Me planteaba
escribir mi artículo desde hace días, y me está resultando muy complicado. Soy
una persona enganchada a las noticias, lo reconozco, me gusta saber qué es lo
que está ocurriendo en el mundo, ya sea cerca de mi puerta o en Corea. Y es que
hay tantas cosas que decir… Reconozco que la globalización de la información
consigue abrumarme tantas veces que no tengo capacidad para exponer en dos
folios cómo me conmueven las entrañas tantas tragedias que suceden cada día.
Sin embargo, no quiero convertir esta columna en un ejercicio de plañidero, y
tampoco quiero que sea un lugar ponzoñoso en donde verter todo el veneno que me
hacen vomitar las injusticias. Hace años, escribir era más sencillo, porque la
actualidad estaba plagada de matices en cada una de las múltiples temáticas que
ofrecía; en cambio, gracias a la crisis, hoy todas aquellas cuestiones quedan
deslucidas por la inmediatez de la tragedia en donde vidas que antes fueron
dignas se ven condenadas a la miseria y la limosna.
En estas
circunstancias tenemos tendencia a buscar responsables de nuestros males, y es
algo que, en un Estado de Derecho en el que vivimos, como nos place pensar, resulta
casi obligado. Así, nos vemos atrapados en un sumidero sin fondo de reproches
de unos a otros, de unas facciones a otras, de unas ideologías a otras, sin
darnos cuenta de lo fundamental, y es que no podemos permitir el sufrimiento
que nos rodea. Dan igual los motivos, los responsables o las cifras que
sustenten teorías: lo único que de verdad debería importar es frenar el río de
lágrimas en que se han convertido los ojos de demasiados niños pequeños
condenados a ver cómo sus padres son humillados, como son expulsados de sus
casas, de la sociedad y de su futuro a una marginalidad creciente que dejará
unas cicatrices imposibles de borrar. ¿Qué más da si sus padres vivieron por
encima de sus posibilidades o si ese razonamiento es, además de una completa
barbaridad, un discurso demagogo e incorrecto? ¿Qué más da si sus padres
abandonaron los estudios por un salario fácil y jugoso en la construcción? ¿Qué
más da cualquier otra idea que nos introduzcan en la cabeza? Son niños
pequeños, ni siquiera preadolescentes condenados al alcoholismo de fin de
semana por una sociedad que les abandona en cuanto cumplen los doce años. Son
niños de los que, la inmensa mayoría de ellos, todavía no han roto un plato de
manera consciente.
Oímos hablar
a los comisarios europeos, entre otros a todo un socialista como el señor
Almunia, de medidas de ajuste, de recortes y de aplicaciones de procedimientos
de déficit excesivo. Medidas todas ellas seguramente bien razonadas y plagadas
de un humanismo pragmático para sentar las bases económicas de nuestras
sociedades en un futuro no demasiado lejano. Puede ser cierto que debamos
realizar los planes requeridos para que en los próximos treinta o cuarenta años
podamos tener una estabilidad económica y social que sustente nuestros
proyectos vitales. Puede ser cierta, incluso acertada, la buena intención de
nuestros dirigentes. Yo pienso que, en el mejor de los casos, viven aislados
del mundo real; en otros supuestos que me planteo, salen peor parados, y eso
sin que yo sea ningún amante de las teorías conspiranóicas. No me hace falta
más que acudir a teorías económicas de las que algunos de vosotros habéis oído
hablar, e incluso otros domináis con destreza, para aplicar en ellas cualquier
supuesto en que los intereses de nuestros dirigentes no se dirijan hacia el
interés general que dicen proteger para obtener un mundo muy parecido al que
hoy tenemos.
Podemos
aceptar, por tanto, la buena fe de quienes sean todos ellos. Pero, entonces,
¿qué hacemos con los niños que están siendo literalmente condenados al
ostracismo? ¿Qué significado podemos encontrar a esa solicitud de confianza y
tiempo dirigida a padres que ven como sus hijos no pueden comer tres veces al
día si no es por la ayuda de otros conciudadanos? Cuando surtan efecto todas
las medidas planeadas vivirán sometidos por muchas consecuencias que no podrán
solucionarse.
Os aseguro
que hay días en que leo los textos económicos de unos y de otros y trato de
orientarme un poco en este océano de noticias y de declaraciones. Trato de
encontrar el sentido a este mundo ambiguo en el que partidos que se dicen
neoliberales suben los impuestos e intervienen en los mercados, y en el que
partidos que se dicen socialdemócratas agachan la cerviz ante los poderes
fácticos sin el menor sonrojo. Intento darle forma a todo lo que ocurre, y a
veces incluso tengo ideas de qué es lo que considero más o menos acertado en
todo este desastre que nos rodea, tratando de huir de ideas y declaraciones
demagógicas que sólo desvían la atención de lo importante.
Sin embargo,
otros días pienso en los padres que se han suicidado ante la idea el desahucio,
en otros que van todos los días a Cáritas y a la Cruz Roja para poder pagar la
factura del gas en invierno o para poder llevar medio kilo de garbanzos a casa,
en los que se han tenido que refugiar con sus padres pensionistas, cargados con
unas deudas que es fácil que les persigan toda su vida… Y sobre todo, pienso en
aquellos que no entienden nada, sólo que un buen día apareció un señor en la
puerta con un papel y él tuvo que agarrar el primer juguete que se encontró y
salir con lo puesto, expuesto para toda su vida al miedo, a la vergüenza y a la
desesperanza.
Alberto Martínez Urueña
30-05-2013
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