No creo en la
violencia, por eso, cuando veo a conciudadanos obligados a recurrir a ella,
siento que nuestra tan avanzada sociedad está corrompida desde la misma base.
Resulta tan evidente que falla algo que no puedo si no buscar los motivos.
Creo ser una
persona más o menos razonable y no tengo enemigos por clases; de hecho, tengo
grandes amigos que delinquen y otros que han de perseguirles desde las Fuerzas
y Cuerpos de Seguridad del Estado. Yo mismo he incumplido alguna vez la ley y
no he creído que si un policía me hubiera cazado, él fuera el hijo de puta y yo
un incomprendido. Más aún, después de conseguir mi oposición y comprobar que en
esta vida de funcionario lo que hacemos es cumplir órdenes más o menos
cuestionables.
Pero estamos
continuamente rodeados de ataques y provocaciones, de embestidas y amenazas cuando menos dialécticas,
proferidas de forma sistemática y sin posible censura. Nos expolian para
aumentar los beneficios de un 0,001% –quizá sea menor el porcentaje– que
controla nuestros designios como sociedad por un lado y como individuo por
otro, con la incomprendida justificación de que lo hacen por nuestro bien.
Igual que en el Medievo –salvando las evidentes distancias– cuando purificaban
las almas en las plazas del pueblo pensando en la vida eterna del quemado; o
nos cobran un precio desmedido por los servicios que podemos considerar
básicos, igual que antaño cuando exigían a cambio la virginidad de las
desposadas. No es una cuestión de comparar aquellas barbaridades con pagar más o
menos dinero o con ver como algo que es de la sociedad pasa a manos privadas,
pero la indolencia con que se hace puede llegar a cobrar parecidos asombrosos.
En resumidas cuentas, no deja de ser la dirección y utilización de seres
humanos por otros seres humanos carentes de empatía.
Hoy en día,
en España, sucede de forma continua, y de manera exacta. Antaño, el pueblo
llano compuesto por súbditos y villanos, quizá no veía en toda su vida al rey
por el que daba la vida –ya que esta le pertenecía– en sus tierras o en sus
guerras; únicamente llegaba a verle pasar en algún evento público y quedaba
maravillado por sus artísticas gentilezas. A los que conocían muy bien eran a
sus tropas regulares encargadas de expropiarles, a los gobernadores que
controlaban las regiones y a los perros de caza que les perseguían sin piedad
cuando no cumplían. Estos, además, podían conocer alguna parte de sus reales
edificios si sus delitos eran lo suficientemente importantes: quizá alguna
mazmorra húmeda y llena de ratas, o quizá el patio del cadalso en donde se
bailaría al ritmo del viento por última vez.
En la
actualidad, tampoco les conocemos, aunque intuyamos sus cargos; en cambio, sus
secuaces aparecen de vez en cuando en público, enseñándonos sus dominios y
maravillándonos con sus fastos, haciéndonos creer que están al alcance de
nuestros dedos. A los que conocemos muy bien son a sus peleles: los brazos
políticos que se encargan de acaparar las instituciones –herramientas creadas
por ellos mismos para dar la falsa sensación de plebiscito al villano–, los
brazos armados –no las tropas de infantería, sino los generales– a los que no
les tiembla el pulso a la hora de enviar ciudadanos a agredir a otros
ciudadanos, y los brazos empresariales en donde bregan personajes siniestros como
los consejeros delegados de las grandes compañías, perros de presa dispuestos a
cualquier cosa con tal de parecer dignos a sus señores y poder comer las
migajas que se les caen de la mesa.
Hoy está
pasando todo esto en España, y el problema es que las personas, una a una,
están empezando a intuir que las antiguas rebeliones no sirvieron para nada,
que sólo fue aquello de “a rey muerto, rey puesto”, y que al ciudadano siempre
le tocará pagar la factura de una forma u otra. Perdemos todos los avances logrados
en la segunda mitad del pasado siglo a sabiendas de que la justificación es
mentira y que sólo sucede que los señores les han dicho a sus perros que ya
basta de entregar más a la plebe. Drenan lo poco que teníamos, se lo llevan a
sus cortijos y de ahí ya no vuelve a salir, y nosotros somos cada vez más, con
cada vez menos. Las pensiones, la sanidad, la educación, los derechos de
reunión, manifestación, huelga, el acceso a una vivienda digna, la libertad de
expresión, el aborto, los derechos laborales, sociales, a una justicia
gratuita, rápida y de calidad… ¿Necesitáis que siga? Todo esto, nos dicen, es
porque no hay dinero; sin embargo, sabemos que lo único que sucede es que el
dinero se lo ha montado para que nadie lo toque. Lo que pasa es que nuestro Gobierno
llegó prometiendo cosas que no iba a cumplir con la auténtica finalidad de
construir un sistema social a medida para quienes dictan las órdenes y
retrotraernos a esa época en donde la protesta era castigada con la sanción y
la cárcel, en donde los ciudadanos buscaban rivales entre sus vecinos y en
donde una casta reducida dirigía los designios por nuestro bien mientras ellos
se llenaban los bolsillos. Me preguntaba desde hacía años donde había quedado
la extrema derecha en España: estaba escondida, esperando la mejor oportunidad
para volver a agarrar por los huevos esto que ellos consideran su cortijo.
Alberto Martínez Urueña
21-12-2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario