Os juro por
la gloria de madre que normalmente estoy muy tranquilo. Soy una persona que
lucho, como algunos sabéis, porque mi equilibrio mental se mantenga dentro
parámetros relativamente normales. Siempre tengo presente a hombres, o más que
a éstos, a sus palabras y enseñanzas, para inspirarme en el quehacer diario y
alcanzar la proximidad a una utopía personal que a veces propugno en estos
textos. Sin embargo, hay días, y éste es uno de ellos, en que el ritmo cardiaco
se convierte en una samba brasileña y tengo sueños en los que enloquezco y
alcanzo un placer cuasiorgásmico causando el mal a personas humanas. A
determinadas. Os explico.
Todo empezó
más o menos normal a eso de las ocho de la mañana, recogiendo un poco la casa,
desayunando tranquilamente unos copos de avena con leche de trigo y escuchando
las noticias en el medio de comunicación por excelencia: la radio. Fue más o
menos a eso de las ocho y veinte, imprimiendo unos papeles en casa (burocracia
doméstica), en que al lobo estepario que llevo dentro se le escapó un colmillo
por fuera de los labios y brilló en la oscuridad de mi mente. Hoy era el día en
que a cierto torero se le iban a leer los cargos y la sentencia. Antes de
proseguir, me remito a textos pretéritos en los que expreso con suma precisión
los desajustes orgánicos que me produce la gente de la farándula española.
Salí de casa,
enganchados los cascos al móvil mientras escuchaba a Pepa Bueno contarnos una
nueva confirmación de las premoniciones de más de cuarenta millones de españoles:
donde el Gobierno dijo “no habrá más recortes, ni tocaremos los impuestos”,
ahora retorcían la dialéctica del mensaje y lo trastocaban a “no queremos, pero
el futuro…”. Ya lo decían los griegos, que las lecturas de los oráculos no
siempre eran precisas, y dependían de múltiples factores; el problema es cuando
los políticos empiezan a comportarse como seres mitológicos y a fiar sus
previsiones en los hados: mis tripas empiezan a querer salírseme por el
ombligo. Hoy no ha sido menos, claro.
En estas
estaba yo, dándole al coco para aceptar la variabilidad del sino, cuando la
perra del saber estar cristiano y defensor de la fe verdadera en España nos
hacía saber, el muy hijo de puta, haciéndonos un favor, a nosotros, la
miserable plebe, que la ley del aborto que tiene en mente sería más restrictiva
incluso que la que adoptaron los sociatas de mierda en el año ochenta y cuatro
(no iba a ser él menos). Que los plazos esos que aceptan los infieles europeos
no tienen cabida en un código legislativo que defienda la pureza doctrinaria de
la Biblia y que de los supuestos para abortar, fuera los problemas físicos y
las malformaciones del feto. Sólo faltaba. Reconozco, a fe mía, que ese fue el
momento en que la digestión se me cortó y estuve a punto de vomitarme por encima.
Pero no
contentos con joderme la mañana, escucho al títere del Opus Dei aseverar que,
para defender la dignidad y prosapia del castellano (como si hiciera falta, con
más de quinientos millones de jumentos hablándolo), lo correcto sería inyectar
dinero público en colegios privados de Cataluña que lo garanticen. Más dinero
para sus amiguetes, más chorreo y baba bendita para los sacrílegos del Catecismo
que dicen defenderlo. Y para los que son capaces de vender a su madre por
cuatro perras.
Andaba yo
arrastrado (mi hermana de testigo), pensando en la de sorpresas que nos van a
dar en los próximos Consejo de Ministros que, dentro de poco, conseguirán
desbancar al fútbol en las parrillas de audiencia. El siguiente paso debería
ser conseguir que la adrenalina cotizase en bolsa, y os aseguro que con tres o
cuatro viernes de los que nos tiene acostumbrados nuestra vice sacaríamos al
país de la ruina y nos acercaríamos en riqueza per cápita a cualquiera de los
paraísos árabes donde las mujeres llevan joyas bajo los turbantes y, de los
nacionales, sólo curra el tonto de la familia. Ya veo venir las próximas
semanas en donde todo lo dicho hasta ese momento quedará devaluado por los
acontecimientos y empezará a llovernos sal sobre las heridas… Los saltos van a
ser apoteósicos, y el ingenio ibérico con respecto a nuestra bien servida mesa
de insultos, quedará más que contrastado.
Eso sí, la
fiscalía, el brazo judicial del Gobierno, ha comunicado a todos los medios,
tachán, tachán… ¡Qué no está de acuerdo con la sentencia a la Pantoja! En ese
momento, la risa histérica me convirtió en el Joker y casi me estampó contra un
gilipollas que no señalizó correctamente un giro a la izquierda en la salida de
una rotonda.
Maravilla
española, gloria de la Historia europea, el Imperio donde no se ponía el sol…
Hoy en día no sale, y de ello se encargan a conciencia todos aquellos que
tengan un mínimo de treinta segundos en cualquier espacio televisivo, dejando
el orgullo patrio tan arrastrado que de un tiempo a esta parte no lo reconoce ni
su madre. Sin embargo, parece que siempre ha sido así. Leyendo El Quijote te
sorprendes escuchándole como cuenta a Sancho todas las triquiñuelas de cada
comendador, cacique o terrateniente, y de cómo el pueblo, oprimido, permanece
sumido en la incultura más cerril y, por desgracia, más querida. Hoy, os lo
aseguro, es un día de mierda en Iberia.
Alberto Martínez Urueña
30-04-2013