jueves, 9 de mayo de 2013

Huérfano


            Corrían mediados de los ochenta, una época en la que un ciento veintisiete con un aparato de radio de los de entonces recorría las carreteras españolas en una versión totalmente ibérica de lo que esta imagen suponía en aquellos años. En la mayoría de aquellos viajes solían sonar los de antaño: Julio, Perales, Mocedades, alguna de Juan Pardo … También en aquella época se incorporó a la pequeña maleta portacasetes uno de los discos de La guardia, como reducto del modernismo que no acababa de consolidarse. Antes de aquello, en casa, habían llegado ya discos como Descanso dominical, Música es, El hombre del traje gris y algunos otros que sonaban en la radio, en casa de primos mayores o que surgieron sin saber muy bien de dónde.
            Había en esta historia una casa, la de unos amigos de mis padres en donde había una cadena musical, y en cuyos bajos sobresalía un disco de su hijo, amigo también, con cuatro tipos sentados en el suelo mirando a la cámara desde un fondo blanco enigmático. En aquellos momentos, mediados de los ochenta también, no era consciente de lo que tenía en mis manos, pero me enamoré de la primera canción del disco y no hacía más que ponerla, no me cansaba. En casa de mis padres también había una cadena, con aquel adelanto maravilloso que fue el disco compacto. El primer disco de todos, creo recordar, fue el Concierto de Aranjuez, aunque con ese me atreví un poco más adelante. Recuerdo que ponía alguno de aquellos primeros discos y me sentaba en el sofá, maravillado de poder escuchar aquellos sonidos, aquellas personas, aquel arte que se me brindaba a través de un sencillo cableado y unas cajas de madera. Llegaron los Beatles y sus cajas roja y azul, y descubrimos que también había otros dos que eran blanco y negro y que recogían las caras B de muchos de sus sencillos. Quizá entonces en que mis derroteros musicales se encaminaron más hacia la música extranjera.
            Fue a mediados de los años noventa cuando esta historia que os cuento comenzó a cobrar una intensidad y un sentido nuevos, incrementados de una manera exponencial, mágica. Ocurrió en unas navidades: llegaron a mi poder dos recopilatorios que fueron básicos desde entonces, fundamentales. En primer lugar, llegó a mis manos un recopilatorio de un grupo que después reconocí como aquellos cuatro sujetos sentados en el suelo: un doble disco que venía en una cajita de cartón dorado con el símbolo del grupo en la carátula; en segundo lugar, por mediación de aquel amigo, el recopilatorio de otro tipo con vaqueros y chupa de cuero, dado la vuelta y con una guitarra colgando del hombro. A éstos hay que añadir que, cierta noche de verano, rondando aquellos años, tuve la ocasión de escuchar el tema “Telegraph Road”.
            De aquellos discos puedo aseguraros que sólo conocía la canción que escuché de pequeño, “Radio Ga Ga”, y otra que se había puesto de moda gracias a la película Philadelphia. Para todos aquellos que améis la música como puedo hacerlo yo entenderéis que esos años trastocaron algo por dentro de éste que os escribe. Antes de dos años había adquirido todos los discos que hubiera de aquellos genios, y mi vocabulario se engrosó con nombres como Pulse, Rock transgresivo, Waking up the Neighbours y un sinfín de títulos, órdenes de canciones, duraciones y curiosidades.
            Lo vivido en aquellos días descubriendo aquel mundo, empapándome de aquellas letras, respirando aquellas sensaciones, alimentándome de aquellas emociones es algo que no puedo expresar con palabras, pero me gustaría. Porque sería la única manera de hacer entender lo que vino después, del horror que supuso y de los crímenes que cometimos. No quiero entrar en disertaciones sobre la naturaleza del ser humano y sus miserias, ni juzgar y condenar actitudes y sucesos, ya que por un lado, fuimos todos un poco cómplices, pero creo que sobre todo fuimos víctimas. Ni tan siquiera pretendo aseverar que fuera bueno o malo, pero fue, y desde entonces yo me siento algo huérfano y algo traicionado. Llegaron las nuevas tecnologías de la información, las redes de banda ancha y la proliferación de medios de comunicación que transformaron aquellas fábricas de emoción en unos y ceros susceptibles de ser transmitidos a un coste casi nulo, y el valor de todo aquello se trastocó, no sé cómo, de forma trágica.
            No sé si llamarlo pirateo, o simplemente derecho universal de acceso a la información: ése es un tema que trataremos en otra ocasión, y la verdad es que, comparado con lo otro, me importa un ardite. No hablo del precio que deban costar, sino del valor que tiene la concepción, elaboración y transmisión de un trozo de espíritu asido a unas notas musicales. Sólo sé que cuando me costó conseguir aquellos discos, mereció la pena intentarlo y amamantar mi alma con ellos; hoy en día, sin embargo, tengo discografías completas que ni tan siquiera he vuelto a mirar desde que las grabé en un disco compacto. No es nostalgia de un tiempo pasado, os lo aseguro, ni tampoco defenestrar a la tecnología y las grandes utilidades que nos ha conseguido; sin embargo, no puedo evitar reconocer en lo más profundo de mi ser que echo de menos algo de aquel entonces, y ahora, consciente de la pérdida, lo busco, anónimo como un viejo pescador en una playa desierta, en las cada vez más exiguas tiendas de música.

Alberto Martínez Urueña 09-05-2013

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