martes, 14 de enero de 2014

Detesto la violencia


            Detesto la violencia. Cualquier persona que me conozca sabe que, a pesar de las canciones, de los comentarios más o menos mordaces, de los textos que a veces me salen por este teclado, nunca en mi vida la he defendido. Sin embargo, vemos cómo sucede, cómo las noticias nos ofrecen imágenes más o menos lejanas en las que se desarrolla, y he de reconocer que se me parte el alma. Pero me resulta más complicado digerir esa frase que resuena en nuestros oídos de forma constante y diaria en la que se condena toda clase de violencia y en la que se suele apostillar que cualquiera que recurre a tales métodos pierde la razón que tuviera. En parte, reconozco que me cuesta porque de normal sale de sanguijuelas hemicíclicas a las que me cuesta mucho comprender sus motivos vitales: ver salir un diputado con cara de holopléjico emocional dándonos lecciones a los ciudadanos suele resultarme complicado.
            Y estos días, escuchando las noticias, me preguntaba a qué violencia se referían. No sé exactamente si se refieren a la violencia de los países árabes, la de los indígenas americanos o africanos, a la que vemos contra mamá naturaleza, a la que sufren los niños en el colegio, o a la que sucede en lugares más cercanos, dentro de nuestro país. En todos estos lugares, la violencia galopa como el caballo de Atila e incontables personas, una a una consideradas como individuos particulares, sufren sus crueles mordiscos con mayores o menores alaridos, o incluso estertores. Sin embargo, vi que mi cuestión era totalmente baladí, porque la raíz del problema tiene un mismo origen, destinatario y productor, ya sea allende los mares o a la vuelta de la esquina; o de algunas esquinas, que no todos los lugares son lo mismo.
            Violencia es controlar los designios de otros pueblos por intereses nada dudosos: la pasta por la pasta y el poder por el poder – que por desgracia viene a ser lo mismo. Los países árabes, los latinoamericanos, y no digamos ya los africanos, llevan décadas viendo cómo las decisiones de sus destinos se elaboran en hoteles siete estrellas muy lejos de sus calles y de sus familias, mientras ellos quedan al margen de cualquier beneficio y son literalmente expoliados de todas sus inmensas pero escondidas riquezas.
            Violencia es vivir de espaldas al planeta que te da cobijo, considerando que el dueño de la casa tiene derecho a remodelar toda su estructura. Y claro que el dueño tiene ese derecho, pero los individuos que viven en La Tierra sólo estamos de paso, igual que realquilados de habitación sin factura a los que cualquier día mamá naturaleza echa a la calle, y olvidarlo es sumamente violento para el siguiente inquilino.
            Violencia es lo que está sucediendo en nuestro país: por poner un ejemplo cercano, todos los sucesos de Burgos. También lo que está sucediendo con la minería esquilmada por políticos vendidos y empresarios piratas, o la Educación de los futuros adultos de este país dogmatizada por políticos tiranos, o la conciencia individual de las mujeres embarazadas, o la sanidad arrebatada a los que se ven obligados a emigrar de su tierra y de su familia mientras ven cómo salen de las cifras del paro y así se maquilla su tragedia vital. Es violencia defender salarios de subsistencia porque haya alguna lógica económica que preconice mayores beneficios o crecimientos del PIB, y es violencia que los discursos se retuerzan para poder concluir que cuatrocientos euros al mes no destruyen la dignidad de la persona.
            Dirán lo que quieran, pero me parece sumamente violenta aquella frase tan actual hoy en día de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” y que se ha instalado en la política no sólo de nuestro país de cortijo y señorito – realmente nunca la hemos erradicado de nuestro sistema social–, sino en toda esa corriente ideológica europea de pseudoliberalismo que subvenciona económica y legislativamente sin ningún pudor los negocios que les interesa. Esa misma corriente de conservadurismo y dudosa ideología democristiana que cree justo pedir esfuerzos tales como vivir durante varios años con subsidios que no llegan ni para poner la calefacción en invierno. Es violento eso, que los hijos del pueblo pasen frío y hambre en esta todopoderosa Unión Europea que se congratula de sí misma por ser insensible y dura con los que “no se esfuerzan”.
            Por eso, no estoy de acuerdo con ningún tipo de violencia; sin embargo, me viene a la cabeza una imagen: una de esas personas que sufren todo lo anterior, y que yace tirada y exhausta en el suelo de la marginal social. Tiene sobre el cuello la suela del zapato de alguno de estos señoritos de cortijo, y ve su sonrisa de prepotencia mientras le va colando una tras otra todas las injusticias a las que se considera con derecho a colar por ser de tal o cual casta, o tal cuna. El sometido ha estado manifestándole su opinión de forma pacífica, por activa y por pasiva, al respecto de semejante situación; pero del hijoputa que le tiene contra el suelo sólo obtiene bonitas palabras y sonrisas ambiguas. Y declaraciones condenando todo tipo de violencia.
            Así que, aunque no lo defiendo, entiendo que al tipo ése que sufre la suela sobre el cuello, le llegue un momento en que intente levantarse; y a lo mejor para ello, le tiene que retorcer el tobillo al hijoputa con lo que ello conlleva. Ojo, no lo justifico, que nadie entienda mal, pero quizá en el intento de recuperar la dignidad que le han robado con la extrema violencia que se maneja hoy en día, haga perder ligeramente ciertos equilibrios.

Alberto Martínez Urueña 14-01-2014

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