lunes, 17 de febrero de 2014

Puntualizaciones


            Si bien es cierto que no es un desdije, al uso del político ibérico porcino, sí que es cierto que debo hacer una serie de puntualizaciones que me indicó cierto amigo al respecto de mi equidistancia entre conservadores y progresistas. Después de una lectura somera, pretendería hacer aquí una digresión y que queden ciertas cosas claras, al igual que ciertos aspectos de otro que titulé “¿Dónde estaban?”.
            El problema de decir que tienes tal o cual tendencia política es que, en este país de mierda, te identifican en seguida con tal o cual partido, y sobre todo, luego te echan en cara los errores cometidos por ese partido. Es como si, por decir que te gusta el buen fútbol, vayas a tener que ser forofo del Barcelona. Así como me considero del Real Valladolid, en política también tengo mis propias ideas que no siempre concuerdan con partidos políticos concretos.
            Creo en una idea política, y por tanto en cómo organizar una sociedad, basada en el concepto de caridad y compasión por los más necesitados, los que en esta carrera de fondo que es la vida empiezan o están en una situación de desventaja con respecto al resto. Valoro en gran medida el esfuerzo como herramienta para progresar en la vida, pero si existen diez posibilidades con diez mil personas para ocuparlas, una gran mayoría se quedará fuera y es de esos de los que hablo al decir que una sociedad que se pretenda avanzada no puede permitirse dejarles en la cuneta.
            Creo en una sociedad que se mida según las personas que deja o no olvidadas y no por las que acumulan riquezas. En definitiva, creo en un sistema que procure por todos los medios un mínimo razonable a sus ciudadanos para que su vida se pueda considerar digna. Para mí, una organización social que anteponga otros conceptos a la noción de dignidad humana debería ser arrancada de raíz y desecada al sol como una mala hierba que no debe entorpecer el crecimiento de un buen cultivo.
            Creo que en cada persona hay una parte privada que ha de quedar libre de intromisiones, delimitada por aquellas elecciones que no le afectan más que a sí misma y sobre las que tiene absoluto derecho a decidir. Son planos sobre los que la religión católica –no sólo ella, pero es la que nos toca en nuestro entorno–, durante sus siglos de existencia, se ha considerado legitimada para inmiscuirse por el bien de las almas de aquellos a los que debía salvar del fuego eterno; planos que, justificados por lo anterior, los distintos tiranos, caudillos y después gobiernos han legislado siguiendo la doctrina que les dictaban desde el palacio arzobispal. Ojo, que quede bien claro que no critico a quien siga la doctrina católica, apostólica y romana: la religión y sus preceptos es una de esas partes de la vida privada que ha de quedar libre de intromisiones. Lo que me hace sacar el colmillo es que quieran imponer su modo de vida –ya sea con amenazas infernales o con articulados civiles o penales– a quienes no tienen sus mismas creencias. Eso, sin entrar a desmontar todo su entramado filosófico, o directamente a sus incongruencias e hipocresías, porque llevan tan mal que les lleven la contraria que al final acaban por ponerse violentos y a soñar con viejas costumbres. Creo que el plano de la conciencia es propio de cada persona, y la salvación eterna, si acaso existe algo semejante, es una elección de cada uno. Ya sabemos lo que ocurre, según la cristiandad, cuando cometes un pecado; no necesitamos que el señor Gallardón nos corrija de nuestros errores a través del BOE.
            Creo en una sociedad participativa, y no por modas actuales, sino porque existen medios para poder llevarlo a cabo. Existiendo tales herramientas, la negativa de los políticos a utilizarlas me lleva a dos conclusiones: o gobiernan para el pueblo pero sin el pueblo, o gobiernan para los poderosos a costa del pueblo. O las dos al mismo tiempo, porque retorciendo la dialéctica se puede llegar a pensar que las dos son lo mismo.
            Creo que el mercado es el mejor método económico conocido, a expensas de uno mejor, para la asignación de recursos productivos, pero considerar al ser humano como uno de esos recursos me parece la gran falacia de la nueva dictadura: la dictadura del capital. Por otro lado, si esa distribución se hace desde una perspectiva económica, también creo en la reasignación de la renta y la riqueza desde una perspectiva humana.
            Y luego, por otro lado, creo que hay una corriente ideológica que predica la compasión desde capilla y la hostia prepotente a la puerta de la iglesia, ya sea física o económica. Creo que hay una corriente ideológica que quiere conservar su statu quo por encima de cualquier consideración de humanidad, que hace clasificaciones entre personas en las que, curiosamente, siempre sale beneficiado, y en base a ellas sigue pisoteando el pescuezo de los débiles. Creo que hay una corriente ideológica que con tal de seguir hinchándose la cartera es capaz –y de hecho lo hace– de dejar abandonado como un perro a un ser humano. Y creo que los seres humanos que siguen esa corriente ideológica se merecen todo el respeto que ellos no otorgan a sus contrarios; eso sí, entendería que hubiese quien quisiera que esa ideología sufriera la falta de respeto efectivo que aplica al resto, y pereciera arrojada en la hoguera donde antes se quemaban infieles, y sus cenizas fueran esparcidas al viento y olvidadas en los anales de la memoria colectiva.


Alberto Martínez Urueña 17-02-2013

domingo, 9 de febrero de 2014

La única posibilidad

            Hay noticias luctuosas que me hacen recapacitar, e intento ir desde lo evidente hasta la raíz profunda en donde nacen las causas. De esa manera, quizá pierdo la precisión de los detalles, pero gano en perspectiva. Soy de esos que, dejando de lado un poco la noción de lo concreto, navegamos en el mar de la abstracción, en donde las capturas son más difíciles de conseguir, pero que engloban cuestiones más profundas. No me interesan los parches improvisados a posteriori; prefiero la comprensión de los orígenes de que derivan los perniciosos efectos.
            Me encontraba este domingo trasteando en Internet, cuando una noticia llamó mi atención: la muerte por sobredosis de heroína de uno de mis actores mejor considerados, Philip Seymour Hoffman, llamado a conseguir los mayores reconocimientos artísticos de no haber visto truncada su vida de una forma tan trágica. Y esto me llevó a preguntarme por las adicciones que destruyen, de una forma u otra, la existencia de tantas personas, sin distinción de cuna o clase. Si hablamos de drogas, todos estamos perfectamente concienciados del peligro que entrañan, de cómo destrozan tanto al adicto como a las personas que le rodean. Sin embargo, planteado el tema desde el consumo como evasión de una realidad que no consigue satisfacernos, la cosa cambia.
            Hoy tenemos al alcance de la mano un sinfín de posibles ofertas para ello: nos bombardean de forma continua las veinticuatro horas del día. El avance tecnológico nos ha traído un progreso material sin precedentes que nos ha facilitado la vida como nunca, y sus bondades son innegables. Sin embargo, como cualquier cuestión de la vida, contiene partes oscuras que no podemos perder de vista: entre otras, la posibilidad de satisfacer de forma inmediata y sin esfuerzo todo tipo de deseos. Pudiera parecer que esto es otra ventaja, pero al mismo tiempo nos ha hecho menos resistentes a las inevitables frustraciones que la vida comporta. Sobre todo si asumimos que la capacidad del ser humano para desear es infinita y las posibilidades para saciarse, limitadas; este desfase provoca tales frustraciones y, sin la resistencia adecuada –ganada previamente–, el vacío y la angustia más intensos.
            El sistema de mercado en que vivimos no entiende de más frustraciones que las financieras, pero sí comprendió hace tiempo que a través de la saturación publicitaria se magnifica esa capacidad “deseadora”, aumentando las preexistentes y creando nuevas necesidades que antes no existían –y eso hace crecer la cuenta de resultados y soluciona las financieras. Sin más limitación que la capacidad productiva de la maquinaria económica, los hombres ya no son seres con necesidades y deseos determinados que cubrir, sino máquinas incapaces de discriminar y que tienen por objetivo último el propio consumo más allá del objeto consumido. Para más inri, perdidos en este proceso, nuestra atención se encuentra secuestrada en esas lides, mientras que la parte más importante de nuestra existencia se va escabullendo a nuestras espaldas. En definitiva, pierden lo que realmente son, se pierden a sí mismos.
            Vivimos en una sociedad acelerada y neurótica, sumergida en ese proceso sinfín de procurarnos un cada vez mayor y cada vez más frecuente consumo; y despeñados por esa angustia existencial y ese vacío crecientes de los que hablaba, intentamos solucionarlo con un nuevo producto que consumir sin entender que eso únicamente acrecienta el abismo por el que caemos. Se sabe de la cripta, pero en lugar de intentar verla y comprender su realidad, se cae reiteradamente en la trampa que te sepulta una y otra vez en ella, cada vez más muertos en vida. Es más, vivimos en una sociedad de la que nos quejamos –más hoy en día, y más en nuestro país de pandereta–, y todos hablamos de la necesidad de cambiarla, de hacerla más justa y humana. Todo lo dicho anteriormente es el verdadero obstáculo de cualquier cambio.
            Para romper este círculo sólo hay un posible mecanismo. En primer lugar, dejar de mirar a ver qué hacen los demás y preocuparnos de nosotros mismos. En segundo lugar, aceptar que huimos del vacío hacia el consumo que produce ese mismo vacío. Es primordial detener el proceso en algún momento; de hecho, todos nos lo planteamos antes o después, pero elegimos el eslabón equivocado: intentamos eliminar ese consumo. Es imposible, pero hasta cierto punto, lógico, porque el otro eslabón es más oscuro, no le entendemos e incluso recelamos al mirarlo de cerca. Pero sólo puede detenerse tal proceso observando de cerca ese vacío y  habitándolo sin miedo; así, poco a poco, comenzamos a comprenderlo, no sólo con la razón, sino con todo nuestro ser, mucho más amplio y sabio. Es complicado, requiere de esfuerzo y voluntad; más aún, cuando a nuestro alrededor todo lo que nos rodea nos está exigiendo una continua atención que nos impide dirigir ésta hacia nosotros mismos. Y es que ese vacío es una parte más de nuestro ser, una esfera recóndita que espera a que nuestra conciencia lo ilumine, a que nos busquemos dentro de nosotros mismos y entendamos más allá del miedo, y del ego. Entonces se comprende también más allá de la duda, se ve el verdadero rostro de ese vacío que permanecía velado, se disipa la niebla bajo el aliento de la conciencia y encuentras algo después de las palabras parecido al hogar.

Alberto Martínez Urueña 7-02-2014


domingo, 2 de febrero de 2014

Orgulloso de ellos

            Unas veces tanto y otras tan poco, decía una típica frase. A mí me pasa bastante a menudo: me paso un par de semanas o tres sin derramar por los folios mis opiniones y después se dan las circunstancias para que salgan solos un par de textos o tres. Claro, nos encontramos en situación de poder hacer una loa absoluta a uno de los aspectos que más me suelen alterar el nervio, por lo absurdo: el fútbol nacional.
            Normalmente me muevo entre el desinterés ante una competición adulterada por la divergencia de capacidades económicas entre los distintos clubes y entre el impulso reaccionario que me provoca tener que ser o del Barça o del Madrid, cuando a mí sólo me llama el Real Valladolid. Como veréis, no dedico ni un poco de tiempo en llamar de todo a esos mercenarios de las emociones, aunque se merecerían mis más elaborados insultos. Sin embargo, ayer hubo un club de fútbol que hizo lo que tenía que hacer, le echó cojones de los de verdad –no de los de correr noventa minutos–, y me refiero al Racing de Santander: se olvidó de todas las posibles y miserables escusas para no mover un dedo –y ser cómplice necesario de la pasta– y le dijeron al patrón que hasta que no recibiesen el estipendio establecido en su contrato iba a salir a jugar su puta madre. Si bien es cierto que tuvieron la suerte de poder hacerlo con la tele de por medio, harto complicado para un equipo que subsiste en segunda b, no deja de ser menos cierto que demostraron mucho más que el resto del mundillo junto. Exactamente igual que los “terroristas” de Gamonal, o esos antisistema de la marea blanca madrileña.
            Muchas veces me quedo pensando en la facilidad que tenemos para justificar ese tan arduo trabajo de dejar bien marcado nuestro trasero en el sofá de la cómoda autocomplacencia. Frases como “¿para qué, si va a dar igual?”, “no vas a conseguir nada”, “al final siempre ganan los mismos” convierten en una mentira cualquier logro social realizado con titánicos esfuerzos en los últimos decenios, o siglos. Logros como el fin del apartheid, la segregación racial, el sufragio universal, la emancipación de la mujer, la educación universal, el derecho a la presunción de inocencia, el descanso dominical, el acceso a la educación y a la cultura, la jornada laboral de ocho horas, la libertad de expresión, el acceso a la información, y un largo etcétera, demuestran que lo más extraordinario de nuestra Historia Occidental está sucediendo en nuestros días: la aparente falta de incentivos para la lucha social.
            Claro, al otro lado de la lucha de estos trabajadores por cuenta ajena –un contrato, por muy deportivo que sea, se incluye en este grupo–, es inevitable encontrarse con uno de esos patrones tan ibéricos de pura cepa, de los de pata negra bien rollizos a base de bellota. Un patrón, en este caso, presidente de una sociedad anónima, que considera lógico que sus trabajadores curren de gratis, igual que otros muchos, y que lo argumentan por el bien de la empresa.
            Por otro lado, una noticia que me removió por completo las tripas ha sido aquella de una niña muerta a causa del desplome de un columpio que se le cayó encima, en Rivas-VaciaMadrid. Si ya de por sí lo ocurrido es un espanto, los dirigentes del ayuntamiento, alcalde a la cabeza, se apresuraron a eximirse de cualquier tipo de responsabilidad casi antes de dar el pésame a los padres. Esta reacción, limpiándose las manos sin anunciar previamente un estudio independiente para analizar las causas, hace que la imagen ofrecida sea propia de corsarios dieciochescos. Y ni tengo idea de a qué partido pertenecen ni me interesa: ya sólo por semejante rostro cementero deberían ser arrojados al Manzanares bien sujetos a una piedra. Aunque no sean culpables de la muerte de la niña.
             Estas dos noticias son las que demuestran el lado más humano –sí, el más humano, luego está la parte oscura– de las personalidades públicas y visibles de nuestro pequeño país: personajes siniestros que medran cual sanguijuelas en los lugares más recónditos. Igual que la fresquísima iniciativa de la Liga de Fútbol Profesional, pidiendo el indulto para Del Nido, todos en bloque, por si acaso. O las declaraciones periódicas de los responsables de la CEOE apostando por precarizar aún más el empleo. Y no digamos ya esos políticos que se consideran capacitados para solucionar una crisis permitida por ellos, o sino causantes y beneficiarios directos.
            “¿Qué hacer ante tal panorama?”, nos preguntábamos hace poco mi padre y yo. Es complicado, en el ambiente derrotista y cínico que nos rodea actualmente, apelar a la responsabilidad individual. Los derrotistas nos dicen que no vale de nada moverse incluso antes de intentarlo; los cínicos acusan, uno por uno, a cada individuo de la sociedad de ser poco menos que una jauría de lobos, donde cada uno tiene lo suyo al mismo tiempo de bastardo y de responsable del holocausto. Y cada éxito, en ambos casos, supone un diminuto avance que precederá a una debacle cada vez más espantosa. Solamente diré a este respecto que, más allá de las pequeñas miserias de las que nos podemos hacer responsables –como lo de vivir por encima de las propias posibilidades– el principal y más importante error es dejarnos convencer por aquellos que se derrotaron a sí mismos, en lugar de enorgullecernos por los que, a pesar de tener también un sofá muy cómodo en casa, se tiraron a la puta calle a luchar por lo suyo con los medios, mayores o menores, que hubiera.


Alberto Martínez Urueña 2-02-2014