Hoy voy a
hacer un inciso, y a lo mejor hasta os dejo descansar un poco en la longitud
habitual de estos textos. Necesito decir algo que me está quemando en los
labios, y como gritar me dejaría sin voz, lo traslado al teclado a través de
mis dedos.
A nadie nos
gustan las hipocresías, o al menos a las personas con un cierto nivel
intelectual: seguramente si rebuscamos entre los estercoleros de agrupaciones
políticas y otras guaridas de bucaneros y piratas habrá quien justifique,
utilice y haga gran pompa y zarandaja de su uso. Hay quien utiliza el arte de
la dialéctica para descender al infierno de la tergiversación; hay quien habla
con grandilocuencia y buen lenguaje, y no esconde más que demagogia y frases
fáciles para masas amorfas o malintencionadas y egoístas. Podríamos estar
discutiendo noche y día y viceversa sobre por qué hay una parte de la sociedad
en la que vivimos que pretende imponer sus criterios sobre la otra parte, y
porque esta otra parte lo único que quiere es que cada cual viva según sus
criterios sin meterse en la manera del prójimo. Podríamos discutir una y otra
vez donde se encuentran los límites a la imposición de criterios económicos
sobre criterios humanos, es decir, hasta cuando es ético y lícito que los
criterios de maximización del beneficio empresarial o accionarial primen sobre
la indignidad de un niño desahuciado o de un hombre de cincuenta años condenado
a la subsistencia.
Todos estos
temas estarían expuestos a los usos fraudulentos que antes exponía; también
podrían estar expuestos a la argumentación egoísta. La argumentación egoísta es
mucho más sencilla que el juego de manos que algunos pretenden colarnos; la
argumentación egoísta es tan sencilla de explicar como decir que el dinero que
gano con mis negocios es mío y de nadie más, y que en mi “lícito” afán por
enriquecerme hasta traspasar todo límite no tengo porqué tener cortapisas en mi
esfuerzo. De igual manera que yo me esfuerzo en ganar todo el dinero que pueda,
el prójimo puede esforzarse igualmente y conseguirlo antes que yo, y de esta
manera hacer que todo el sistema funcione. No en vano, ya quedó explicado de
acuerdo a la teoría de la mano invisible de Adam Smith, teoría sobre la que
levanta sus pilares la mayoría de la estructura neoliberal. En ocasiones ocurre
que los usos fraudulentos son utilizados como herramienta en el camino para
conseguir ese lícito afán de enriquecimiento. También es cierto que la frontera
de esa licitud nunca queda clara cuando se argumentan estos extremos, si a la
reducción de salarios a niveles de subsistencia, si al expolio de grandes
cantidades de terreno en países del tercer mundo, a la venta de armas a
dictadores africanos, a la venta de estupefacientes o a la trata de personas.
Y con toda
esta lucha retórica, seguramente una de las más antiguas de la Historia, hemos
llegado a la Sanidad. Desde que empezaron a surgir diferencias en la capacidad
de renta de cada persona siempre hubo un grupo que defendía su derecho a
conservar lo suyo y otro grupo que argumentaba su contribución en la creación de
esa riqueza. No es un argumento baladí, pero no voy a secuenciar aquí el desarrollo
de, por ejemplo, Marx, entre otros motivos, por dos básicos: existe la
posibilidad de ser rebatido por quienes sepan más que yo de economía y el
principal intento de este texto es argumentar que los criterios económicos no
valen en algunos campos, como es el derecho a una Sanidad universal de calidad.
No sé si la Sanidad pública es más o menos eficiente que la privada; de hecho,
este debate tan actual ha dejado claro que no existen estudios lo
suficientemente contrastados para sostener tal afirmación. Lo que sí que ha
quedado contrastado es que el coste individual de una sanidad como la que todos
necesitamos es superior a las posibilidades de renta que tienen algunas
personas y que, al no poder costearse los tratamientos, quedan dejados a su
suerte, en muchos casos una muerte recubierta de indignidad y abandono. No creo
que haya nadie que, preguntado directamente, esté de acuerdo con dejarles morir
como perros callejeros.
Pero todo
esto sería si realmente pensase que detrás de todo este proceso de desvergüenza
gestora estuviera motivado por criterios de eficiencia pública. Sin embargo,
creo que nos enfrentamos a otro problema más serio y, como ésta es mi columna,
doy mi particular opinión. Más allá de cuestiones económicas, creo sinceramente
que existen ciertas personas u organizaciones dispuestas a hacer de esa necesidad
sanitaria que todos tenemos un negocio lucrativo guiado por el criterio de
maximización de beneficios de la que antes hablaba. Creo que estas personas
antepondrían un gasto excesivo a la necesidad de un tratamiento adecuado y además,
valorarían la posibilidad, no de que la persona muriera, sino la posibilidad de
enfrentarse a una demanda y perderla. Creo firmemente que esas personas que
quieren hacer negocio con la sanidad son personas ricas, conservadoras y
derechas, directa o indirectamente relacionadas con los gestores que, haciendo
un uso fraudulento del poder que los votos les otorgaron, planean entregársela en
bandeja. Estos que estos gestores que se amparan en la legitimidad democrática
por la que tienen una mayoría absoluta no tienen claro que esos votos para lo
que habilitan es para gestionar lo público, no para vender algo que no es suyo.
Creo firmemente que hay lobbys detrás de estas intenciones, creo que la
intención no es hacer más eficiente la sanidad, sino que estos lobbys ganen aún
más dinero. Y precisamente, en base a este razonamiento y a esta creencia,
proclamo que estos actos demuestran la catadura moral de quienes les comenten.
Alberto Martínez Urueña
20-12-2012
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