Hoy es día veintinueve de Marzo, día de la segunda huelga general de la que tengo conciencia trabajadora, pues las otras me pillaron como estudiante. Hoy hay una huelga general en mi país, y estoy triste.
No tiene nada que ver, aunque a lo mejor alguien haya pensado así al leer el primer párrafo, con colores políticos o con ideas económicas. Mis ideas económicas no están representadas en ninguno de los dos grandes partidos, y mis colores políticos no tienen cabida en esta sociedad, y mucho menos en este Parlamento. Mis verdaderas ideas, quizá algún día las exponga, rayan la sociopatia más extrema.
No, no tiene nada que ver con la política, ni tampoco con unas ideas económicas concretas que pocos defienden. No voy a decir lo que he hecho hoy durante el día, para que nadie se piense ninguna estupidez. Estoy triste porque una vez más, en esta tierra de razas y culturas, hemos dejado clara la absoluta incapacidad para ponernos de acuerdo en algo, cuando ese algo es importante. Somos una sociedad de inmaduros por un lado, porque no somos capaces de renunciar a la agresividad y a la violencia argumental, y no tenemos líderes que pretendan ofrecer nada más que eso. Vivimos continuamente reactivos como niños pequeños sin ser capaces de no utilizar el insulto y el agravio cuando alguien defiende posturas enfrentadas a las nuestras. Somos, por otro lado, una sociedad de individualismos exacerbados, incapaces de ver al distinto como parte de nuestro mismo todo y aceptando únicamente al que piensa igual que nosotros de una forma utilitarista, en la medida en que reafirma nuestro punto de vista. Esta frase es una versión moderada de aquella que decía que somos amigos en lo que no me lleves la contraria, muy vista y practicada en los patios de jardín de infancia.
Además, somos una sociedad de listos, de gente enterada, de tertulianos de pacotilla que generan corrientes de opinión y de conversación acerada en tasca de bar. Todo el mundo es capaz de realizar supuestos análisis sesudos sobre temas de lo más variopintos; así, somos los mejores entrenadores de fútbol y baloncesto, también catedráticos de Historia y por supuesto, importante en este caso, somos catedráticos de Economía e incluso, cuando la conversación sube de tono, doctores Cum Laude por las mejores universidades de planeta.
Pero esta soberbia que demostramos por ese lado nos hace fácilmente manipulables, desvalidos como niños, con proclamas absolutas e incendiarias y además en nuestra grandeza, somos igualmente reacios a observar los detalles. Nos tragamos con patatas los argumentos más inverosímiles con tal de que sean un pobre reflejo de una idea que tenemos en la cabeza y que la mayoría de las veces simplemente es aprendida, pero no razonada. Nadie de este país, salvando excepciones, habrá mirado a ver qué opinión tienen aquellos que saben de derecho laboral, de teoría económica, de mercados financieros… Simplemente escuchamos a ver qué dice Rajoy o Rubalcaba y después lo repetimos como gramófonos anticuados, con un chirrido de fondo fruto de un mecanismo ya demasiado arcaico. Somos, en resumen, orgullosos en las maneras, pero profundamente incultos en los contenidos, y el grado de exigencia que hacemos a nuestros líderes va en consonancia con estas dos características tan suicidas.
Por todo esto estoy triste, porque una vez más queda claro que no somos uno de esos países capaces de superar sus diferencias y construir algo juntos, aceptando toda la diversidad de la que somos partícipes. Entiendo que en un país como Luxemburgo o como Mónaco, esto es más fácil; nosotros tenemos en nuestra idiosincrasia mezcladas las influencias de la mayoría de los pueblos que se nos han acercado, y han sido muchos.
Por eso, hoy no hablo de los señores que se están quedando con todo, no hablo de bancos, ni de políticos o ni de sindicalistas. En esta mierda de sociedad donde la mayoría naufraga aunque lo sepa, y otros intentamos bregar como podemos (y esto sí que es una chulería por mi parte, y una licencia que me tomo, porque ésta es mi columna), hoy no merece la pena intentar convencer a nadie de nada. Tengo además, para la siguiente semana, o para dentro de un par de ellas, una interesante digresión quedé colgada en la red hace unos días, hablando sobre la diferencia entre lo que es una manipulación y lo que es una argumentación. En España, sufrimos cada día la primera; ojo, la sufrimos, pero también la practicamos. Las redes sociales son un instrumento muy interesante para comprobar como hay quien da su opinión sobre un tema y quien insulta a aquellos que piensan diferente.
Hoy estoy triste. España, que podría ser mucho más grande lo que se pensó Paquito con aquella farsa que duró cuarenta años, está siendo pequeña. Y no por el hecho de hacer una huelga general, sino porque siguen existiendo dos Españas y a cada una de ellas le da igual la otra. O peor, quiere anularla, imponiendo su realidad, sin ser capaces de conjugar lo bueno de ambas, engrandeciéndolas con la aceptación del contrario.
Alberto Martínez Urueña 29-03-2012
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