Una nueva
cumbre europea. Barra libre en el hotel y canapés para todos en los descansos
de los debates. Fotografías de guiñoles sonrientes con un fondo azul celeste
con estrellas de cinco puntas. Discursos leídos ante las cámaras de grandes
palabras huecas que ocupan tiempo sin concretar nada. Subida de la prima de
riesgo y bajada de la bolsa el mismo lunes. Portadas atónitas y descreídas en
todos los medios de comunicación. Intentos de justificar el viaje y las dietas
que se han marcado con la reunión. Si siguiésemos la regla estadística de los
grandes números, aquella que, de una forma un tanto chabacanamente descrita,
nos dice que suele suceder lo que ha sucedido antes (como dar vueltas alrededor
del sol montados en una roca que viaja a ciento ocho mil kilómetros por hora),
el lunes nos estaremos llevando nuevamente las manos a la cabeza al ver la
zafiedad argumental con que unos señores, y por supuesto señora, defienden sus
intransigentes y nacionales posiciones, en lugar de ir a la solidaridad
transnacional de la que hablan los tratados de la Unión Europea. Eso es lo que
llevamos viendo desde hace cuatro años con palmaria rotundidad temporal, y lo
que se llevaba barruntando desde hace bastantes más años, observando como Alemania
y Francia se pasaron por su Arco del Triunfo, o por su Puerta de Brandeburgo,
los criterios de convergencia en cuanto al déficit público y a la deuda pública.
Efectivamente, esos heraldos de la economía restrictiva y de la disciplina
fiscal se olvidan ahora de que ellos los infringieron allá por los primeros
años del siglo veintiuno, además de negarse a aplicar los mecanismos de sanción
que ellos mismos habían creado.
Pero a lo que
íbamos. Una nueva cumbre en la que los ciudadanos ponemos la cama a modo de
dinero público para ver si hacen bien su trabajo y en la que después nos
convertiremos en trabajadores sexuales, porque acabaremos jodidos a base de
reformas estructurales. E insisto, no es por ser catastrofista, pero llevamos
cuatro años con las mismas zarandajas.
Aunque cabe
la posibilidad de que por una vez esas mentes maravillosas de nuestro mundo
occidental se pongan de acuerdo y decidan de una vez por todas seguir hacia
delante todos juntos, articulando desde la Unión Europea dos aspectos
fundamentales. El primero, a medio y largo plazo, consistiría en estructurar de
una vez por todas una arquitectura política y económica común, no este cuadro
abstracto pintado a brochazos que hoy en día es Europa; un mastodonte terciario
incapaz de moverse a la velocidad que le exige la realidad circundante y que
amenaza con llevarse por delante todo lo que le rodea con su paso torpe y
desacompasado. El segundo aspecto sería a corto plazo, y consistiría en dar una
salida en el plazo de tiempo más reducido posible a todos esos millones de
personas que viven en la desesperanza y la angustia; ese grupo social que
debería ser la verdadera medida evolutiva de una sociedad, y no un agregado
macroeconómico llamado PIB que mezcla churras con merinas y permite ocultar las
miserias inhumanas que crea un sistema económico autómata y desalmado. No por
sí mismo, pues un sistema económico no piensa, pero cuando se les deshumaniza,
se convierte en el primer causante de todos los problemas.
Cabe esta
posibilidad, decía, y sería la más aplaudida por el que os escribe, pero eso me
plantearía una nueva cuestión y motivo para romper más de una cabeza enhiesta
entre cuello blanco almidonado. Habría que exigir ciertas cuentas y facturas a
esos robots del Consejo Europeo, la Comisión y el Parlamento, cuentas que
serían los números acumulados durante cuatro años, a un tipo de interés de
mercado, y que responderían a la cuantía amontonada durante este tiempo de
personas que han perdido la ilusión por vivir, añadida al número de depresiones
laborales derivadas de la crisis, sumada a los problemas mentales irreversibles
provocadas por situaciones insostenibles y multiplicada por los casos de
malnutrición infantil que se han acaecido en este tiempo. En este caso, a estos
señores sí que les saldría una hipoteca que tendrían que pagar varias
generaciones sucesivas a la suya, como una mala hipoteca concedida en España en
el año dos mil seis. Quizá, si tuvieran algún tipo de incentivo, al margen de
su honorabilidad y búsqueda del interés público, sobre los cuales llevan
haciendo sus necesidades todos estos años, no habríamos llegado a una situación
como la que tenemos.
A nosotros,
como ciudadanos, nos quedan varias tareas pendientes. En los textos precedentes
he dejado algunas ideas. Otras irán surgiendo. Sobre todo, y con carácter
previo a las demás, dos cuestiones sencillas: por un lado, hacernos
responsables de nuestra vida pública de una vez por todas; y por otro,
fundamental, huir de toda esta agresividad que nos tiraniza y encadena,
provocada por ellos con intereses retorcidos para que no nos unamos entre
nosotros, y que nos impide ver que sólo tenemos que intercambiar opiniones para
ver de qué manera podemos ser una sociedad cohesionada y conjunta, y no varios
millones de personas incapaces de verse y de convivir entre sí.
Alberto Martínez Urueña
28-06-2012