Ciertamente
reconozco que leer mis textos sobre actualidad política y sociedad tiene que
suponer un ímprobo esfuerzo anímico para evitar caer en la depresión más
absoluta. Ya no es sólo la crisis económica que nos machaca de manera sistemática
día tras día; se unen una gran cantidad de perrerías de toda índole que parecen
querer confirmar aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Si tuviera
que describir la sensación colectiva que nos envuelve, elegiría el desamparo
más absoluto: vivimos en un lugar oscuro y frío al arbitrio de los lobos que
rodean nuestro campamento, preparados para dar un nuevo mordisco sin que nadie
esté dispuesto a defendernos. Hay quien intenta levantar la voz para decirnos:
“¡Defendeos vosotros! No os dejéis maltratar de esa manera”. Pero la realidad
parece imponerse una y otra vez, y nos aplasta con la sentencia de que no hay
posible actitud que nos salve de los depredadores.
Ya no es sólo
que no haya quien nos proteja de ellos, sino que quienes deberían hacerlo, se
han convertido en los matones de discoteca que no nos dejan entrar en su fiesta.
Estos, por un lado, tienen un discurso más o menos populista, elaborado
mediante argumentos en los que nadie cree porque hemos visto que son insulto
continuo; y por otro lado, ya sabemos que bailan un ritmo que ninguno de
nosotros ha decidido marcarles. Más aún, somos el llamado factor trabajo, una
pieza más del engranaje que utilizan seres que parecen humanos para sus aviesos
propósitos; en este juego, quienes deberían protegernos, acaban ofreciéndonos
en sacrificio en el altar de la economía capitalista, en donde el panteón
existente está repleto de hienas.
Ocupados en
estas cuestiones, a nuestros secuestradores a penas les queda tiempo para
gastarlo en problemas que nos acosan y que nada tienen que ver con el sistema
económico fraudulento y podrido en el que estamos cautivos. Otros aspectos de
la sociedad para los que les necesitamos, a fin de que nos doten de
herramientas eficaces de defensa, quedan olvidados y sólo cuando la situación
clama venganza ponen cara lánguida y se presentan ellos mismos también como
víctimas, cuando son partícipes necesarios por su flagrante pasividad.
Durante
muchos años, y de esto guardo perfecto recuerdo, la sociedad española ha vivido
escandalizada al ver cómo los culpables de espantosos delitos quedaban libres,
convirtiendo a la Justicia en una meretriz de la que nadie puede fiarse, que
promete grandes placeres y que te roba la cartera sin que te des cuenta. Los
políticos españoles no han tenido el más mínimo pudor dejando de legislar
durante largos años aspectos cruciales para la paz social. No hablo siquiera en
la dudosa necesidad de venganza y resarcimiento de las víctimas de actos
terribles; les ha quedado demasiado grande poner en funcionamiento algo tan
simple como un sistema jurídico con el que los ciudadanos se sientan seguros y al
menos sepan las reglas con que jugamos en un Estado de Derecho de un país que
se dice primermundista.
Todos los
problemas surgidos con la doctrina Parot son un claro ejemplo de cómo los
políticos han sido incapaces de dotarnos de un Código Penal como el que quiere
cualquier persona medianamente sensata; en gran parte porque viven aislados de
tales demandas, sordos los oídos y acallados los gritos por su propia
autocomplacencia. Cuando un tribunal jurídico con la relevancia del de Derechos
Humanos sentenció que se vulneraron preceptos fundamentales, nuestros
representantes se han saltado cualquier noción de vergüenza torera al incluirse
entre las víctimas, lugar que no les corresponde. Además, en un ejercicio de
irresponsabilidad absoluta y vergonzosa, han cuestionado tanto la autoridad
como el sentido de la sentencia de un tribunal que, insisto, defiende los
Derechos Humanos, abriendo la posibilidad de que sentencias posteriores sean
igualmente cuestionadas. Los culpables de que veamos salir de la cárcel a
personajes de lo más siniestro, sobre los que la inmensa generalidad de la
ciudadanía considera que no han cumplido la deuda contraída, son esos que no fueron
capaces de dotarnos de un Código Penal a la altura. Por ello, cuando les veo
salir en horario de máxima audiencia poniendo cara de pena y relatándonos lo
indignados que están, me entra una mala hostia que no os hacéis idea. El
esperpento rayó el absurdo cuando algunos de ellos, la mayoría peperos de pro, aparecieron
en una manifestación en contra del Tribunal mencionado. Ya después,
recapacitando, recordé que a esos señores tan elegantes de cara compungida se
la sudan los derechos humanos, y que llevan poniendo trabas a que se
investiguen crímenes contra la humanidad desde hace décadas. Me quedaron claras
ciertas cosas, como el uso que están haciendo de una herramienta que nadie en
su sano juicio democrático comprende como es el indulto gubernamental. Yendo a
lo concreto, el silogismo que nos ofrecieron para justificar su presencia en
tal manifestación demostró que a esta gente se la trae al pairo buscar un buen
motivo para hacerlo, lo que denota la opinión que tienen del vulgo al que dicen
representar.
Así que más
les valdría sacarse de la boca tanta palabrería y volver a la cueva a la que
pertenecen. Ya sabemos que son unos demagogos y que juegan para los grandes;
que en las fiestas que éstos organizan son los bufones y que no se pierden una
para ver qué es lo que se cae de las mesas, como los perros de los señores
feudales. Yo, por mi parte, concluyo como siempre: sigo buscando la manera de
modificar todo esto, pero en lo que lo encuentro, al menos no rendiré mi
conciencia y mi voto al brazo político que nos quiere de rodillas y en
silencio.
Alberto Martínez Urueña
30-11-2013
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