jueves, 10 de octubre de 2013

Mi otoño


            Hay muchas veces que me pregunto a mí mismo los motivos que me llevan a escribir en esta columna las injusticias y egoísmos que podemos ver a lo largo del día. Sería más sencillo hacer textos sosegados en los que desgranara ideas diferentes, más relacionadas con el ser humano como individuo personal que con la vida que múltiples individuos desarrollan en las distintas agrupaciones a las que pertenecen. De alguna manera, todos nosotros tendemos a intentar dejar salir aquello que nos angustia o nos cabrea, sobre todo cuando nos afecta de alguna manera, ya sea de forma directa o indirecta. No creo que sea únicamente el derecho inalienable que tenemos a la pataleta; siempre he creído que hay aspectos más profundos en la cuestión.
            Así, cuando en un mismo día se solapan la aprobación de una ley como la de Educación con la noticia de que en España hay hoy en día tres millones de personas viviendo con menos de trescientos euros al mes, he de reconocer que me cuesta permanecer ajeno. Podemos incluir el discurso del ministro Montoro asegurando que los salarios en nuestro país no se han visto reducidos, o cualquier otro de cualquier grupo político en el que estéis pensando. Por un lado, tenemos una legislación educativa que adolece del principal aspecto que ha de tener: el consenso; antes bien, ha sido aprobada sin el más mínimo acuerdo, con un marcado acento ideológico, tanto desde un punto de vista político como religioso, que la condena nuevamente a ser revisada al primer vaivén partidista del hemiciclo.
            Como veis, todo son artificios que guardan la subrepticia intención de desviar la atención del gran público hacia pequeñas vergüenzas para que no seamos capaces de ver las grandes. Sobre todo, teniendo en cuenta la atención dispersa, desentrenada y gratuita que normalmente sobrevive en la conciencia de la persona occidental. Hay situaciones tan sumamente graves que no admiten el lapso de tiempo y la paciencia que solicitan nuestros mandatarios que, absortos en su propia realidad, son totalmente incapaces de empatizar con el sufrimiento de varios millones de conciudadanos. Eso, sin contar con que quizá su concepción social pueda ser muy cercana al mundo que pretenden dejarnos a los que venimos detrás de ellos, un mundo donde las premisas básicas consistan en vernos unos a otros como elementos llamados factor trabajo en constante competencia y con la primera obligación de forzarnos al límite para alcanzar la perfección competitiva en nuestro despeño. Un mundo donde el ser humano deje de ser el punto gravitacional sobre el que gire todo el sistema.
            Esto no es demagogia, no es un brindis al sol cuando hablamos de conceptualizaciones sociales. Hay personas que justifican las más perversas desigualdades entre seres humanos; desigualdades humanas devenidas de situaciones de lo más diversas, como puedan ser la educación recibida, las capacidades innatas y cualquier otro motivo que pueda sufragar la factura que han de pagar a su conciencia para justificar el engaño. El engaño de tener mayores o menores merecimientos materiales y emocionales. Hay cosas innegociables, y el que defienda la postura que condena a seres humanos a la subsistencia y a la marginación nunca tendrá la razón que busca con su retorcida lógica. Hay cosas innegociables, repito: no hay ninguna ciencia o racionamiento que pueda poner valoraciones al sufrimiento humano, y el que crea lo contrario es el más malo de la película. El que crea lo contrario es un absoluto ignorante –digo bien, un absoluto ignorante, no me callo–, y esto es algo igualmente innegociable; en esto no estoy dispuesto a admitir la idea del respeto contrario ni a tolerar razonamientos vacíos de humanidad: soy totalmente intolerante con la idea de que penetre en mi ser cualquier noción que defienda que existe algo más importante que el ser humano, uno por uno, persona a persona, se llame como se llame o venga de donde venga. Lo contrario, repito, es ignorancia.
            Y de nuevo, me he visto en la necesidad de escribir una columna social, más allá de las inquietudes personales e internas que me acompañan, y de las que dejo pinceladas de vez en cuando en la red. ¿Qué objetivo puede llevarme a sacar de dentro todo lo que os dejo entrever en estos textos? Sobre todo, teniendo en cuenta de que soy capaz de entender que pertenezco a esta sociedad que tanto critico, y participo de alguna manera del daño que nos rodea, que a veces nos asfixia incluso, y que nos exige pagar un precio en ocasiones bastante más alto del que parece. Sobre todo, teniendo en cuenta que puedo estar tirando piedras sobre mi propio tejado. ¿Qué utilidad tiene dejar que el aire virtual de Internet se pueda llevar las hojas de este otoño en el que parece que permanentemente me hallo? Quizá algún día lo entienda, y a lo mejor dejo de hacerlo. Mientras tanto, seguiré en esta brecha, intentando dar algún sentido a cada frase en donde me deshago.


Alberto Martínez Urueña 10-10-2013

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