El picaporte giró, pero la puerta no se movió ni un solo centímetro. Francisco dio un alarido de pavor que habría helado las brasas del infierno y se tiró contra ella, tratando de derribarla. No se movió ni un ápice, y sintió una gélida corriente de aire en la nuca, intermitente, que le puso los pelos de punta. Supo sin lugar a dudas de que la casa se estaba burlando de él, divirtiéndose a su costa.
Corrió al salón y fue a las ventanas, pero estaban aseguradas con barrotes carcelarios y adornos sinuosos, que tenían una extraña similitud con la sonrisa macabra de algún duende. Trató de abrir una, pero no consiguió nada, como si al otro lado, una mano imperturbable tuviese aferrado el marco por fuera. Dio un grito e insultó sin criterio, ordenando al espíritu que le permitiese salir de allí. Fue cuando escuchó, sin lugar a dudas, una carcajada que llegaba del sótano de la casa. Si se hubiese mirado en el espejo de la entrada habría visto como, en segundos, se le quedó el pelo completamente blanco.
Salió del salón con el rostro ceniciento y desencajado, pasó por delante de los cuadros de los propietarios sin atreverse a mirarles y corrió por toda la planta baja. Todas las restantes ventanas estaban cerradas y con barrotes. La puerta de la cocina totalmente inmovilizada, como la de entrada. Al intentar abrirla, la puerta del sótano empezó a abrirse, y resonó una nueva carcajada, acompañada de arrastres de pies. Se quedó literalmente paralizado, algo en su cerebro se desconectó y se quedó mirando aquella boca abierta y negra que se le asemejó a la antesala del infierno.
“El miedo es el mayor enemigo del hombre”, le había dicho una vez su abuelo. Recordaba la cara seria y la voz grave del anciano, con los ojos delirantes de fiebre horas antes de morir de tuberculosis, cuando le llevaron a darle el último adiós. Con los ojos amarillentos, ya conectados con la muerte, le dio la última lección que pudo, y en aquellos momentos, desde luego, su abuelo había tenido una visión premonitoria.
El ruido de arrastre en las escaleras era tan palpable que le daba la sensación de que aquellos pasos le estaban pisando por la espalda, justo por encima de aquella sensación de gusanos fríos corriéndole por la espina dorsal.
“Ya eres mío”, dijo una voz cavernosa y húmeda que reverberó desde aquel pasadizo preparado para tragársele, y se extendió por todas las paredes, con una vibración maligna como sólo podía hacerlo una voz venida de otras dimensiones. Francisco sintió que el corazón estaba a punto de detenérsele, y entonces reaccionó y salió corriendo hacia la parte alta de la casa. Vendería caro su pellejo.
En la primera habitación que encontró, abrió a la puerta y se acercó hasta la ventana. Justo daba encima del porche delantero, sobre el tejado, así que no lo pensó más veces. Dio unos pasos hacia atrás cogiendo carrerilla y se lanzó contra la ventana.
Fue como toparse contra un muro granítico. La ventana se rompió, pero algo le detuvo justo a milímetros del límite que establecía el marco de madera, sintiendo como si le arrancasen algo del pecho con un dolor insuperable. Golpeó desesperado, pero una columna de materia invisible no cedía ni una sola fracción. A sus espaldas algo se movió, entre las tinieblas. En los reflejos de los cristales rotos vio el dintel de la puerta. Una figura encorvada, con los ojos brillantes en un rostro semioculto, acompañado por una infinita oscuridad.
Los amigos se cansaron de esperar y se acercaron a la valla. Estaban observando cuando vieron que una de las ventanas superiores se rompía y su amigo caía desde lo alto. Dieron un grito al verle desplomarse contra el tejado del porche y después rebotar contra las escaleras hasta llegar al suelo. Saltaron la valla y corrieron hasta él. Estaba completamente blanco, el pelo, el rostro ceniciento, los huesos rotos por el golpe.
Pero lo que más les aterrorizó fue la expresión de absoluto terror que reflejaban sus ojos muertos.
Lo que no pudieron explicar, ni tampoco la policía cuando llegó a estudiar los hechos acaecidos, fueron los gritos que escucharon después de muerto, las carreras por la casa, y los rugidos y amenazas, así como las carcajadas que se escucharon acto seguido. Francisco les veía por las ventanas de la casa, llamándoles, viendo su cuerpo muerto sobre la tierra, mientras aquella figura le perseguía por todos los recodos de la casa.
Alberto Martínez Urueña 16-10-2010
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