sábado, 21 de diciembre de 2013

¿Dónde estaban?

            No creo en la violencia, por eso, cuando veo a conciudadanos obligados a recurrir a ella, siento que nuestra tan avanzada sociedad está corrompida desde la misma base. Resulta tan evidente que falla algo que no puedo si no buscar los motivos.
            Creo ser una persona más o menos razonable y no tengo enemigos por clases; de hecho, tengo grandes amigos que delinquen y otros que han de perseguirles desde las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Yo mismo he incumplido alguna vez la ley y no he creído que si un policía me hubiera cazado, él fuera el hijo de puta y yo un incomprendido. Más aún, después de conseguir mi oposición y comprobar que en esta vida de funcionario lo que hacemos es cumplir órdenes más o menos cuestionables.
            Pero estamos continuamente rodeados de ataques y provocaciones, de embestidas  y amenazas cuando menos dialécticas, proferidas de forma sistemática y sin posible censura. Nos expolian para aumentar los beneficios de un 0,001% –quizá sea menor el porcentaje– que controla nuestros designios como sociedad por un lado y como individuo por otro, con la incomprendida justificación de que lo hacen por nuestro bien. Igual que en el Medievo –salvando las evidentes distancias– cuando purificaban las almas en las plazas del pueblo pensando en la vida eterna del quemado; o nos cobran un precio desmedido por los servicios que podemos considerar básicos, igual que antaño cuando exigían a cambio la virginidad de las desposadas. No es una cuestión de comparar aquellas barbaridades con pagar más o menos dinero o con ver como algo que es de la sociedad pasa a manos privadas, pero la indolencia con que se hace puede llegar a cobrar parecidos asombrosos. En resumidas cuentas, no deja de ser la dirección y utilización de seres humanos por otros seres humanos carentes de empatía.
            Hoy en día, en España, sucede de forma continua, y de manera exacta. Antaño, el pueblo llano compuesto por súbditos y villanos, quizá no veía en toda su vida al rey por el que daba la vida –ya que esta le pertenecía– en sus tierras o en sus guerras; únicamente llegaba a verle pasar en algún evento público y quedaba maravillado por sus artísticas gentilezas. A los que conocían muy bien eran a sus tropas regulares encargadas de expropiarles, a los gobernadores que controlaban las regiones y a los perros de caza que les perseguían sin piedad cuando no cumplían. Estos, además, podían conocer alguna parte de sus reales edificios si sus delitos eran lo suficientemente importantes: quizá alguna mazmorra húmeda y llena de ratas, o quizá el patio del cadalso en donde se bailaría al ritmo del viento por última vez.
            En la actualidad, tampoco les conocemos, aunque intuyamos sus cargos; en cambio, sus secuaces aparecen de vez en cuando en público, enseñándonos sus dominios y maravillándonos con sus fastos, haciéndonos creer que están al alcance de nuestros dedos. A los que conocemos muy bien son a sus peleles: los brazos políticos que se encargan de acaparar las instituciones –herramientas creadas por ellos mismos para dar la falsa sensación de plebiscito al villano–, los brazos armados –no las tropas de infantería, sino los generales– a los que no les tiembla el pulso a la hora de enviar ciudadanos a agredir a otros ciudadanos, y los brazos empresariales en donde bregan personajes siniestros como los consejeros delegados de las grandes compañías, perros de presa dispuestos a cualquier cosa con tal de parecer dignos a sus señores y poder comer las migajas que se les caen de la mesa.
            Hoy está pasando todo esto en España, y el problema es que las personas, una a una, están empezando a intuir que las antiguas rebeliones no sirvieron para nada, que sólo fue aquello de “a rey muerto, rey puesto”, y que al ciudadano siempre le tocará pagar la factura de una forma u otra. Perdemos todos los avances logrados en la segunda mitad del pasado siglo a sabiendas de que la justificación es mentira y que sólo sucede que los señores les han dicho a sus perros que ya basta de entregar más a la plebe. Drenan lo poco que teníamos, se lo llevan a sus cortijos y de ahí ya no vuelve a salir, y nosotros somos cada vez más, con cada vez menos. Las pensiones, la sanidad, la educación, los derechos de reunión, manifestación, huelga, el acceso a una vivienda digna, la libertad de expresión, el aborto, los derechos laborales, sociales, a una justicia gratuita, rápida y de calidad… ¿Necesitáis que siga? Todo esto, nos dicen, es porque no hay dinero; sin embargo, sabemos que lo único que sucede es que el dinero se lo ha montado para que nadie lo toque. Lo que pasa es que nuestro Gobierno llegó prometiendo cosas que no iba a cumplir con la auténtica finalidad de construir un sistema social a medida para quienes dictan las órdenes y retrotraernos a esa época en donde la protesta era castigada con la sanción y la cárcel, en donde los ciudadanos buscaban rivales entre sus vecinos y en donde una casta reducida dirigía los designios por nuestro bien mientras ellos se llenaban los bolsillos. Me preguntaba desde hacía años donde había quedado la extrema derecha en España: estaba escondida, esperando la mejor oportunidad para volver a agarrar por los huevos esto que ellos consideran su cortijo.


Alberto Martínez Urueña 21-12-2013

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