miércoles, 9 de marzo de 2011

Absolutismo

El problema de los absolutismos, ya lo insinuaron los filósofos clásicos, es que no se pueden aplicar a la totalidad. Se ve que como no tenían ni televisión, ni prensa, ni chorreces como esas con las que ahora se nos cae la baba ante nuestra potencia evolutiva, tenían tiempo para pensar un poco. Curioso arte tan desastrado y defenestrado ese de pensar, en unos días en que con dar a una tecla hacemos la compra, hacemos amigos o hacemos cadáveres en el último juego de guerra, que es mucho menos arriesgado que si vamos a Irak en persona a pegar tiros. Bueno, lo que se dice pensar de manera genérica se hace mucho, y resulta curioso la cercanía lingüística con esa otra palabra, penar, a la que al final acaba con asemejarse de tanto comerse el tarro con bobadas. Porque no os equivoquéis, que una cosa es pensar y otra distinta es darle vueltas a la piragua sin llegar a nada concreto, y eso lo hacemos mucho, malgastando tiempo y neuronas.
A nadie le gusta que le metan en un grupo estereotipado, pero mucho menos le gusta que le metan en ese grupo en función de los defectos: una chica rubia no tiene porque ser tonta, aunque el dicho se afane en intentar convencernos (las conozco inteligentes, como mi hermana). Así mismo, no todos los funcionarios son vagos, ni todos en el sector privado curran del copón. Ese refrán de “dime con quien andas y te diré quien eres” puede ser cierto en multitud de ocasiones, pero podría poneros ejemplos en los que falló, y alguno de vosotros sería el protagonista.
Lo más chungo del tema es cuando después nosotros hacemos lo mismo, es decir, catalogamos a los demás de acuerdo con los conceptos e ideas grupales que la sociedad nos ha indicado. Así, un chaval con el pelo largo es un yonki y/o camello, y uno que vaya bien vestido, una persona saludable, educada y estupenda. Una larga ristra de absolutismos (o clichés acerrojados) que, con afán férreo, quieren catalogar a los seres humanos y así facilitarnos con quien ir, con quien sentirte afín o con quien meterte a muerte porque se lo merece, sin ese innecesario gasto de tiempo de conocer y después decidir con quien sí y con quien no. De esta manera, el pensar vuelve a ser superfluo para lo importante y puede ser malgastado en problemillas, o a veces en simples gilipolleces. Ojo, todo esto dicho sin pretender ser algo absoluto, no se me solivianten, que admito que hay de todo.
¿A qué viene esto de los absolutismos? No me lanzo así sin intención marcada, desde luego, y quien me lleva leyendo ya varios años (algún día me pondré a mirar a ver las fechas) lo puede atestiguar: sólo pretendía exponer lo nefastos que son. La cuestión es que si hablamos de absolutismos y cerrojos mentales, tenemos líderes en ello, almas impías y negras que se aferran a sus verdades y no aceptarán jamás su error. Sólo pasados varios siglos admitirán que quizá se excedieron en sus apreciaciones, y en algunos afortunados casos, bajarán la cerviz en hipócrita sumisión que no restablece nada, como cuando se cargaron a un tal Galileo, y sólo se bajaron del burro trescientos años después, cuando era tan evidente la tropelía que ya daba igual lo que se dijera. Estas almas ponzoñosas se conducen de acuerdo a palabras tales como piedad y compasión, pero con el necesario filtro de una rara y divina inteligencia que antepone su supervivencia a la protección de los débiles, como cuando alguno se sale del redil y se dedica a disfrutar de la juventud de un efebo. Esos engendros que con contumacia se empeñan en salvar incluso a los que se niegan a ser salvados, condenándoles después por no admitir su verdad con el infinito temporal de un infierno de llamas. Ahora se sacan de la manga que las redes sociales son terribles (no admiten las bondades), que la masturbación es pecaminosa (es mejor la represión insana) y la homosexualidad es una enfermedad que se puede curar con el tiempo (es culpa del gay por serlo y no cuidarse). Dentro de trescientos años, no lo veré por desgracia, les tocará volver a bajarse del burro y a pedir perdón por tanto daño irreparable en muchos casos. Estamos de enhorabuena además. Hace una semana eligieron al presidente de esa secta tenebrosa que hace vestir a sus correligionarios con togas negras y a sus mujeres con un uniforme que las cubre de los pies a la cabeza, ocultando todo rasgo de su feminidad (no hablo de las musulmanes y el fular ese que llevan a la cabeza, desde luego). Estamos de enhorabuena porque imaginaos por un momento el caos que nos generarían si por un momento se convirtieran de verdad a la fe que predican y de la que se apropiaron hace dos mil años, más o menos (no era suya, por mucho que digan, sino del hombre); si por un momento hicieran de aquel mensaje su estandarte y, en lugar de condenar y andar tocando la bisectriz, simplemente ayudasen y diesen su opinión sin tratar de imponerla, mostrándola con su ejemplo. A lo mejor ese señor con cara de momia que cada vez que tiene la oportunidad de meterse en política y darse baños de multitudes defendiendo derechos que nadie le ha quitado, me empezaría a caer bien. Pero claro, si la gente que le sigue hiciese lo que he planteado, a ese sujeto le tiraban al mar, bien sujeto a algún peso. O al menos, para que nadie me acuse de nada, dejarían de hacerle tanto caso a ciegas y se desmarcarían públicamente mandándole a tomar por donde quieran. Con todo mi absoluto respeto, que quede claro.

Alberto Martínez Urueña 9-03-2011

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