Existe cada
vez con más frecuencia, y supongo que tendrá sus motivos, una corriente de
sentimientos nostálgicos acerca de cómo era la vida hace treinta o cincuenta
años. Nos llegan correos, imagino que a todos, o casi, hablando de cómo pasábamos
la infancia llenándonos de mierda hasta las orejas mientras jugábamos en calles
llenas de barro, mugre y elementos de alta toxicidad para nuestro organismo.
Resulta que la sociedad ha evolucionado hacia un mundo de comodidades que por
otro lado no satisface a nadie, o más bien, en el que las supuestas bondades de
una tecnología nos han acabado esclavizando y alienando de nuestro propio
sentido como seres humanos. Porque va un poco de eso cuando se dice que si los
niños crecen enchufados a la consola y al móvil, aislados en su cuarto delante
de una pantalla sin salir a jugar al fútbol, o a lo que sea, con sus amigos, y
el único contacto que acaban teniendo son partidas interminables de juegos de
ordenador conectados por Internet. Incluso, cuando esto no estaba tan en boga
(hace cosa de diez años), para poder jugar en red con tus amigos, tenías que
irte a una sala de ordenadores donde tuvieras esa posibilidad. Hoy en día con
la fibra óptica, la banda ancha, los procesadores de cuatro núcleos y las
tarjetas gráficas de varios gigahercios no necesitamos salir a la calle a coger
frío, y el fútbol lo jugamos en un campo de hierba electrónica con miles de
aficionados coreando nuestro nombre.
¿Qué se
pensaba la gente qué ocurriría si lo único que ha preocupado al ser humano en
los últimos sesenta o setenta años ha sido encontrar una comodidad material
cada vez más elevada basada en un consumo totalmente irracional y compulsivo?
¿Acaso imaginaban que mientras los padres se compraban la televisión último
modelo, el video VHS (o Beta), el sofá ergonómico con masaje culero, el coche
más potente o la casa con mejor calefacción, los hijos se iban a quedar al margen
e iban a seguir jugando a las chapas y a las canicas, cogiendo frío en la calle
y haciendo cola en los cines para ver las películas cuando las iban a tener a
los tres meses en videoclubes, o en el eMule? ¿Qué razonamiento sujeta
semejante despropósito, cuando siempre se ha sabido que el ejemplo es la mejor
educación que existe? La única diferencia es que la tecnología ha cambiado, y
ahora los que se quejan de que los niños tienen la cara cuadrada de pasarse las
horas con el mando de la consola, son los que se pasan las horas sentados
delante de la televisión viendo series, programas de telebasura y deportes (en
lugar de hacer su propio guión vital en los bares del barrio, cotillear en los
rellanos y llenar los estadios, comiendo el bocata de tortilla e inventando insultos
para el cabrón de negro).
¿Acaso la
tecnología es mala? El mejor ejemplo para esto es la energía nuclear, que puede
ser usada como bomba con la que arrasar ciudades enteras o en aparatos médicos superavanzados
para detectar tumores de pocos milímetros en reductos escondidos del organismo.
Los carcas se quejan de que los infantes no hacen más que perder el tiempo en
lugar de relacionarse, pero eso lo hacen desde la comodidad de su sofá de cuero
sintético mientras hacen zapping a través de trescientos canales de los cuales
acaban viendo cinco o seis, consultando la ficha de las posibles películas a
visionar en su teléfono móvil de última generación y perdiendo un tiempo que
nunca regresa.
La vida nos
ha traído un cambio de paradigma en nuestras relaciones, a todos los niveles, y
todavía estamos a verlas venir en muchos aspectos. Hoy en día, la tecnología
consiste en la creación de productos a cual más novedoso, ver la viabilidad
económica mediante un análisis de costes unitarios de fabricación y en la
generación de una necesidad en el consumidor que absorba esa producción.
Normalmente, productos que nos faciliten la vida, lo cual es lo mismo que decir
que nos permitan hacer cada vez más cosas sin necesidad de mover un dedo, con
la ley del mínimo esfuerzo.
Sin
embargo, yo tengo mi utopía tecnológica, en la que los nuevos avances sirvieran
para unificar varios aspectos de la vida humana que parecen estar reñidos, como
son el consumo y eficiencia energéticos, la organización social de nuestras
ciudades, los medios de transporte o las relaciones interpersonales a
distancia. Hace no muchos días escuchaba en esa maravilla de medio de comunicación
que es la radio (ni punto de comparación con la televisión) un coloquio sobre
las ciudades inteligentes y me puse a imaginar, también como proyecto para mi
libro, cómo podría ser una ciudad inteligente. Haced el esfuerzo y veréis como
os vienen rápidamente ideas de cuál sería vuestra urbe.
Podríamos
hablar al respecto horas enteras, pero lo que todos pediríamos sería que esa
tecnología que parece denostada pero a la que nadie renuncia nos ayudase a
volver a ser los dueños de unas calles fusionadas con la naturaleza, donde
respirar no fuera un deporte de riesgo y que nos devolviese un entorno que no
nos pareciera tan deshumanizado y tan hostil. En resumen, que nos devolviera lo
que siempre hemos sido con lo que hemos llegado a ser.
Alberto Martínez Urueña
5-04-2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario