viernes, 10 de diciembre de 2010

Dos cosas fundamentales

Escribir textos cortos, aunque no lo parezca, y cuando se pretende que sea algo más que un simple comentario que cualquiera pueda escribir, es algo que desgasta bastante. Hay que rebuscar el tema, procurar no ser demasiado reiterativo, intentar aportar alguna visión novedosa, no resultar demasiado chabacano (aunque si ves la televisión, en concreto determinada mierda rosa, parece que se está poniendo peligrosamente de moda)… En fin, una serie de cuestiones que hace que te tengas que exprimir el seso, y a veces resulta innecesario. A ver, podría escribiros una vez a la semana, cogiendo algo insólito de eso que nuestros periodistas más avezados a veces nos ofrecen y con eso bastaba. Pero a mí no me basta.
Por eso, por ejemplo, hace poco os mande un par de poesías, o me saqué del tintero el hasta ahora más comentado texto, el de La casa, que al parecer os ha gustado bastante. Me alegro, y la verdad es que cuando empecé a redactarlo, supuso todo un reto para mí: no en vano, era la primera vez que me arriesgaba con algo semejante. Así que, lectores míos, habéis sido todos participes de una de mis primeras veces en algo.
La cuestión es que la vida entre Valladolid y Madrid a veces se hace bastante exigente en cuanto al tiempo, y si quiero compaginarlo con otras aficiones, no me queda más remedio que ir haciendo huecos. No vale eso de que en el tren tengo todos los días dos horas de espacio, porque por la mañana prefiero ir dormido y subsistir en esa batalla que es cada semana, y por la tarde también me gusta leer, así que no os creáis que es tan fácil.
De la lectura he hablado muchas veces, y en distintos tonos. Es uno de esos reductos en donde mis comentarios corren el riesgo de ser tachados de inmodestos, que es la forma amable de llamarle a uno pedante, como por ejemplo si os digo que mi libro favorito es El Quijote. No voy a entrar en la obvia disertación que se suele hacer sobre cosas que hasta hace bien poco eran sinónimo de cultura y ahora más bien de comentarios jocosos jaleados por jacas y jamelgos que se jactan de saber algo del tema y que hacen de barra de bareto su máximo conocimiento (y ojo, que como bien sabemos algunos, es un territorio inhóspito repleto de sabiduría y morralla a partes iguales). Vamos, que antes, por haberte leído a los clásicos se te admiraba y ahora se te mira como a un bicho raro. Lo curioso del tema es que los seres humanos no han cambiado nada en los últimos diez o quince mil años; se ve que lo que ha cambiado es la diana de su estupidez diáfana y obviamente congénita (por supuesto, me incluyo en el grupo, al menos por apariencia, pero no en este tema, quizá en otros).
Ese es uno de los principales conocimientos que se extraen de los libros; de leer no solo los libros que ahora se venden, esas basuras semánticas y lingüísticas en la mayoría de los casos, empaquetadas y servidas en su punto para el consumo rápido y el olvido presto (hay escritores actuales, muchos, que se salvan de esta salva de cañonazos, como por ejemplo Miguel Delibes), sino de leer también a Homero, a Alighieri, a Esopo, a Shakespeare… En esos libros, aparte de contener historias apasionantes (por mucho que el analfabetismo encubierto de nuestros días impida en muchos casos disfrutar o incluso llegar a entender lo que ofrecen), hay secretos escondidos para aquellos que quieren leer entre líneas (ya estaréis pensando aquello de pedante, porque claro, imagináis que me incluyo entre ellos, y por supuesto que lo hago) y que aportan determinados hitos que hacen que la vida de uno se ensanche, sin lugar a dudas.
Y os he puesto libros de nuestra oscarizada cultura occidental, pero cuando entras a mirar en los estantes a esas defenestradas y asquerosas culturas que comen perro, curry y especias a tutiplén, y te encuentras con obras como Tokyo Blues, de Murakami (de nuestra época, Japón), La novela de Genji (del siglo once después de Cristo), las Analectas de Confucio (ni os creeríais lo que hacía el tío cuando aquí íbamos en taparrabos) o los escritos de los sufíes hindúes, te quedas asustado de lo mucho que se parecen aquellas gentes a lo que somos ahora.
Al penetrar en obras como las que os cuento te percatas de dos cosas fundamentales. La primera de ellas es que las preocupaciones cotidianas de la gente no han cambiado ni un ápice desde que el hombre es hombre. Temas como currar para comer, conseguir comodidad y seguridad para tu familia, la necesidad de aceptación grupal, la necesidad de amar y ser amado y otras tantas son exactamente iguales en esos libros a lo que ahora nos preocupa. Incluido, curioso, esa retahíla que ahora se oye tanto sobre cómo la juventud de hoy en día se está echando a perder, como las cosas degeneran y se van a perder y olvidar. Ya en los tiempos de los primeros emperadores chinos existía esa preocupación, y aquí estamos desde entonces (estoy oyendo ya las voces de que “ahora es distinto”, cosa de la que se quejaban hace varios siglos).
La segunda cosa fundamental es la necesidad de trascendencia del hombre. Cada cultura lo ha intentado solucionar de una manera, pero está impregnada en todas ellas. Hay iluminados en todas las culturas a lo largo de toda su historia, igual que la cristiana. Existen personas que dicen que esa es una búsqueda absurda, y sin embargo parece estar impresa en nuestra esencia más profunda, por eso es común a todos los hombres desde antes de salir de la cueva, o de bajar del árbol, como prefiráis. No sé si es algo que tiene que ver con procesos bioquímicos o hay algo detrás llamado alma unida a un dios terrible y terrorista como el del antiguo testamento. Hay dejo eso, para otros textos.
Por tanto, vuelvo a decir a todo el mundo, os digo amigos míos, que, si tenéis tiempo en mitad de esas preocupaciones diarias que llevan ocupando al hombre desde la más oscura antigüedad, leáis. Coged el libro que sea y paladeadlo, y si no sabéis cuál, dejad que alguien de quien os fieis os aconseje. Es uno de los caminos hacia la esencia del hombre, hacia eso único que nos hemos traído desde que nos convertimos en lo que ahora vemos, como el miedo a las serpientes o el gusto por la belleza. Es decir, el camino hacia lo que somos.

Alberto Martínez Urueña 14-11-2010

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