Dicen que
tengo cierta facilidad para las fechas, así que no me pidáis que os explique
por qué me acuerdo de que la primera vez que entré en un local para mayores de
dieciséis años fue el trece de octubre de mil novecientos noventa y cuatro.
Algunos de vosotros sabéis a qué fecha me refiero. Quince días más tarde, pisé
por primera vez la Paco, una discoteca que en aquellos tiempos estaba muy de
moda en mi colegio. Ésta es la constante desde antes de aquel entonces y
perpetuada hasta ahora entre la juventud. Dolor de cabeza de madres y de padres.
De estos últimos no puedo ponerme en su lugar, pues no tengo ningún hijo
preadolescente, pero de los primeros, fui uno de ellos y después les he visto
por mis bares y sé de lo que hablo. Ni de unos ni de otros pretendo hacer
culpables: los primeros, en su afán por hacernos mayores, infringimos las leyes
que fueron necesarias para vivir una quimera que en aquel momento nos pareció algo
real; de los segundos, como ya he dicho, no diré nada, pero sé que es algo
complicado.
En aquella
época, y en las posteriores, recuerdo lo que era un sujeto apoyado en el quicio
de la puerta de buen rollo cobrando las trescientas pesetas de la entrada y
pasando del DNI. Recuerdo también cuando había rumores de redadas y presencia
policial en las inmediaciones, que al sujeto de la puerta se le tornaba el
rostro a ceniciento unas veces y a morado otras. De estos últimos también sé de
qué va el rollo, porque también me dedique en algún momento a controlar al
accesos. Si bien procuraba pasar del tema, no me tembló la voz ni una sola vez
al decirle a algún colega que sin el carné no pasaba allí ni dios.
Y sí, esto va
de los sucesos de la noche del día treinta y uno en Madrid, en tal macrosala,
con tales organizadores y con tales permisos de apertura. Cada cierto tiempo
pasan cosas parecidas; si no es un par de muertos o tres, son intoxicaciones
etílicas que ya son rutina en los servicios de urgencias, es algún portero que
se le pira la pinza y mata algún chaval, o es que en una redada se encuentran menores
donde no deben estar. Es la eterna canción desde que empecé a pisar esas
calles, o incluso antes. Por eso, cuando oigo a los medios de comunicación,
formados por editores de prensa todos ellos, padres y madres la mayoría,
llevarse las manos a la cabeza porque en ese local se había sobrepasado el
aforo, había menores dentro, estaba el tema descontrolado con los seguratas
pasando del tema, y esas historias, se me tuerce la boca en una sonrisa
resabiada que no me gusta un pelo, pero que resulta inevitable.
Podrán decir
que no lo sabían y llevarse las manos a la cabeza como buenos beatones, pero la
hipocresía con respecto a las costumbres de los jóvenes españoles y no tan
españoles, todo ello regado con datos de iniciación y demás, por las calles de
nuestras ciudades es absolutamente vomitiva. Siempre será lo de que el mío no
lo hace, son los cuatro de siempre y esas estupideces. Y ojo, no pretendo
buscar responsables ni en los padres, que por
norma general intentan hacerlo lo mejor que pueden, ni en los chavales
que, en un impulso natural y antediluviano, pretenden demostrar que ya son
dignos de formar parte de su sociedad y pasar los correspondientes rituales.
Antes les llevábamos a matar leones al Atlas, y ahora, salen de copas hasta las
tantas. Es una cuestión de valoración social y ejemplos recibidos de sus
mayores.
Pero si
hablamos de responsables, ahí sí que guardo yo algunos recuerdos de aquella
época. Recuerdo porteros que no pedían carnés de identidad para comprobar la
edad de acceso, porteros que si la niña era guapa le ponían alfombra roja y no
le cobraban la entrada. Recuerdo a camareros, cuando la edad de entrada eran
dieciséis años, pero no se podía servir alcohol de más de dieciocho grados a
menores de dieciocho años, eludiendo la responsabilidad de comprobar la edad
del que pedía. Todos ellos con el permiso explícito pero no firmado de sus
jefes, dueños o arrendatarios del local, de hacer la vista gorda para llenar la
caja. También recuerdo a policías inoperantes que hacían acto de presencia una
vez cada dos años, en algunos casos, previo aviso (no tengo pruebas, pero lo sé)
de la jefatura de policía a los locales pertinentes. Todo el mundo sabía quién
pasaba coca y hachís, los locales donde adquirirlos y el precio del gramo.
Todos, salvo al parecer los mandatarios de las fuerzas públicas que debían
controlar el tema. Y todo ello, permitido por los políticos de turno encargados
de hacer las correspondientes leyes y dotar las medidas necesarias para que se
cumplan (siempre hay políticos de mierda en estas cosas, y en otras).
Así que, sí,
es una tragedia griega con todas las letras lo del otro día, pero tanta
hipocresía y tanta baba bendecida en los altares sociales me pone enfermo. Una
imagen de un político diciendo la tontería de que se van a adoptar todas las
medidas para evitar que sigan sucediendo estas cosas, hace que me sangre la
úlcera. Y medios de comunicación llevándose las manos a la cabeza, hace que
quiera armarme hasta los dientes con mi léxico y dejar estos gritos en mi
columna. Buenas tardes.
Alberto Martínez Urueña
3-11-2012
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