miércoles, 6 de junio de 2012

¿Qué nos queda?


            Es un hecho que la actualidad está economizada de los pies a la cabeza, tintada por la ineptitud política, y cuando no, por la desvergüenza pública. Los mensajes que recibimos son única y exclusivamente con la intención de generar nuestra simpatía o animadversión hacia tal o cual opción, utilizando además mensajes cuando menos, sesgados, y muchas veces falsos. Escuchamos tertulianos que nos desbordan las meninges con sesudos silogismos que parten de mayores que son incorrectas, y así toda la secuencia queda pervertida, y lo único que nos queda es un razonamiento falaz e inservible. Somos víctimas continuas de demagogias (la culpa es de los mercados que no nos quieren), oportunismos (que la iglesia pague el IBI, después de haber estado ocho años en el Gobierno), mentiras (las “profundas” reformas, que no flagrantes “recortes”, son las que nos indican desde Europa)… Sinceramente, da la sensación de que estamos presenciando la agonía de un moribundo que se resiste a aceptar que se va y se engaña, y también a nosotros, con argumentos de que sus síntomas son coyunturales y se le pasarán en un par de días. Esa es la auténtica mentira.
            Creo sincera y firmemente en que estamos en un punto de inflexión de nuestra cultura occidental por múltiples síntomas y motivos. Creo, verdaderamente, que se están deconstruyendo las bases y conceptos sobre los que se ha ido alzando la evolución humana en los últimos años, quizá décadas, puede que incluso un par de siglos o tres. El principal objetivo en la Historia del hombre, desde hace miríadas de años ha sido alcanzar un bienestar material suficiente que garantice una vida digna a todos los estamentos de la sociedad. Eso lo conseguimos hace ya tiempo (aunque ahora estemos en una situación crucial para muchos), cuando la hambruna generalizada desapareció, las muertes por el frío, las enfermedades asociadas a condiciones de vida desastrosas…
            Sin embargo, vemos el espectáculo a que nos han acostumbrado nuestros líderes sociales y nos entran ganas de radicalizarnos de alguna manera. Aunque sólo sea con la boquita pequeña, pero nos encantaría montar una revolución y destruir el antiguo régimen, como hicieron en Francia hace más de doscientos años, derrocando los privilegios en los que viven enrocados los poderosos que nos dominan y desangran. Pero sabemos también que, por un lado, hemos eliminado la violencia de nuestra vida y hemos salido ganando, y por otro lado, la Historia nos ha enseñado bien aquello de “a rey muerto, rey puesto”. Muchos vemos esta debacle que en otras épocas habría hecho que el pueblo se alzase en armas, y nos planteamos con seriedad cuáles son las posibilidades que nos quedan a las personas del pueblo llano, aquellas en las que, por la Ley escrita, reside la soberanía, pero que nos robaron nada más firmada y sancionada.
            Las soluciones no parten de los grandes movimientos. Ya no. Los poderosos han sabido armarse contra las revueltas estudiantiles dándoles un futuro y una familia, y así convertir a jóvenes rebeldes en padres (y madres) de familia con una responsabilidad y unas cadenas; han solucionado los problemas sindicales sobornando las conciencias con teorías económicas y los bolsillos con billetes manchados de lágrimas de parados; han encontrado la forma de que el pueblo llano mantenga la boca cerrada con la sociedad de consumo; han ocultado la miseria tras cifras llamadas, verbigracia, umbral de pobreza en nuestras sociedades avanzadas. Nos han ganado la mano en todas esas cuestiones, y esto es un hecho. ¿Qué nos queda, por tanto, al margen de la cómoda desesperanza?
            Al menos nos queda nuestro pequeño reducto personal, nuestra capacidad, dentro de las cortas posibilidades, de hacer con nuestra vida lo poco que podamos. La sociedad se ha economizado, pero eso nos ha mostrado las leyes de la oferta y la demanda y de esa manera, bajo nuestra responsabilidad, podemos demandar aquello que consideramos justo y rechazar lo que pensamos denigrante. No hablo de volver a las cavernas, pero podemos orientar nuestra vida hacia un consumo responsable que, por un lado, quizá sea más costoso en algunos aspectos (la energía limpia es, en principio más cara), pero que por otro lado, sea más barato en otros, como por ejemplo, un consumo en bienes materiales orientado hacia las verdaderas necesidades en lugar de llenar la casa de trastos inútiles. Esto no es desmontar la sociedad ni dañar la economía; al contrario, es cambiar los patrones de producción de unos bienes y servicios hacia otros, y al tiempo hacer a nuestro entorno más humano, convirtiendo a la Economía en un instrumento para ello, y no en un fin en sí misma.
            Y en el aspecto público, votar masivamente en las elecciones, demostrando nuestro interés por las cosas comunes, pero no votar a nadie que no haya demostrado ser honesto, y exigirle auténticas responsabilidades cuando deje de serlo. Un voto responsable.
            Puedo aseguraros que hay un movimiento creciente de personas que quieren hacer algo distinto; que anhelan volver a su propio ser, alienado por las circunstancias; que quieren volver a sentir, en lugar de seguir adormilados; que están buscando algo en lo viejo, en el pasado, pero que tienen que mirar hacia delante, al futuro, y construir lo nuevo. Creo que el vacío ha de ser llenado y quizá entonces, dejaremos de ser esclavos del miedo que nos tiene atenazados. Miedo a hacer lo que, de manera objetiva, sabemos correcto. Lo importante no es que tú no puedas cambiar el mundo con tus actos (eso lo sabemos hace tiempo): el objetivo hace tiempo que debió de dejar de ser cambiar el mundo. Lo importante es que tú, en tu propia individualidad, te sientas satisfecho con lo que eres.

Alberto Martínez Urueña 6-6-2012

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