jueves, 9 de junio de 2011

La culpa culpita

La ventaja que tiene esta columna es que puedo hablar de lo que a mí me de la gana. No tengo ningún jefe que me marque una línea editorial o que me diga que no critique al colectivo de los camarones gaditanos porque son nuestro principal lector. Así que me despacho a gusto, y luego contesto correos con puntualizaciones. Amén.
Algunos de vosotros tenéis niños, y estaréis preocupados por la cantidad de excrementos mediáticos que nos rodean. A ese respecto, hace un par de días, escuchando ese maravilloso invento que es la radio, al que le debo un texto que en cualquier momento se cobrará, comentaron una iniciativa que habían puesto sobre la palestra en cierto país europeo, norteño, de esos que de vez en cuando se dejan caer por nuestras playas a ingerir enormes cantidades de alcohol y paella. Estos iluminados, rubios y de tez rojiza, pretendían establecer nuevas normas al respecto de todo ese tsunami de información que se abalanza sobre los más jóvenes, a modo de anuncios, teleseries de adolescentes reales como la vida misma, videos musicales al alcance de todos los públicos que rayan la pornografía… Querían, por poner un ejemplo, quitar carteles provocativos cercanos a escuelas, o legislar cual habría de ser la moral de los medios de comunicación y sus contenidos.
Queda claro que tuve que hacer un gran esfuerzo por no romperme la crisma a carcajadas al escuchar la noticia, alucinando como si de un mal viraje de LSD se tratara. Y ahora comprenderéis el porqué. Esto es como la madre pija divina de la muerte que pierde los huesecillos de anoréxica y estúpida que está, gastándose mil quinientos euros mensuales en trapitos y demás soplapolleces, pero quiere que su hija sea una especie de Dalai Lama, con su mundito interior, pequeñito y coqueto, bien conjuntado, pero libre de consumismos excesivos, de frivolidades occidentales y, sobre todo, de sexo ambivalente. Ella no se priva de ver estereotipos adolescentes que la ponen brutísima, todos ellos encorsetados en guiones que harían avergonzarse a cualquier madame de burdel parisino, todos superfashion, viviendo la vida loca en el instituto, enrollándose entre ellos y con los profesores, sufriendo crisis de identidad dignas de cualquier prisionero de Auschwitz-Birkenau porque su madre no entiende que su felicidad dependerá de que su pantalón color verde vómito conjunte con su pulsera de hueso de rata almizclera. Eso sí, su hija ha de estar libre de todo contagio y ser mucho más estupendamente humana que esos personajes que a ella, por otro lado, le parecen lo más divertido y exitoso del mundo. No sé si lo pilláis. Bueno, vosotros sí, pero la pija divina de la muerte estará pensando si me estoy metiendo con ella, con la serie o con su hija, o si simplemente la estoy metiendo fichas. Es lógico que a una madre esos cuerpos adolescentes le provoquen auténticas fiebres africanas, pero su hija ha de entender que eso está mal aunque esté bien, y cribar perfectamente todo ese conflicto con su adulta mente de diez años inmersa en una incipiente oleada de hormonas dispuestas a convertir su existencia en una franja de Gaza cualquiera.
Por eso, y no por otra cosa, es por lo que ha de intervenir la sociedad. Porque la madre es incapaz de poner solución a la disyuntiva de una existencia desaforada de estímulos de dudosa catadura moral o dejarse de chorradas y aprender a comportarse como una persona mayor; pero su hija tiene que quedar al margen. Para ello, se le ha ocurrido hacer responsable a la humanidad en su conjunto, pero a nadie en concreto (a ella misma ni de coña, vamos), de semejante despropósito y que las soluciones se le ocurran a otro. Claro, tiene su lógica (retorcida), porque ella ha de permanecer eternamente joven, dedicada a la gran cantidad de ofertas de ocio con que la sociedad (maligna representación del diablo en La Tierra) la tienta continuamente. Ella ya está condenada y sentenciada, pero su hija (a la que ansía parecerse con esas minifaldas de zorrón poligonero) ha de quedar impoluta.
Y también hay moda de verano para él, por supuesto. Amelindrado y enrosaecido en sus formas y sus maneras, envía tal cantidad de mensajes contradictorios entre sus ganas de ser estricto y al mismo tiempo amigo en lugar de padre que las interferencias modulares en la sesera de su progenie hace que las circunvoluciones cerebrales se alisen y cortocircuiten, y al final no saben qué viento les da. Ajenos de todo tipo de disciplina y modelo a seguir, elegirán antes al conde Lequio, que al menos tiene pasta y se cepilla tías chachis, que a esa burla esperpéntica que le sacude cien euros semanales para que no frunza demasiado el ceño y amenace con no quererle.
La culpa fue del Cha-Cha-Cha, lo dijo Gabinete Caligari, o quizá la tenga ZP, o Pepiño Blanco. Quizá esté escondida detrás del plató de Salvame Delux y por eso hay tanta gente observando la pantalla, buscándola. La culpa culpita de que el niño con doce ya quiera mandanga con la vecina es del cartel donde salía una chavala mordiendo una cereza, cual vulgar meretriz, que a su padre le llamaba más la atención que su propio hijo. La culpa es de la sociedad, ese supraente que está ahí y nadie sabe quién es, así que lo solucione ella. Por fín, los progenitores podrán descansar tranquilos y seguir siendo más adolescentes (e irresponsables) que sus hijos.


Alberto Martínez Urueña 9-06-2011

1 comentario:

Chewif dijo...

Touché!