un posible mecanismo. En primer lugar, dejar de mirar a ver qué hacen los demás y preocuparnos de nosotros mismos. En segundo lugar, aceptar que huimos del vacío hacia el consumo que produce ese mismo vacío. Es primordial detener el proceso en algún momento; de hecho, todos nos lo planteamos antes o después, pero elegimos el eslabón equivocado: intentamos eliminar ese consumo. Es imposible, pero hasta cierto punto, lógico, porque el otro eslabón es más oscuro, no le entendemos e incluso recelamos al mirarlo de cerca. Pero sólo puede detenerse tal proceso observando de cerca ese vacío y  habitándolo sin miedo; así, poco a poco, comenzamos a comprenderlo, no sólo con la razón, sino con todo nuestro ser, mucho más amplio y sabio. Es complicado, requiere de esfuerzo y voluntad; más aún, cuando a nuestro alrededor todo lo que nos rodea nos está exigiendo una continua atención que nos impide dirigir ésta hacia nosotros mismos. Y es que ese vacío es una parte más de nuestro ser, una esfera recóndita que espera a que nuestra conciencia lo ilumine, a que nos busquemos dentro de nosotros mismos y entendamos más allá del miedo, y del ego. Entonces se comprende también más allá de la duda, se ve el verdadero rostro de ese vacío que permanecía velado, se disipa la niebla bajo el aliento de la conciencia y encuentras algo después de las palabras parecido al hogar.

Alberto Martínez Urueña 7-02-2014


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