miércoles, 26 de octubre de 2011

El horror de la violencia

Llevo varios días intentando escribir acerca de un tema que me ha preocupado bastante, que no tiene nada que ver con la crisis económica (sorprendidos nos hallamos), y todo ello haciéndolo desde un punto de vista que no esté plagado de nubarrones tan negros como los que por fin se ciernen sobre la Península. Me enteré el otro día en la radio, posiblemente el mejor medio de comunicación, por encima de la televisión, en una entrevista que le hicieron a cierto guionista de cine llamado Christian Molina al respecto de una película llamada “De mayor quiero ser soldado”. En esta entrevista aportaba eso que tanto reclamo yo en los debates sobre política: datos concretos. Pero éstos me pusieron los pelos de punta, como “El exorcista”.

Cuarenta mil por un lado y doscientos mil por otro. He profundizado un poco en Internet, esa herramienta tan útil y peligrosa al mismo tiempo, y he encontrado más reseñas al respecto, lo que le va dando una cierta veracidad. Ojo, no soy de los que piensa que por mucho que se repita una mentira, se vuelve verdad, pero tampoco desechemos una idea, a pesar de que no sea del todo exacta. Así que ésos son los datos, y hacen referencia, atentos, el primero al número de asesinatos y el segundo al de actos violentos que habrá presenciado un joven de dieciocho años a lo largo de su corta vida. Podéis empezar a temblar y os aseguro que tengo un borrador de este texto en el que doy rienda suelta al sentimiento que me provoca semejante barbarie; sin embargo, como he hecho firme propósito de controlarme dejaré tranquilos ciertos muertos.

En todo caso, ya por sí solas, estas cifras darían para hacer toda una digresión de varias páginas. Obviamente, cuando las resaltan, hacen referencia, entre otras, a escenas vividas en videojuegos cada vez más hiperrealistas, lo que nos lleva a que resulta igualmente incontestable que mostrar la muerte, y cuanto más cruenta mejor, resulta sumamente lucrativo. Voy a hacer en primer lugar la aportación positiva que me he comprometido a dejar de vez en cuando en esta columna de opinión: estos datos, de primeras, muestran que en Occidente hace mucho tiempo que no tenemos que vivir cierto tipo de barbaries en primera persona, lo cual puede ser nuestro mayor logro, librándonos de muertos y agonizantes soltando sangre por las aceras, casas derruidas y calles desiertas. Y sobre todo, hace mucho tiempo que no sentimos ese miedo que tiene que ser literalmente espantoso de no saber si vas a sobrevivir al siguiente ataque.

Sin embargo, lo siento, no puedo permanecer impasible ante aquellas cifras, que me sobrevuelan la cabeza desde ese día en que llegaron a mí como buitres negros de Monfragüe. Y sobre sus consecuencias. La primera de todas, y la más triste, es la banalización del sufrimiento y la tragedia, y la insensibilización que conlleva. Además de la polarización que se está produciendo en nuestra sociedad entre ricos y pobres debido a la crisis económica (en todas sucede, porque hay quien saca beneficios) vemos como mientras que crecen el número de cooperantes, también crece la impasibilidad general. Convivimos de tal manera con la violencia que ni nos damos cuenta, y de esta manera, en los últimos años hemos asistido a un crecimiento del porcentaje de jóvenes que justifican el uso de aquélla en determinadas circunstancias. Y cada vez es más normal encabronarnos en el coche, en la calle, en las discusiones… Pero lo peor es que cada vez nos parece humano, inevitable, justificable, razonable… Hemos estado tres o cuatro días disfrutando en primera persona del linchamiento de un auténtico bastardo, asesino de masas, pero que no por eso se merecía que le hicieran las perrerías que le hicieron. Y desde luego, nosotros no nos merecíamos que nos lo disparasen a bocajarro en cada uno de los telediarios de ese fatídico día y posteriores. Un asesinato más a la cuenta, un nuevo acto violento. Así es muy complicado que la contraparte se haga hueco en nuestra conciencia.

¿Un texto demasiado suave, demasiado templado? Pero, ¿qué coherencia tendría haber hecho un manifiesto antiviolencia si aquí me pongo a desbarrar como un extremista religioso? ¿Queréis carnaza? Lo siento, pero me estoy quitando. Es muy fácil leer un texto mío en el que preparo una carnicería y no dejo títere con cabeza, pero después cerráis el correo y os dedicáis a vuestras cosas; a mí, en cambio, el esfuerzo de hacer un manifiesto casi neonazi me supone primero encabronarme a muerte y después llevarlo al texto. Pero lo peor viene después: habiendo pasado por lo que os digo, me toca desencabronarme, volver a la realidad mixta, a la de las personas que ni son ángeles ni son demonios, a la realidad compleja e incoherente que es la humana. Me toca volver a hacer el ímprobo esfuerzo de volver a ver la belleza entre la basura en la que me he fijado para describirla; y además corro el riesgo de que, de tanto fijarme en la miseria, sólo sea capaz de verla a ella. Así que, si queréis ver miseria humana, poneos Intereconomía y descubriréis el concepto real de la ponzoña. Y es que el camino hacia la perspectiva negativa de esta vida es facilísimo, pero ya me he cansado de recorrerlo. Ya tengo mi ración de muertos y también mis propios demonios que prefiero dejar enterrados.


Alberto Martínez Urueña 26-10-2011

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