Cuando empecé
la serie de textos que llevan por título La pregunta, pretendía insistir en
varias ideas que venían motivadas por una cuestión primordial, y que cada día
se repite de manera insistente: ¿qué es lo que podemos hacer, de manera
individual, cada uno de nosotros en esta sociedad en la que vivimos?
Son varias
las conversaciones que he podido tener a este respecto en los últimos meses, y
entre todas ellas, pude sacar varias conclusiones que me llevaron a considerar
un patrón más o menos fijo: todos y cada uno de nosotros mezclamos en las
posibles soluciones más o menos utópicas una idea de venganza contra aquellos
que consideramos responsables, no ya de la crisis económica que ahora nos
ahoga, sino contra los que convierten esta sociedad en un lugar donde prima la
dirección de unos pocos movidos por sus intereses egoístas; intereses que,
generalmente, suponen que ellos ganen para que nosotros perdamos, ya sea en
aspectos monetarios o en otros como puedan ser los derechos sociales.
Sinceramente,
creo que la solución que pretendamos aportar debería estar limpia de valoraciones
negativas. No hablo de dejar impunes las injusticias que puedan suceder, pero
el sistema actual de condenas y sanciones no está estructurado para que la
defensa de la propiedad privada, ya sea un simple piso de cincuenta metros
cuadrados y una cuenta corriente exangüe o un palacio de mil quinientos con
inversiones financieras de varios millones, sea vulnerada por valoraciones de
justicia equitativa que lleve al expolio de los más ricos. Al margen de que el
hecho de ser rico no es lo mismo que ser indecentemente rico, y es algo que
está sujeto a demasiadas valoraciones.
Además, el
análisis de la Historia nos lleva a darnos cuenta del descrédito que tienen
tanto los liderazgos como las revoluciones más o menos violentas. No porque
tanto con los primeros como con las segundas no se haya llegado a mejoras
sustanciales: no caeré yo en la hipocresía de argumentar que las distintas revoluciones
no consiguieron la abolición de la esclavitud, el sufragio universal o el
derecho a la libertad de expresión. Tendemos a minusvalorar avances pretéritos
porque no nos tocó vivir lo que suponían los estados anteriores, y porque nos
dejaron a nosotros papeletas sin vender de esta fiesta; sin embargo, no podemos
entender lo que sucedió entonces, sólo disfrutar lo que de ello devino.
La pretensión
del hombre, desde hace mucho tiempo, ha sido transformar el mundo para intentar
hacerlo más amable, más humano; sin embargo, da la sensación de que siempre ha
habido alguien intentando que esto no sucediera. Una y otra vez nos hemos
topado con una muralla de intereses de unos pocos con capacidad para imponerse
al resto; unos pocos que, además, han considerado justo la diferente condición
que puede suponer su existencia comparada con la de padres en el paro y niños
con hambre en casa. Ni que decir también de las circunstancias que se pueden
dar en África, a pesar de que para esa clase de personas suponga igual de justo
lo anterior.
Es complicado
no querer vengarse de aquellos que limitan nuestro potencial como sociedad para
poder alcanzar cotas de bienestar que alcancen a la totalidad de sus miembros.
No entro ya en la opresión que puede sufrir un oficinista que tiene a su jefe
subido a la espalda, el cual considera que es más justo (y además es su función,
y para eso le pagan) llevar al subordinado a límites que rayan el deterioro
físico y psíquico en un afán de aumentar la productividad. Hablamos de
opresión, en genérico, y después que cada uno se ponga su ejemplo. Es
complicado no querer destruir las bases de un sistema económico que no admite
que quieras tener un puesto de trabajo más o menos tranquilo, sin grandes
aspiraciones laborales, y que cuando no entras por ese estrecho aro, te pone
calificativos de vago cuando menos. En fin, es complicado no querer vengarse de
quien quiere arrebatarle a nuestro entorno la humanidad que todos necesitamos, cubriéndola con y
anteponiendo criterios de economía y eficiencia, cuando todos ellos deberían
ser subordinados al primero, al primordial.
Como siempre,
cuando se habla en estos términos, queriendo transformar la realidad hacia una
utópica visión que, de alguna manera, todos tenemos, vemos lo inalcanzable del
intento. Así pues, la propuesta acaba siendo siempre la misma: intentar mejorar
el pequeño entorno en el que te muevas, intentando hacerlo cada vez más
habitable y, quizá, indicando con tu ejemplo simplemente la posibilidad de llevarlo
a la práctica. La cuestión es que el “hecho inexorable” de que con esto no
cambiaremos la gran realidad se impone y nos derriba una y otra vez. Quizá, y
digo sólo quizá, deberíamos dejar de intentar cambiar el mundo, y simplemente
intentar hacer que nuestro pequeño entorno, hasta donde llegue en cada uno de
nosotros, hacerlo un poco más habitable. Quizá, y digo sólo quizá, la solución
para este mundo que parece cada vez más corrompido sean los pequeños gestos que
tampoco cuesta tanto hacer, como puede ser ceder el paso a una persona mayor, regalar
una sonrisa a quien te cede el paso. Y cuando nos topemos con aquel que no
corresponde, si no somos capaces de sonreírle igualmente, al menos no revolcar
a sus muertos en una montaña de estiércol.
Alberto Martínez Urueña
18-12-2012
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