jueves, 20 de diciembre de 2012

Un inciso (o lo que pienso de ciertos temas)


            Hoy voy a hacer un inciso, y a lo mejor hasta os dejo descansar un poco en la longitud habitual de estos textos. Necesito decir algo que me está quemando en los labios, y como gritar me dejaría sin voz, lo traslado al teclado a través de mis dedos.
            A nadie nos gustan las hipocresías, o al menos a las personas con un cierto nivel intelectual: seguramente si rebuscamos entre los estercoleros de agrupaciones políticas y otras guaridas de bucaneros y piratas habrá quien justifique, utilice y haga gran pompa y zarandaja de su uso. Hay quien utiliza el arte de la dialéctica para descender al infierno de la tergiversación; hay quien habla con grandilocuencia y buen lenguaje, y no esconde más que demagogia y frases fáciles para masas amorfas o malintencionadas y egoístas. Podríamos estar discutiendo noche y día y viceversa sobre por qué hay una parte de la sociedad en la que vivimos que pretende imponer sus criterios sobre la otra parte, y porque esta otra parte lo único que quiere es que cada cual viva según sus criterios sin meterse en la manera del prójimo. Podríamos discutir una y otra vez donde se encuentran los límites a la imposición de criterios económicos sobre criterios humanos, es decir, hasta cuando es ético y lícito que los criterios de maximización del beneficio empresarial o accionarial primen sobre la indignidad de un niño desahuciado o de un hombre de cincuenta años condenado a la subsistencia.
            Todos estos temas estarían expuestos a los usos fraudulentos que antes exponía; también podrían estar expuestos a la argumentación egoísta. La argumentación egoísta es mucho más sencilla que el juego de manos que algunos pretenden colarnos; la argumentación egoísta es tan sencilla de explicar como decir que el dinero que gano con mis negocios es mío y de nadie más, y que en mi “lícito” afán por enriquecerme hasta traspasar todo límite no tengo porqué tener cortapisas en mi esfuerzo. De igual manera que yo me esfuerzo en ganar todo el dinero que pueda, el prójimo puede esforzarse igualmente y conseguirlo antes que yo, y de esta manera hacer que todo el sistema funcione. No en vano, ya quedó explicado de acuerdo a la teoría de la mano invisible de Adam Smith, teoría sobre la que levanta sus pilares la mayoría de la estructura neoliberal. En ocasiones ocurre que los usos fraudulentos son utilizados como herramienta en el camino para conseguir ese lícito afán de enriquecimiento. También es cierto que la frontera de esa licitud nunca queda clara cuando se argumentan estos extremos, si a la reducción de salarios a niveles de subsistencia, si al expolio de grandes cantidades de terreno en países del tercer mundo, a la venta de armas a dictadores africanos, a la venta de estupefacientes o a la trata de personas.
            Y con toda esta lucha retórica, seguramente una de las más antiguas de la Historia, hemos llegado a la Sanidad. Desde que empezaron a surgir diferencias en la capacidad de renta de cada persona siempre hubo un grupo que defendía su derecho a conservar lo suyo y otro grupo que argumentaba su contribución en la creación de esa riqueza. No es un argumento baladí, pero no voy a secuenciar aquí el desarrollo de, por ejemplo, Marx, entre otros motivos, por dos básicos: existe la posibilidad de ser rebatido por quienes sepan más que yo de economía y el principal intento de este texto es argumentar que los criterios económicos no valen en algunos campos, como es el derecho a una Sanidad universal de calidad. No sé si la Sanidad pública es más o menos eficiente que la privada; de hecho, este debate tan actual ha dejado claro que no existen estudios lo suficientemente contrastados para sostener tal afirmación. Lo que sí que ha quedado contrastado es que el coste individual de una sanidad como la que todos necesitamos es superior a las posibilidades de renta que tienen algunas personas y que, al no poder costearse los tratamientos, quedan dejados a su suerte, en muchos casos una muerte recubierta de indignidad y abandono. No creo que haya nadie que, preguntado directamente, esté de acuerdo con dejarles morir como perros callejeros.
            Pero todo esto sería si realmente pensase que detrás de todo este proceso de desvergüenza gestora estuviera motivado por criterios de eficiencia pública. Sin embargo, creo que nos enfrentamos a otro problema más serio y, como ésta es mi columna, doy mi particular opinión. Más allá de cuestiones económicas, creo sinceramente que existen ciertas personas u organizaciones dispuestas a hacer de esa necesidad sanitaria que todos tenemos un negocio lucrativo guiado por el criterio de maximización de beneficios de la que antes hablaba. Creo que estas personas antepondrían un gasto excesivo a la necesidad de un tratamiento adecuado y además, valorarían la posibilidad, no de que la persona muriera, sino la posibilidad de enfrentarse a una demanda y perderla. Creo firmemente que esas personas que quieren hacer negocio con la sanidad son personas ricas, conservadoras y derechas, directa o indirectamente relacionadas con los gestores que, haciendo un uso fraudulento del poder que los votos les otorgaron, planean entregársela en bandeja. Estos que estos gestores que se amparan en la legitimidad democrática por la que tienen una mayoría absoluta no tienen claro que esos votos para lo que habilitan es para gestionar lo público, no para vender algo que no es suyo. Creo firmemente que hay lobbys detrás de estas intenciones, creo que la intención no es hacer más eficiente la sanidad, sino que estos lobbys ganen aún más dinero. Y precisamente, en base a este razonamiento y a esta creencia, proclamo que estos actos demuestran la catadura moral de quienes les comenten.

Alberto Martínez Urueña 20-12-2012

martes, 18 de diciembre de 2012

Posibilidades


            Cuando empecé la serie de textos que llevan por título La pregunta, pretendía insistir en varias ideas que venían motivadas por una cuestión primordial, y que cada día se repite de manera insistente: ¿qué es lo que podemos hacer, de manera individual, cada uno de nosotros en esta sociedad en la que vivimos?
            Son varias las conversaciones que he podido tener a este respecto en los últimos meses, y entre todas ellas, pude sacar varias conclusiones que me llevaron a considerar un patrón más o menos fijo: todos y cada uno de nosotros mezclamos en las posibles soluciones más o menos utópicas una idea de venganza contra aquellos que consideramos responsables, no ya de la crisis económica que ahora nos ahoga, sino contra los que convierten esta sociedad en un lugar donde prima la dirección de unos pocos movidos por sus intereses egoístas; intereses que, generalmente, suponen que ellos ganen para que nosotros perdamos, ya sea en aspectos monetarios o en otros como puedan ser los derechos sociales.
            Sinceramente, creo que la solución que pretendamos aportar debería estar limpia de valoraciones negativas. No hablo de dejar impunes las injusticias que puedan suceder, pero el sistema actual de condenas y sanciones no está estructurado para que la defensa de la propiedad privada, ya sea un simple piso de cincuenta metros cuadrados y una cuenta corriente exangüe o un palacio de mil quinientos con inversiones financieras de varios millones, sea vulnerada por valoraciones de justicia equitativa que lleve al expolio de los más ricos. Al margen de que el hecho de ser rico no es lo mismo que ser indecentemente rico, y es algo que está sujeto a demasiadas valoraciones.
            Además, el análisis de la Historia nos lleva a darnos cuenta del descrédito que tienen tanto los liderazgos como las revoluciones más o menos violentas. No porque tanto con los primeros como con las segundas no se haya llegado a mejoras sustanciales: no caeré yo en la hipocresía de argumentar que las distintas revoluciones no consiguieron la abolición de la esclavitud, el sufragio universal o el derecho a la libertad de expresión. Tendemos a minusvalorar avances pretéritos porque no nos tocó vivir lo que suponían los estados anteriores, y porque nos dejaron a nosotros papeletas sin vender de esta fiesta; sin embargo, no podemos entender lo que sucedió entonces, sólo disfrutar lo que de ello devino.
            La pretensión del hombre, desde hace mucho tiempo, ha sido transformar el mundo para intentar hacerlo más amable, más humano; sin embargo, da la sensación de que siempre ha habido alguien intentando que esto no sucediera. Una y otra vez nos hemos topado con una muralla de intereses de unos pocos con capacidad para imponerse al resto; unos pocos que, además, han considerado justo la diferente condición que puede suponer su existencia comparada con la de padres en el paro y niños con hambre en casa. Ni que decir también de las circunstancias que se pueden dar en África, a pesar de que para esa clase de personas suponga igual de justo lo anterior.
            Es complicado no querer vengarse de aquellos que limitan nuestro potencial como sociedad para poder alcanzar cotas de bienestar que alcancen a la totalidad de sus miembros. No entro ya en la opresión que puede sufrir un oficinista que tiene a su jefe subido a la espalda, el cual considera que es más justo (y además es su función, y para eso le pagan) llevar al subordinado a límites que rayan el deterioro físico y psíquico en un afán de aumentar la productividad. Hablamos de opresión, en genérico, y después que cada uno se ponga su ejemplo. Es complicado no querer destruir las bases de un sistema económico que no admite que quieras tener un puesto de trabajo más o menos tranquilo, sin grandes aspiraciones laborales, y que cuando no entras por ese estrecho aro, te pone calificativos de vago cuando menos. En fin, es complicado no querer vengarse de quien quiere arrebatarle a nuestro entorno la humanidad que todos necesitamos, cubriéndola con y anteponiendo criterios de economía y eficiencia, cuando todos ellos deberían ser subordinados al primero, al primordial.
            Como siempre, cuando se habla en estos términos, queriendo transformar la realidad hacia una utópica visión que, de alguna manera, todos tenemos, vemos lo inalcanzable del intento. Así pues, la propuesta acaba siendo siempre la misma: intentar mejorar el pequeño entorno en el que te muevas, intentando hacerlo cada vez más habitable y, quizá, indicando con tu ejemplo simplemente la posibilidad de llevarlo a la práctica. La cuestión es que el “hecho inexorable” de que con esto no cambiaremos la gran realidad se impone y nos derriba una y otra vez. Quizá, y digo sólo quizá, deberíamos dejar de intentar cambiar el mundo, y simplemente intentar hacer que nuestro pequeño entorno, hasta donde llegue en cada uno de nosotros, hacerlo un poco más habitable. Quizá, y digo sólo quizá, la solución para este mundo que parece cada vez más corrompido sean los pequeños gestos que tampoco cuesta tanto hacer, como puede ser ceder el paso a una persona mayor, regalar una sonrisa a quien te cede el paso. Y cuando nos topemos con aquel que no corresponde, si no somos capaces de sonreírle igualmente, al menos no revolcar a sus muertos en una montaña de estiércol.

Alberto Martínez Urueña 18-12-2012

viernes, 7 de diciembre de 2012

La pregunta II


            En el texto pasado planteaba dos cuestiones fundamentales: la primera de ellas era la problemática no de responder de manera correcta a las preguntas, normalmente ajenas, sino la importancia de que cada uno de nosotros encontrase las preguntas adecuadas propias; y la segunda, una escueta reflexión sobre el éxito, tanto en el plano individual como colectivo. El mundo y la actualidad que nos ha tocado vivir está destruyendo las antiguas creencias, estructuras doctrinales y formas de organización que sustentaban la sociedad en la que bregamos como podemos o nos dejan. Un ejemplo paradigmático de este proceso es lo que un buen amigo mío ha dado por llamar la caída de los liderazgos. Si observamos por un momento, y esto lo explicaría mejor esta persona, la realidad que se nos ha impuesto con líderes totalmente alejados de nosotros y además con unos comportamientos cuando menos censurables desde un punto de vista ético, sobre todo, en el plano político y económico, nos ha llevado a la desconfianza de cualquier propuesta programática o incluso de cualquier iniciativa, y corremos un riesgo terrible de seguir cavando en esa dirección, yendo de manera irremisible a la desesperanza y al cinismo descreído.
            No voy a hacer ahora un alegato a favor del surgimiento de nuevas ideas en el seno de estas organizaciones, ni tampoco a la movilización grupal ciudadana. No porque esté a favor o en contra de ninguna de ellas. Estas opciones ya están sobre el tapete y no pretendo ocupar su espacio, al margen de que muchas de ellas están sujetas a la interpretación que cada cual quiera darle.
            ¿Qué tiene que ver todo esto con el éxito? Muy sencillo: el éxito marcado y perseguido a lo largo de los tiempos ha sido arrebatar el poder a las pocas manos que hoy en día lo tienen. De hecho, a través de construcciones matemáticas creíbles e investigaciones exhaustivas, hay conclusiones que llevan a decir que la inmensa cantidad de riqueza mundial (se calcula en cincuenta billones europeos de dólares) está controlada por menos de cincuenta corporaciones internacionales. Al frente de ellas, por supuesto, habrá personas. Todos los movimientos sociales y revolucionarios que ha habido a lo largo de la historia han intentado trastocar estas condiciones; sin embargo, los procesos globalizadores de las economías han llevado a concentrar aún más este poder. Ojo, no pretendo restar importancia a las movilizaciones sociales que, en toda esta miríada de años, han ido consiguiendo derechos básicos como el simple derecho a la vida, aboliendo la esclavitud de los códigos legislativos.
            Sin embargo, nos hemos estrellado contra un poder económico en el que, cuando menos, como decía antes, desconfiamos. La economía, no obstante, entendida como gestión de recursos escasos en infinitos posibles usos es un sistema cada vez más implantado, sobre todo, después de colapsos de otros sistemas alternativos como fue el comunismo. ¿Qué es lo que nos queda? Modificar de alguna manera nuestro concepto de éxito. Y me explico.
            Pensad en unas elecciones generales, o también en las elecciones de consumo, en la elección de ropa, de pareja, de modo de vida, de casa, de trabajo… Como veréis, toda nuestra vida está repleta de elecciones, y la mayoría de las veces las realizamos de manera inconsciente, o si se prefiere programada. Todos los sistemas más o menos amplios, más o menos estructurados, se basan inexorablemente en cada una de las elecciones que realiza cada uno de sus miembros, los cuales determinan a su vez la estructura en la que se mueven. El problema que hallamos en este contexto, con la idea de éxito social que tenemos imbuida y que han conseguido establecernos, es que si no vas a conseguir cambiar nada con tu acto individual porque es imposible ir contracorriente, y además muy duro, es absurdo realizarlo y es mejor dejarse llevar. Con este silogismo tan sencillo, luego nos envenenaron, o lo pretendieron, con modos de vida consumistas, con elecciones generales en las que se proclamaba el voto útil, con tener que ser de tal o cual fuerza política, o de tal o cual equipo de fútbol, introduciendo un dualismo muy peligroso. Y esto por la necesidad de éxito (contrapuesto con la idea de fracaso) y relevancia que todos nosotros tenemos.
            Por eso, quiero hacer aquí un llamamiento, pequeño porque llego con estos textos a muy poca gente, a favor de una nueva conciencia. Una nueva conciencia muy sencilla en la que cada uno de nosotros nos guiemos, no por lo que pretendamos conseguir a gran escala, y nos frustremos al no conseguirlo, sino por un criterio propio, quizá distinto del de la mayoría, pero mucho más satisfactorio para su persona. Únicamente necesitamos hacer un pequeño cambio en nuestra manera de entendernos a nosotros y a la relación con nuestro entorno. Únicamente haciendo un pequeño cambio en la forma de entender el éxito, viendo que éste consiste en hacerte las preguntas adecuadas y actuar con una responsabilidad individual, y de esta manera, conseguir ser honestos con nosotros mismos.

Alberto Martínez Urueña 6-12-2012