Al margen de
que tenga una gran cantidad de razonamientos para considerar basura televisiva
a los programas llamados reality-shows, esto no implica que sepa y eche un
vistazo de vez en cuando a alguno de ellos. Vivo en una sociedad de la imagen y
la comunicación de la que creo que debo saber qué es lo que contiene para
hacerme una idea más o menos concreta de la realidad que se fabrica en ella. El
fenómeno de los realities comenzó hace ya más de una década, y se puede
considerar como un espectáculo en el que se genera una verdadera realidad que
viven personas de carne y hueso, en contraposición con la ficción que pueden
ofrecer series televisivas o películas con un guión preestablecido y que
pretende contar una historia concreta. En el caso de los realities, el guión va
surgiendo sobre la marcha a medida que los participantes van interaccionando
entre ellos. No voy a ser tan ingenuo como para pensar que éstos no están
dirigidos de alguna manera: no en vano, el negocio televisión no puede dejar al
libre albur todas las cuestiones inesperadas que pueden dar al traste con el
programa, aunque sólo fuera condicionando a los participantes para que tengan
tal o cual reacción emocional en determinados momentos. El principal problema
que tengo con ese tipo de programas, grosso modo, es que ofrecen una realidad
que no me interesa lo más mínimo en la que participan personas que no conozco,
y por lo tanto, no me sugieren nada. Habrá quien diga que eso mismo ocurre con
las películas o con las series de ficción que comentaba antes: quizá tengáis
razón, y no he empezado este texto para polemizar sobre cuestiones inherentes a
tal debate.
Hay otros
realities que, sin pretender exacerbar de manera más o menos artificial los
ánimos de los protagonistas, y por derivación, los de los televidentes, ofrecen
de forma documental una realidad concreta. Les hay sobre personas que viajan,
otros, sobre personas que viven en culturas diferentes a las suyas… El último
del que he visto unos minutos de metraje ha sido el conocido como “Palabra de
gitano”. En él, nos ofrecen la perspectiva de este colectivo tan particular
ante diversos temas más o menos polémicos, y normalmente conflictivos. Una
sociedad como la gitana, que conserva tradiciones culturales que vienen de hace
siglos, plantean respuestas a problemas como la homosexualidad, el matrimonio,
la relación hombre-mujer, que en un mundo aparentemente avanzado como el
nuestro resultan bastante chocantes.
No voy a
plantear aquí una especie de nostalgia con cuestiones de otras épocas que, en
determinados foros, siempre se plantean queriendo afirmar que algunos aspectos
culturales que hemos dejado atrás deberían ser conservados. El honor, la
familia, la fidelidad de la pareja, la responsabilidad con los tuyos, están muy
presentes en los grupos de gitanos, y es muy fácil caer en la afirmación de
tales ideas fáciles y no escarbar en la superficie para comprender una
problemática mucho más profunda. No en vano, estas cuestiones son virtudes
loables, pero las consecuencias de no cumplirlas, en ocasiones, distan mucho de
conservar el halo de beatitud que pueden tener. La marginación, el oprobio o
incluso las consecuencias de castigos físicos en caso de incumplimiento son el
reverso tenebroso de divinizar ideas más o menos grandilocuentes y ponerlas por
encima del propio ser humano. No en vano, la fidelidad marital es una virtud a
tener en cuenta, pero las consecuencias de su infracción en ciertas culturas
hacen que alguien pueda morir lapidado.
Es curioso,
viendo ciertas costumbres como la del pañuelo durante las bodas, como, de
alguna manera, nos horroriza ver que esas cosas continúen pasando en nuestro
país. No estamos hablando de cuestiones tan espantosas como la ablación del
clítoris, pero el diferente trato otorgado a la mujer con respecto al hombre
estas cuestiones no deja de llamarnos la atención. Son costumbres que, de
alguna manera, parece que hemos dejado atrás en nuestro mundo avanzado. O si
no, la marginación absoluta que sufren los homosexuales, que dejan de ser
considerados por sus amigos y vecinos, y es considerado como una afrenta al
honor de la familia. Hace años esto también pasaba en España: los homosexuales
eran castigados; los malos tratos a las mujeres, perdonados e incluso
justificados; y así un largo etcétera que hace de nuestra historia no tan
lejana una zona bastante siniestra que muchos se empeñan en dejar en el olvido.
Muchas de estas cuestiones, como siempre, parten de anteponer ideas a personas,
y la mayoría, de ver el aspecto externo del problema, la imagen que de ella se
tiene, por encima del trasfondo humano que pueda contener, seguramente mucho
más rico que los prejuicios que pueden condenar a un ser humano al desprecio. Y
pensando en estas cosas, me pregunté a mí mismo, y por eso, quise escribir este
texto: “¿cuántos prejuicios más tendremos sobre nuestra estructura mental que
condenan a otros seres humanos al desprecio?” No en vano, en nuestra soberbia
evolutiva, nos vemos a nosotros mismos libres de pensamiento, y cuando
señalamos con el dedo a otras personas por conductas que consideramos
reprobables, lo hacemos con la completa seguridad de nuestra censura.
Exactamente igual que un gitano exigiendo su derecho a la virginidad de la
novia, pudiendo él haber profanado antes la de muchas otras.
Alberto Martínez Urueña
16-10-2013
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