Corrían mediados
de los ochenta, una época en la que un ciento veintisiete con un aparato de
radio de los de entonces recorría las carreteras españolas en una versión
totalmente ibérica de lo que esta imagen suponía en aquellos años. En la
mayoría de aquellos viajes solían sonar los de antaño: Julio, Perales, Mocedades,
alguna de Juan Pardo … También en aquella época se incorporó a la pequeña
maleta portacasetes uno de los discos de La guardia, como reducto del
modernismo que no acababa de consolidarse. Antes de aquello, en casa, habían
llegado ya discos como Descanso dominical, Música es, El hombre del traje gris
y algunos otros que sonaban en la radio, en casa de primos mayores o que
surgieron sin saber muy bien de dónde.
Había en esta
historia una casa, la de unos amigos de mis padres en donde había una cadena
musical, y en cuyos bajos sobresalía un disco de su hijo, amigo también, con
cuatro tipos sentados en el suelo mirando a la cámara desde un fondo blanco
enigmático. En aquellos momentos, mediados de los ochenta también, no era
consciente de lo que tenía en mis manos, pero me enamoré de la primera canción
del disco y no hacía más que ponerla, no me cansaba. En casa de mis padres también
había una cadena, con aquel adelanto maravilloso que fue el disco compacto. El
primer disco de todos, creo recordar, fue el Concierto de Aranjuez, aunque con
ese me atreví un poco más adelante. Recuerdo que ponía alguno de aquellos
primeros discos y me sentaba en el sofá, maravillado de poder escuchar aquellos
sonidos, aquellas personas, aquel arte que se me brindaba a través de un
sencillo cableado y unas cajas de madera. Llegaron los Beatles y sus cajas roja
y azul, y descubrimos que también había otros dos que eran blanco y negro y que
recogían las caras B de muchos de sus sencillos. Quizá entonces en que mis
derroteros musicales se encaminaron más hacia la música extranjera.
Fue a
mediados de los años noventa cuando esta historia que os cuento comenzó a
cobrar una intensidad y un sentido nuevos, incrementados de una manera
exponencial, mágica. Ocurrió en unas navidades: llegaron a mi poder dos
recopilatorios que fueron básicos desde entonces, fundamentales. En primer
lugar, llegó a mis manos un recopilatorio de un grupo que después reconocí como
aquellos cuatro sujetos sentados en el suelo: un doble disco que venía en una
cajita de cartón dorado con el símbolo del grupo en la carátula; en segundo
lugar, por mediación de aquel amigo, el recopilatorio de otro tipo con vaqueros
y chupa de cuero, dado la vuelta y con una guitarra colgando del hombro. A
éstos hay que añadir que, cierta noche de verano, rondando aquellos años, tuve
la ocasión de escuchar el tema “Telegraph Road”.
De aquellos discos
puedo aseguraros que sólo conocía la canción que escuché de pequeño, “Radio Ga
Ga”, y otra que se había puesto de moda gracias a la película Philadelphia. Para
todos aquellos que améis la música como puedo hacerlo yo entenderéis que esos
años trastocaron algo por dentro de éste que os escribe. Antes de dos años
había adquirido todos los discos que hubiera de aquellos genios, y mi
vocabulario se engrosó con nombres como Pulse, Rock transgresivo, Waking up the
Neighbours y un sinfín de títulos, órdenes de canciones, duraciones y
curiosidades.
Lo vivido en
aquellos días descubriendo aquel mundo, empapándome de aquellas letras,
respirando aquellas sensaciones, alimentándome de aquellas emociones es algo
que no puedo expresar con palabras, pero me gustaría. Porque sería la única
manera de hacer entender lo que vino después, del horror que supuso y de los
crímenes que cometimos. No quiero entrar en disertaciones sobre la naturaleza
del ser humano y sus miserias, ni juzgar y condenar actitudes y sucesos, ya que
por un lado, fuimos todos un poco cómplices, pero creo que sobre todo fuimos
víctimas. Ni tan siquiera pretendo aseverar que fuera bueno o malo, pero fue, y
desde entonces yo me siento algo huérfano y algo traicionado. Llegaron las
nuevas tecnologías de la información, las redes de banda ancha y la
proliferación de medios de comunicación que transformaron aquellas fábricas de
emoción en unos y ceros susceptibles de ser transmitidos a un coste casi nulo,
y el valor de todo aquello se trastocó, no sé cómo, de forma trágica.
No sé si
llamarlo pirateo, o simplemente derecho universal de acceso a la información: ése
es un tema que trataremos en otra ocasión, y la verdad es que, comparado con lo
otro, me importa un ardite. No hablo del precio que deban costar, sino del
valor que tiene la concepción, elaboración y transmisión de un trozo de espíritu
asido a unas notas musicales. Sólo sé que cuando me costó conseguir aquellos
discos, mereció la pena intentarlo y amamantar mi alma con ellos; hoy en día,
sin embargo, tengo discografías completas que ni tan siquiera he vuelto a mirar
desde que las grabé en un disco compacto. No es nostalgia de un tiempo pasado, os
lo aseguro, ni tampoco defenestrar a la tecnología y las grandes utilidades que
nos ha conseguido; sin embargo, no puedo evitar reconocer en lo más profundo de
mi ser que echo de menos algo de aquel entonces, y ahora, consciente de la
pérdida, lo busco, anónimo como un viejo pescador en una playa desierta, en las
cada vez más exiguas tiendas de música.
Alberto Martínez Urueña
09-05-2013
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