domingo, 6 de octubre de 2013

Cuando se apaga el miedo


            En esta vida, los comentarios generalizadores, aglutinantes y masificadores son absolutamente inservibles. Hay personas que prefieren las clasificaciones y las definiciones simplificadoras para hacer una cuestión más sencilla: la cuestión de opinar y formarse una opinión propia, y guiar tu vida según ese criterio. Por desgracia, hay múltiples intereses dedicados a lanzar proclamas, tratando de vender la suya como la verdadera para que te adhieras a ella como lo hace la cinta de carrocero al cartón. Esta es una dinámica tan extendida y aceptada que incluso se considera mucho más reprobable, más allá de elegir una contraria, obviar todas ellas. No suelen tener una clara aceptación esas personas que esperan, observan y, después, generan un híbrido raro que se parece un poco a lo que piensan todos, pero que tiene bordes y aristas que raspan la sensibilidad de cada uno. Por ejemplo, un personaje adinerado que es altruista, un policía antidisturbios que tiene sentimientos, un votante de derechas que no se pliega a las órdenes de la curia, un rojo casi negro al que no le gusta el descontrol social…
            Nos gustan las definiciones, es así de simple, nos hacen la vida más comprensible y nos ayudan a saber a dónde acercarnos y de lo que huir. Confiamos en ellas porque creemos que nos permiten saber de qué palo va un personaje por los signos externos de su comportamiento y aspecto; porque nos permite estructurar nuestras ideas en base a lo que se supone que implica cada concepto. Nos dan la falsa sensación de que tenemos una base lógica para toda nuestra pirámide de prioridades en la que apoyamos gran parte de nuestra existencia personal y social. De alguna forma, nos evitan la incertidumbre de la vida cotidiana y nos da seguridad. Nos apartan de un sentimiento que no nos gusta nada: el miedo.
            No deja de ser uno de los motores de la conciencia humana, junto con el deseo. El miedo es un latido en el interior de cada uno de nosotros que nos arrastra con una fuerza de la que muchas veces no somos conscientes, y maquillamos actitudes con una lógica en ocasiones dudosa para alejarnos lo más posible de aquello que nos asusta. Lo vemos casi a diario en las personas que nos rodean, a las que sorprendemos con actuaciones desconcertantes por las fobias que se han pegado como una costra supurante a la estructura de su personalidad. Si no fuera por el miedo de ver la enorme cantidad de incoherencias miedosas de las que nos componemos, lo veríamos también en nosotros mismos sólo con observarnos bajo el prisma del mínimo atrevimiento.
            Otras veces, disfrazamos de gustos o querencias la opción que nos aleja del temor a lo desconocido, a lo incoherente, a lo desconcertante. El ser humano necesita poder explicar el mundo que le rodea mediante las herramientas de la dialéctica para superar la continua angustia que de otra manera le bloquearía. O al menos, eso pensamos, o eso llevamos impreso en la conciencia colectiva y en la idiosincrasia que, de una forma u otra, nos introduce la sociedad desde que nacemos.
            Hay personas a las que hablarles de todo esto no tiene ningún sentido. Carecen de la curiosidad necesaria para escudriñar en su interior y descubrir los secretos que todos nosotros portamos. Prefieren un mundo con manual de instrucciones en el que, al comenzar y, después, según vas consiguiendo lograr los distintos hitos marcados, te entregan aquellos paquetes con el contenido predeterminado que se considera necesario para una vida satisfactoria. Quizá parezca que aplico una cierta crítica a esa opción, pero tengo cada vez menos claro la necesidad de sancionar tales actitudes: las opciones de cada persona son propias, al igual que las motivaciones, y cada vez veo con más claridad que lo único importante en esta vida es intentar evitar el sufrimiento, tanto el propio como el ajeno.
            Sin embargo, para otros, en algún momento de su existencia, se enciende un interruptor en el que el miedo al descubrimiento disminuye y, por otro lado, la curiosidad se hace más y más acuciante. Eliges qué convenciones sociales aceptas y cuáles prefieres obviar, y aceptas pagar el precio al respecto. De alguna manera, te apartas de la sociedad en mayor o menor medida, eliges salirte del camino trillado y explorar el prado que discurre a su vereda; poco a poco, quizá encuentras algo novedoso, algo que ilumina el sendero ignoto que se va abriendo a tus pies y, a pesar de que el discurrir por él puede ser solitario y te aleje del sendero conocido, contiene una poesía que llena tus instantes como no lo habían hecho antes los párrafos prosaicos de la planificación social.
            Cada uno encuentra algo para sí y no es necesario entregárselo a las palabras, ni contárselo a cada cuneta del recorrido en donde vas dejando el lastre de otras épocas. Sin embargo, a pesar de lo desconocido, el miedo se va disipando, igual que cuando, de pequeños, vencimos el miedo a la oscuridad. Para encontrar la satisfacción personal sólo hay que olvidarse de todos los miedos innecesarios (y en ocasiones interesados) que la sociedad nos ha ido introduciendo y andar por ese camino por el que, de una forma u otra, una vocecilla interior nos va guiando.


Alberto Martínez Urueña 6-10-2013

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