De antemano, pido disculpas, porque sé que no
soy el más adecuado, o el más representativo para poder hablar de este tema.
Hay muchos, entre vosotros sin duda, que estáis mucho más autorizados para
ponerle frases a esta cuestión, pero soy yo el que escribe en este caso y, con
todo el respeto para vosotros, y para el tema, voy a darle un toque personal.
Las cosas
son, en principio asépticas, inocuas. Tienen sus propias características
físicas (alto, ancho, profundo), sus rasgos distintivos (rojo, con tal o cual
particularidad), pero somos las personas las que les conferimos su auténtica
personalidad. O más bien, a través de nosotros, la adquieren, cobran vida, y se
convierten en algo más allá de lo que serían en un principio. Podemos recordar
una estancia en la sala de espera del director del colegio, o quizá en la
consulta de un médico. Podemos también recordar aquel rincón donde jugábamos
con nuestros compañeros de colegio, una pista de baloncesto, o puede que la
puerta del bar donde nos reuníamos con nuestros bocadillos y bollos del
almuerzo. Cada uno tendrá su propia idiosincrasia, surgida a través de nuestras
vivencias. Y uno de esos lugares, ganados a pulso, con tantos recuerdos, fue el
Testa, y uno de sus aditamentos imprescindibles: el rincón del fondo, donde se
sentaba ella, en aquel taburete, y nos observaba con aquel gesto, medio
divertido, medio acusador, siempre amable con quien lo merecía, siempre educada
con quien merecía lo contrario.
Cada uno de
nosotros tiene tantas historias vividas en aquel garito nada resultón que
parece mentira que hubieran podido darse todas juntas. Algunos curramos en la
barra (muchos menos en la puerta), conocidos a muchos amigos, a nuestras
parejas… Yo conocí a la mía allí, conocí a mucha gente, y con algunos de mis
principales amigos empezamos la relación en aquella barra, con cachis de la
mano y música estupenda de fondo. Me volvía loco ver al pincha, por ejemplo mi
primo David, y gritarle desde el otro lado del bar que pusiera tal o cual
canción, y que al poco empezase a sonar, y gritarla (porque al parecer cantar
no es lo que mejor se me da) hasta quedarme afónico, con toda esa gente
alrededor gritando conmigo.
Era el bar
de las fiestas de Valladolid en la Plaza de Cantarranas, donde entrabas a por
una cerveza y te quedabas a la puerta porque allí estaba todo el mundo,
conocías a unos a otros, hablabas, te encontrabas con gente que hacía mil años
que no veías… Siempre había
posibilidades ocultas en los recodos de las agujas del reloj de cada noche para
que sucediese algo impactante, novedoso, que hiciera aquella jornada distinta
del resto. Aunque aquello fue siendo cada vez más complicado, daba igual,
porque cuando no sucedía aquello siempre te quedaba la posibilidad de que se
convirtiese en el refugio que necesitabas después de varias horas de vagar por
otras barras y otras copas.
Tere estaba
allí, al fondo, desde primera hora, hasta que cerraba. A primera hora podías
hablar con ella un rato y te contaba una u otra historia, te comentaba lo del
IVA trimestral, lo del chaval aquél que no le había hecho caso el día anterior,
lo de la pensión… A veces le echaba una pequeña bronca a Edu o a Alberto
porque, las cosas como son, se la merecían por crápulas, y después nos invitaba
a las copas y parecía que te habías ido sin pagar del bar. Algunos como
Mariano, algunas veces lo hicieron. En esa barra, aprendí a jugar al Balance
con Pablo, enseñé a César a hacer el colibrí, canté con David la versión de
Stravaganzza de Hijo de la luna, charlé con un Kanito un poco borracho y
tratamos de emborrachar a un Lucas demasiado sobrio. Yolanda entraba en la
barra sin pedir permiso y te ponía unas copas a tres euros, esperabas con
paciencia tu turno para entrar a aquel sucedáneo de letrina y quizá
aprovechabas que currabas de portero para meterle fichas a alguna moza que
anduviera por allí.
Y la Tere
era la testigo de todo aquello, desde su trono, en su reino. Porque si de algo
no tengo la más mínima duda es que hay territorios por los que puede pasar
mucha gente como nosotros, pero el rey, o en este caso la reina, era una. A la
que todo el mundo quería saludar, a la que muchos criticaban por esto y por
aquello, el faro que observaba en silencio la tempestad ruidosa. La que me
decía que iba a tener que ir a la consulta de mi madre porque me iba a romper
la garganta de tanto gritar…
Ese faro se
ha apagado, como se apagaron todos. Unos brillaron más y otros menos entre las
tinieblas de esta noche que a veces es el mundo; sin embargo, en aquel mundo, sólo hubo una, y he de darle
unas gracias infinitas a Tere por crear aquel Cámelot particular donde muchos
de nosotros pudimos soñar despiertos, y, por suerte, en algunos casos,
conseguir que aquellos sueños se volvieran realidad.
Alberto Martínez Urueña
30-05-2012
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