Eso mismo me sucedió el otro día, en una conversación con un amigo, charlando sobre temas de esos profundos con que de vez en cuando os doy la tabarra. Cada vez menos, creo. Andábamos con esas historias de que si la peña últimamente está más o menos vacía que antes, que si la gente no tiene un norte o rumbo al que tirar… Bueno, imagino que todos en algún momento hemos sacado ese tema, lo hemos tratado con más o menos seriedad, para después quedarnos con cara de póker y continuar donde habíamos dejado lo anterior. No porque sea poco importante, si no porque esas conversaciones muchas veces no dan para muchas palabras por dos motivos: el primero es que entramos en un tema que es complicado de explicar; y el segundo, porque normalmente estamos de acuerdo en lo genérico, y en lo particular siempre dejamos la coletilla de que “cada uno sabe por dónde anda” o aquello de que “todo el mundo tiene su punto de vista”. Supongo que es cierto en alguna medida, pero no sé cuál.
La cuestión es que andábamos en esas enfrascados, y me di cuenta de varias cosas, que pretendo reunir en dos grupos.
El primero de ellos hace referencia un tema del que os hablé hace poco, creo, o si no lo hago ahora, y es que después de leer libros de varias épocas de la literatura, y os hablo desde Homero hasta Gabriel García Márquez (pongo nombres para que veáis la amplitud del asunto), me he dado cuenta de que el problema de que las generaciones venideras están echando a perder lo poco que teníamos es tan recurrente que al final parecen plagios unos de otros. Desde que Paris, el de Troya resultó ser un cobarde, pasando por la degeneración de la China del siglo sexto A.C. o la hecatombe vaticinada en los Cien años de soledad para las generaciones de los Buendía, la preocupación porque los jóvenes van a traernos el Apocalipsis en tan general que ya seríamos la especie que más veces se habría extinguido en la Historia de esta piedra a la que llamamos La Tierra.
El segundo grupo de cosas hace referencia a la naturaleza del hombre. Nos quejamos de la falta de profundidad moral y humana de las personas, de cómo cada vez estamos más solos en esta vida y cada vez más hay más gente que, teniendo de todo, dice aquello de que “todo es una mierda”. No deja de resultar curioso lo poco que valoramos ese todo que antes no se tenía, pero realmente, en la práctica es así y los caminos que se emprenden, para lo bueno y para lo malo son hacia delante, tanto los individuales, como los colectivos (compuestos de otros individuales, claro).
El crecimiento personal de los humanos es, en mi opinión, el aspecto más importante sobre el que descansa nuestra existencia. Supongo que ya lo habríais intuido, pero ahora lo digo sin ambages. Es el más importante, y sin embargo, todo está pensado para que “no perdamos” el tiempo ni un solo instante en él, para que haya una cosa tras otra que nos entretenga y no nos demos cuenta de que ninguna de ellas realmente entretiene por otra cosa más que por la novedad, pero que su valor es ridículo. Es como cuando llegaban los reyes, jugabas un par de minutos con el He-Mán y después le prestabas más atención a la caja que lo envolvía. A mí me pasado, y sé que no soy el único. Había que conseguir otra cosa nueva, porque lo que hacía dos minutos lo era, ya estaba viejo y no valía para nada. Esto lo único que denota es la esencia de la vida humana en el cambio, pero entendido de una manera un poco corrompida y que nos hace dependientes de una manera absolutamente pavorosa. Imaginaos que de repente sólo tuviéramos asegurado el comer, el vestir y la vivienda, pero sin lujos ni historias… Sería la debacle. Multitudes enteras suicidándose en las cunetas de las carreteras, peña enloquecida andando y corriendo por las calles como zombis sin saber qué hacer, con qué entretenerse, con qué ocupar su tiempo. ¿O no?
No lo sé. Pero esta sociedad que ahora tenemos cada vez interesa menos a la gente, cada vez le cansa más, el hastío crece, y la experiencia de varios milenios ya nos dice que cuando eso ocurre, hay algo que hace avanzar al siguiente estadio. Los cambios ya sabemos que no surgen de los grandes movimientos sociales de los dos siglos pasados, eso está claro, pero la gente cada vez está más insatisfecha. Joder, la enfermedad de Occidente es la depresión, y cada vez más. Algo sucede alrededor, y como ha ocurrido siempre, algo viene. Sé que no lo voy a ver, pero esa conversación me ha dejado buen sabor de boca y algo más esperanza; me ha eliminado rencores y me ha dado otra perspectiva. Bueno, supongo que estabais esperando un texto lapidario de los míos, pero hoy no tocaba: hoy sólo tenía que ofrecer estos pensamientos.
Alberto Martínez Urueña 29-11-2010
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